Esos besos que te doy, la reciente novela de Esteban Carlos Mejía, hace parte de “Trilogía de espaldas a Medellín”. En alrededor de cuatrocientas páginas nos cuenta una ciudad que crece como un animal encerrado. Una ciudad que se narra a sí misma, sin escrúpulos.
Esos besos que te doy
Esteban Carlos Mejía
Colección Trazos y sílabas
Sílaba Editores
Páginas: 404
2016
El ritmo constituye la esencia del poema: el poema es música verbal. La poesía, dice José Manuel Arango, es un baile: una danza donde la bailarina no vuela, pero semeja que volara.
El poema es un organismo vivo, palpitante, que existe a través de la música y resplandece con un ritmo casi imperceptible en las emociones del hombre, pero que se percibe en el fondo.
El poema es la metáfora de la música: la música escrita, hecha palabras que, en consecuencia, llegan al límite del lenguaje común.
La literatura ha tenido la necesidad de contener un ritmo, una música, una exquisitez para el oído, una elocuencia y una claridad.
Y, misteriosamente, en la novela a veces se vierte todo un ritmo, cuyo compás tan breve, tan punzante, parece que nos rompiera el silencio.
Esta vez, pues, toda la musicalidad la contiene Esos besos que te doy, una novela de Esteban Carlos Mejía, que hace parte de “Trilogía de espaldas a Medellín”, donde esta vez, vuelto fuego, termina con las migajas que dejó después de I love you putamente.
Retorna, como una lluvia menuda, a borrar las huellas del paisaje, revelando los gérmenes de una nueva narración.
Esteban Carlos Mejía, un autor antioqueño que recibió toda una tradición narrativa que soslaya el arte de contar lo cotidiano de Manuel Mejía Vallejo, la irreverencia de Fernando González, el hachazo certero del lenguaje con Fernando Vallejo.
Dueño, pues, de toda una literatura, Carlos Mejía, le bastan alrededor de cuatrocientas páginas para contarnos, a través de su posición, una ciudad que crece como un animal encerrado.
Constantino Cavafis, sin duda, nos cantó la ciudad que perdía, esa obra escénica que se deshace ante los ojos.
Finalmente, en Esos besos que te doy, la ciudad se traza como un personaje que, estéticamente, se narra a sí misma, sin escrúpulos, ilustrada con suficiente precisión.
Sabe, entonces, como aquella afirmación de Víctor Hugo: “la ciudad como el libro de piedra”.
Tomada de Travel to Colombia
Hay, en esta Medellín, un paseante que lleva la ciudad como una forma abreviada de existencia.
Camina, el pícaro Víctor Yugo, semejante al Periquillo Sarmiento, pícaro casi natural, busca su vida, tanto como quién pierde un recuerdo, en unas calles que no llevan a ninguna parte.
O sí, esta vez, a la casa de Alabama Faulkner, la modelo más sexy de Colombia, lugar donde las imágenes del pasado pesan como un imán.
“Atravesé Bolívar, a la sombra de la estación del metro, pasé por un costado de la Plazuela Nutibara, agarré por Palacé hasta Maracaibo y subí sin atisbar siquiera las vitrinas ni hacerle caso a los fenicios que invadían las aceras con su amplia oferta cultural y lúdica.”
Sin desparpajo Carlos Mejía, con personajes olorosos a cigarrillo, que la vida los lleva hasta el desbarrancadero del mundo, que se dibujan y se desdibujan a diario, porque su naturaleza es de humo, narra los trozos de una realidad que vive, que se expande con aire convaleciente.
Su personaje, Víctor Yugo, vive un diciembre antioqueño donde el alboroto trae, desde lejos, todo lo ausente. Advierte, con una descripción de quién ama, nuevamente a la ciudad, y entra a esta, con la remota alegría que trae el diciembre:
“Diciembre en Medallo. El cielo, sábana gris o cobija de lana, amaneció caótico. Acurrucado detrás de unos manojos de nubes, el sol caldeó la temperatura con apatía. Aun así, sentí el hervor del calcio en las concavidades de mis huesos. El bochorno de la mañana hizo que algo se me retorciera por dentro. Por unos instantes, oh paradoja, me quedé sin ilusiones y sin esperanzas.”
Ahora bien, Esteban Carlos Mejía nos recuerda, en cierto modo, un viento picaresco dentro de la obra.
Está, entre tanto, Víctor Yugo, un hombre sin límites, infatigable en asuntos sentimentales, propietario de una música verbal donde el lenguaje es directo, sin escrúpulos: las mismas palabras antes y después de fornicar.
Construye a lo largo de la obra un conjunto de experiencias eróticas tan sutiles como toscas, donde el lenguaje posee una naturalidad que afecta al lector que se priva con sus cautelas, porque Carlos Mejía rompe los mantos del pudor.
Esta novela, que consta de una construcción que parte de lo cotidiano, en medio de una tradición que sin lugar a dudas, nos recuerda un Tomás Carrasquilla. Esta vez, un Carrasquilla que nos narra lo urbano, en otro tiempo, pero siempre con una dosis letal de humor y picaresca.
Carlos Mejía pasa del amor al sexo, a la ciudad, al arte, penetrando en los detalles como aquel cuento de Yourcenar, donde Wang-Fo se salva perdiéndose, dejando apenas viento.
En medio de su prosa rítmica, infatigable, según se siente en la lectura, sacude al lector para que el mismo encuentre su propia música y asuma que, en contra de todo, en la brusquedad, quizás, está la profunda suavidad de todo.
Wang Fo – Yourcenar