Pablo Montoya, un autor comprometido con su tiempo

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La primera vez que leí el nombre de Pablo Montoya fue en las memorias del coloquio La sátira en América Latina organizado por la Universidad de la Sorbonne Nouvelle-Paris III, allí publicaba un artículo que se titulaba Fernando Vallejo: demoliciones de un reaccionario.


Español, lengua mía y otros discursos
Pablo Montoya

Sílaba Editores
2017

Entre otras cosas, Pablo Montoya dice en el artículo que “En el caso de Fernando Vallejo la diatriba es una forma elaborada literariamente de lo que en Antioquia, su región natal, se llama la cantaleta. Y la cantaleta no es más que un canto […] que de tanto repetirse y acudir a la invectiva atragantada se convierte en verbosidad agresiva que hace reír e incómoda las buenas conciencias, pero que también se torna fatigante monotonía”.

 

Qué inteligente (y qué cojones tiene), pensé.

Hace falta no solo una dosis abundante de carácter, sino además criterio, libertad y una pluma crítica muy entrenada para resumir con tanta contundencia –como lo hace el autor del aclamado Tríptico de la infamiael espíritu y el estilo de la obra de Fernando Vallejo.

Quienes lean el artículo completo, y el resto de su trabajo como ensayista y crítico literario, verán que su argumentación es el producto de la investigación y el análisis riguroso, y que contiene la hondura, la ecuanimidad y la inteligencia que Gutiérrez Girardot, Hernando Téllez y García Márquez le reclamaban a la crítica literaria en Colombia.

El mismo rigor e inteligencia acompañan toda la obra de Pablo Montoya, sus libros de poesía, de cuento y sus celebradas novelas.

A pesar de todo esto, su nombre no se hizo popular (era un autor muy consultado por la academia, que es una forma de la elite) sino hasta la publicación del Tríptico de la infamia que recibió, entre otros, el Premio Rómulo Gallegos y el Premio José Donoso. 

 

Foto tomada de la revista Libros y Letras

 

Esta afortunada circunstancia ha traído a la superficie su obra narrativa y poética, pero ha ensombrecido su trabajo como crítico y ensayista.

Pues bien, Español lengua mía y otros discursos recoge –justamente–, los discursos que el autor escribió y pronunció en los diferentes eventos latinoamericanos en los que recibió reconocimientos por su trabajo.

Estos discursos, publicados por Sílaba Editores, sintetizan una buena parte del pensamiento crítico del autor, sus posturas y opiniones frente a la literatura colombiana, la idea de una tradición literaria en el país y, sobre todo, sus reflexiones sobre lo que implica ser colombiano, para bien o para mal.

“El mundo en que vivimos nos remite a la noción de infierno”, inicia diciendo Montoya durante la entrega en Chile del premio José Donoso.

Entendemos a qué se refiere cuando, poco después, agrega “[…] yo diría que ser colombiano es, más bien, portar sobre los hombros el peso de múltiples ignominias […] ¿Para qué sirve escribir en medio de ese albergue horadado?”.

 

Foto tomada del blog NTC Narrativa

 

Si consideramos que Español lengua mía y otros discursos recoge cinco textos, de cinco ceremonias, en cinco lugares diferentes, decir que esa pregunta moviliza todo el libro es decir que moviliza las inquietudes intelectuales, creativas y existenciales (todo parece lo mismo) de Pablo Montoya.

Sí, Pablo Montoya es un escritor comprometido, pero en el mejor sentido de la palabra. Comprometido, antes de todo, con la literatura y el arte.

Comprometido también con una realidad que, como pocos, acepta mirar de frente a pesar del padecimiento y la angustia que esto supone.

Sin eufemismos, Montoya nombra su realidad (que es también la nuestra), una realidad que ha observado, estudiado y sintetizado en los textos que componen Español lengua mía y otros discursos.

Y como ocurre en todas las guerras –dice refiriéndose a la guerra colombiana–, esta tiene un rostro deforme y sus pretensiones están enraizadas en el engaño. Demuestra, con amplitud, que en Colombia hemos sido gobernados por una clase política voraz y corrupta. A la cual ha respondido una subversión frenética y errática. Y entre ellas, o al lado de ellas, o producto de ellas, porque desde la Colonia hemos sido un territorio sometido por el contrabando y la rapiña, se ha instalado el narcotráfico. Y de esta confabulación han surgido las bestias del paramilitarismo y las bandas criminales.

Estamos ante un autor que piensa que el optimismo es una ingenuidad y, sin embargo, enarbola el arte como una antorcha que, como el mismo dice, “está siempre a punto de apagarse” y que “es una de las maneras que existen para dignificar al hombre en su capacidad de resistencia y la más paradigmática para mostrar su deterioro”.

 

Foto tomada de diario UChile 

 

Esta tensión entre la visión hostil de la realidad y el papel “restaurador de la palabra” literaria, unifica toda la obra de Pablo Montoya, pero solo en Español Lengua mía y otros discursos se expresa de manera directa, revelando el lugar desde el que el autor mira su realidad y la pronuncia: la periferia.

Su condición de rebeldía, de periferia, no es solo ideológica sino además física: “Mi obra –dice– ha sido escrita desde hace más de veinte años desde una cierta periferia. La periferia que representan todas las ciudades colombianas que no son Bogotá.

Esta condición le ha dado la libertad para evaluar, sin los afanes del espectáculo, la tradición de la literatura colombiana y latinoamericana.

Así, se atreve a expresar su desacuerdo ideológico con autores como Mario Vargas Llosa de quien dice que es “un figurín de portada de revistas jet set” y un “defensor de las democracias neoliberales y sus líderes turbios”; y a rebatir las posiciones de García Márquez frente al “problema” de la tradición literaria colombiana.

Contrario a la opinión de García Márquez, quien afirmó hace ya tiempo que no había tal cosa como una tradición de la literatura colombiana, Pablo Montoya nos deja ver en Español lengua mía y otros discursos, que el autor de Cien años de soledad pareciera confundir el asunto de la tradición […]  con la calidad estética de unas obras literarias de la modernidad”.

A esta visión reduccionista Montoya opone una idea de la tradición que incluye no solo los picos sino además los valles de su estética, y que considera la deuda histórica de autores como García Márquez con la historia de la joven literatura colombiana.

Español lengua mía y otros discursos, entonces, deja ver la lucidez, la inteligencia y, sobre todo, la rebeldía de un escritor que se niega abiertamente a bajar la cabeza ante la autoridad cuando esta autoridad es la promotora de la barbarie, el reduccionismo y el fanatismo.

Un libro que se puede resumir con una palabra: honestidad.

 

Foto tomada de Alba ciudad

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