Para controlar al virus, la región tiene que enfrentarse a las desigualdades y fortalecer la cooperación como bloque regional. De otro modo, nos rezagaremos aún más en el proceso de vacunación.
Por, Miguel Lago y Anna Petherick. Publicado en The New York Times
Desde febrero de 2020, cuando el primer caso de la COVID-19 fue detectado, era de esperarse que América Latina se convirtiera en una de las mayores víctimas del coronavirus. Mucho se reportó sobre el colapso hospitalario, fruto de la fragilidad de los sistemas de salud, su fragmentación y la baja inversión histórica en salud pública. Hoy, América Latina tiene más de 600.000 muertes por COVID-19 y un cuarto de los decesos globales. Y, a pesar de eso, cuenta con menos del 3 por ciento de las vacunas administradas a nivel global.
Las autoridades latinoamericanas tienen mucho que hacer para preparar y ejecutar políticas de vacunación. Si lo hacen bien, podrían controlar la pandemia y establecer un nuevo estándar hacia el principio de priorización ética y una política eficiente de lucha contra la desigualdad. Si lo hacen mal, el virus seguirá campeando. Para empezar, una distribución económica más justa en la región ayudaría a superar estas vulnerabilidades y conseguir una mejor posición en las discusiones mundiales sobre la pandemia.
Dos de los causantes subyacentes de la mortandad son la desigualdad económica estructural (América Latina es la región más desigual del planeta) y la falta de coordinación regional.
Se ha hablado muy poco de ellos en comparación con la atención recibida por presidentes que todavía hoy no promueven el uso del cubrebocas. Pero si estos factores no se atienden pueden comprometer el éxito del proceso de inmunización. La aparición de nuevas variantes de coronavirus, que se contagian de manera más agresiva, complica aún más la carrera para alcanzar la inmunidad.
Las grandes disparidades sociales de la región generan factores de riesgo a la salud y han contribuido a la proliferación del virus haciendo más difíciles las medidas de aislamiento e higiene. Un estudio de la Universidad de Oxford, que analizó la disponibilidad de pruebas para la COVID-19 en Brasil a lo largo de varios meses, encontró que el predictor más fuerte para su obtención ha sido el ingreso. Esto se acentuó a medida que había más pruebas disponibles.
Las vacunas contra el coronavirus aportan el beneficio directo de la protección individual, pero solo cuando este se expande de forma organizada en la sociedad se pueden maximizar los beneficios indirectos de la vacunación: reducir el riesgo de infección para los no vacunados, permitir la reapertura de las escuelas, aliviar los sistemas de salud sobrecargados y hacer crecer la economía.
Y para obtener estos beneficios indirectos, los gobiernos nacionales y subnacionales deben dar prioridad a las poblaciones más vulnerables. En el caso de Europa y Estados Unidos, estas son claramente las personas mayores y con precondiciones de salud. Pero en América Latina, los más vulnerables a la COVID-19 son también los más pobres, quienes, junto a los profesionales de salud, son los más expuestos al virus y deberían tener prioridad en la vacunación. Además de la edad de las víctimas, incluir la dimensión socioeconómica y el nivel de exposición es fundamental para que la región pueda empezar a controlar la pandemia.
La escasez de vacunas en la región es también una expresión de la desigualdad y esto ha hecho que el cronograma de vacunación en Latinoamérica esté avanzando más lentamente que en otras regiones. Mientras México, el tercer país en muertes en el mundo, cuenta con poco más de 700.000 dosis, el Reino Unido, quinto país en muertes, dispone de más de 15 millones. Al día de hoy, en la región, solo Costa Rica, Brasil y Chile alcanzan el promedio de al menos una vacuna administrada por cada 100 habitantes.
Pocos son los países que tienen la capacidad de desarrollar su propia vacuna y la capacidad logística para distribuirla eficazmente. Brasil podría desarrollar una vacuna y cuenta con gran capacidad logística —por muchos años ha vacunado a 80 millones de personas anualmente—, pero el gobierno de Jair Bolsonaro ha tardado mucho en presentar un plan nacional de vacunación. La inercia del gobierno federal ha hecho que los estados más ricos lancen su propio plan de vacunación.
Muchos países de América Latina dependen en gran medida de Covax, el mecanismo dirigido en parte por la Organización Mundial de la Salud (OMS) que busca garantizar el acceso global a las vacunas contra la COVID-19. Covax, que aspira a distribuir 2000 millones de dosis de vacunas hasta el final de 2021, destina sus vacunas primero al 3 por ciento de la población de cada país, pero su meta es alcanzar al 20 por ciento a medida que el suministro se vaya incrementando. Una vez que este quinto de la población mundial esté vacunado, Covax distribuirá las nuevas dosis a partir de un análisis de los riesgos y vulnerabilidades de cada país.
De momento, países con una población similar reciben la misma cantidad de dosis sin importar su nivel de ingreso, capacidad de laboratorios o tasa de mortandad radicalmente distintos. Según las previsiones actuales, Costa Rica va a recibir un número de dosis parecido al de Nueva Zelanda, a pesar de que el país latinoamericano tiene más de 100 veces víctimas mortales. Pero no es justo ni eficiente que países con vulnerabilidades y focos de contagio tan diferentes reciban el mismo nivel de aportes de Covax.
Si el plan de distribución de Covax —que parece complacer más a los diplomáticos que a los epidemiólogos— sigue así, América Latina tardará más que otras regiones en recuperarse sanitaria y económicamente. Todo lo anterior pone en evidencia lo difícil que será controlar la pandemia a nivel regional.
Para cambiar este porvenir, habría primero que garantizar mayor cantidad de vacunas. Esto hace necesario un esfuerzo de coordinación de los gobiernos nacionales para que presionen como un bloque a Covax por una distribución de vacunas más adecuada a sus necesidades. La aplicación del modelo Fair Priority, defendido por epidemiólogos y bioéticos, le convendría mucho a la región. Este modelo propone que la asignación de vacunas siga el principio de la justicia distributiva. Es decir, independientemente de la geografía, los gobiernos deberían enfocar la vacunación primero en las poblaciones donde más se muere por el virus, en especial muertes a una edad temprana. La segunda prioridad, es tratar de reducir las dificultades socioeconómicas de esas poblaciones. El tercer objetivo es reducir la transmisión comunitaria.
Ahora que los gobiernos empiezan a recibir dosis, es necesario planificar la distribución y coordinar la vacunación a nivel regional y dentro de los países. Esto es necesario para minimizar los años de vida perdidos entre las víctimas de la pandemia y para que se obtengan los beneficios indirectos de la vacunación. Y, para ello, es necesaria la cooperación institucional entre gobiernos nacionales y subnacionales, compartiendo datos y proyecciones y enviando la vacuna donde más se necesita.
El principio de distribución equitativa puede ayudar a avanzar más rápido en ese sentido. El orden de vacunación debería priorizar a aquellos con más probabilidades de morir, debido al alto nivel de exposición al virus y a otros factores de riesgo, en particular los trabajadores de la salud, del sector de servicios esenciales y los informales, quienes se ven obligados a circular incluso en momentos de confinamiento. Las medidas de distanciamiento social deben ser reforzadas mientras se vacunan esas poblaciones prioritarias.
Para controlar la pandemia, la región tiene que enfrentarse a las desigualdades. Solo si lo hacen trabajando juntos más de cerca, los países de América Latina reforzarán sus defensas contra las futuras variantes del coronavirus y nuevas epidemias en el futuro.
Miguel Lago es director ejecutivo del Instituto de Estudios para Políticas de Salud (IEPS) y lecturer en la School of International and Public Affairs de la Universidad de Columbia.
Anna Petherick es coinvestigadora principal del proyecto Oxford COVID-19 Government Response Tracker (OxCGRT) y lecturer en la Blavatnik School of Government de la Universidad de Oxford.