Leo en internet- porque los medios impresos emigraron por estos días a la dimensión desconocida- que una estrellita de la farándula colombiana se mandó confeccionar una costosa y lujosa colección de tapabocas para su uso exclusivo mientras dura la “emergencia sanitaria”, el eufemismo acuñado para nombrar la pesadilla.
Tendría que asombrarme, pero no. Comprendo a la muchacha: para ella el Covid-19 debe ser apenas una nueva moda llegada desde la glamorosa China de comunistas multimillonarios, donde pasó vacaciones con su novio futbolista hace apenas un año.
Ya pasará, como los peinados, los teléfonos, los autos y los destinos turísticos.
Después de todo estas criaturas no crecen, y en el mundo de Peter Pan no hay cabida para la dosis de muerte y dolor que hoy tiene sumido en el insmonio al planeta entero. A propósito, leí también en internet que la venta de somníferos ha crecido de manera exponencial desde que empezó la cuarentena en distintos lugares del planeta.
¿Padecerá de insomnio esta muchacha?
Sospecho que no: debe creer que un tapabocas de lujo la pone a salvo de los horrores del mundo. Después de todo, cada cinco minutos recibe mensajes en su teléfono móvil, en los que se habla de muertes de viejos, de negros, de enfermos crónicos, de inmigrantes sin papeles, de mendigos, de pobres.
Nada que ver con su mundo de gente bella, en todo caso.
Traigo a cuento a la modelo, porque su caso sirve para ilustrar la fragilidad de una vieja idea que, de manera cíclica, alienta en algunos pensadores la esperanza de que todo va a cambiar, a resultas del violento impacto producido en la sociedad por guerras y pestes.
Según esa percepción, el dolor inherente a la guerra y la peste desencadena una suerte de despertar a otra dimensión de la realidad, cuyo punto de partida es lo que los viejos teólogos llamaron “Examen de conciencia y contrición de corazón”.
Esa instrospección obligada llevaría a la gente a identificar y enderezar los erráticos caminos seguidos hasta ahora por la humanidad.
Una mala noticia: la gente no está en casa ensayando exámenes de conciencia sino viendo televisión y jugando a inventarse un nuevo avatar en las redes sociales.
Un vistazo a los libros de historia, a la poesía, a la filosofía y a la literatura de todos los tiempos nos permite identificar un destello de luz en medio del pesimismo y la confusión.
“Ahora sí, todo va a cambiar y los hombres seremos mejores”, nos advierten en algún recodo de su obra esos testigos de momentos extremos.
Pero no tardamos en descubrir que sus mensajes son menos una certeza que un consuelo: la tabla de un naúfrago a la deriva en altamar.
Una vez en tierra firme, la gente vuelve a las andadas, no tanto por contumacia, como por el hecho de que las pulsiones encargadas de definir los actos humanos siguen siendo las mismas, milenio tras milenio: el impulso sexual, la codicia, el odio, la violencia, el afán de competencia, la envidia. Es decir, las fuerzas que perfilan los múltiples rostros del poder.
En realidad sólo cambia el ropaje, la apariencia, los recursos tecnológicos. Lo demás, es decir, lo importante, sigue igual.
Sucedió en tiempos del Imperio Romano, por ejemplo. No olvidemos que su decadencia coincidió con el ascenso del cristianismo, una religión definida en sus inicios por la esperanza de tránsito hacia una vida mejor y convertida después en una burocracia sin propósitos trascendentes.
Con el paso de los siglos, asistimos al advenimiento de otros acontecimientos devastadores: las revoluciones francesa y rusa, las dos guerras mundiales. Y en el entretiempo, las pestes, ese recurso extremo de la vida para poner al homo sapiens en su sitio y recordarle su fragilidad, el talante pecaminoso de su soberbia.
Y en medio de todo eso, la siempre latente promesa de un cambio sustancial.
El hombre cree dar un salto hacia adelante, sólo para descubrir que sus propios demonios se le adelantaron y a duras penas le dejan una salida: volver a empezar, como un Sísifo redivivo.
Repito que comprendo a la chica del tapabocas de lujo. Como todo en este tiempo, ella también es un producto en el mercado, con código de barras y fecha de vencimiento. Es algo que aprendió bien temprano en la vida. Por eso confía a ciegas en su tapabocas exclusivo. Su pequeño universo está hecho de esas cosas. La imagino a solas en su habitación, ensayándolo como si fuera la máscara de Gatúbela, o algo así. A lo mejor se acompañe de una suerte de conjuro contra la adversidad.
Lo peor que podría sucederle es un cambio en el mundo de afuera cuando pase la plaga. ¿Sobre qué valores podría sostenerse? Lo mismo le ha sucedido a la humanidad con el transcurrir de los siglos.
Me conmueve de veras su desamparo, su ingenuidad. Rezo para que la peste no toque a su puerta y se vea obligada a asomarse a la ventana para elevar una última pregunta a las sordas divinidades del mercado:
¿Por qué me habeís abandonado?
QUERIDO Y LEIDO LIC.GUSTAVO. ES UNA ALEGRIA DISFRUTAR TUS ARTICULOS CUESTIONADORES. AGEADABLE JORNADA PARA Y CONTAME COMO ESTAS. UN ABRAZO, CON SALSA Y CONTROL,JAVIER…GRACIAS POR TENERME PRESENTE EN TU VIDA.
Siempre me complace su presencia en este diálogo, apreciado Javier. En cuarentena, internet suple con creces el papel de las viejas y queridas cartas. Y con entrega inmediata, que es lo más gratificante de todo.
MUCHAS GRACIAS.AGRADABLE JORNADA PARA HOY,LIC.COLORADO. JAVIER.
Mil gracias y que tenga un muy buen día, apreciado Javier.
Mis corresponsales en el mundo de la moda me dicen que los creadores de Milán, París y Pereira están muy atareados dibujando tapabocas (o barbijos, o mascarillas) para diferentes usos: para besar, para beber, para ir al dentista, para firmar autógrafos, para… en diferentes telas, formas, con agujeros, sin agujeros, con/sin flecos, con el escudo del Barcelona, haciendo juego con la bufanda, con Messi, con Mbapee, con Haland, con Radamel Falcao, con orificios para deslizar el dedo, el escarbadientes, la… en fin, todo está abierto al ingenio moderno. Ya sabemos que el arte moderno imita al antiguo (vean a Picasso) de modo que el inevitable desenlace de todo esto será la proliferación de tapabocas y máscaras tradicionales. Las tradiciones más ricas, por supuesto, son la veneciana y la musulmana. Las máscaras venecianas son recomendable para fiestas y aquelarres (de esas con brujas muy pero muy malas y zafadas), las musulmanas, más recatadas. Pueden elegir entre decenas de modelos Abaya, Amira, Audhani, Battoulah, Boshiya, Bukhnuq, Burqa… Aconsejo buscar en internet imágenes del velo tipo Battoulah, una obra de arte fabulosa. Esa es la que regalaré a mi mujer uno de estos días.
Ja,ja, ja,ja. Espero que no vayan a abusar de usted con los precios y acaben muy menguados sus ahorros, mi querido don Lalo. De por si, los tapabocas más humildes se convirtieron en objetos de lujo, con presencia en la bolsa de valores y mediados por la especulación pura y dura.
Ah… otra cosa : fíjese bien a la hora de recibirlos, no vaya a ser que le resulten truchos o confeccionados por mano de obra explotada en algún país de Centroamérica o Asia.
Gustavo, esas reflexiones oportunas, ayudan a reafirmar lo ya escrito por ti en otras columnas; la indiferencia que el estilo de vida consumista e individualista sigue forjando en la mayoría de las personas del planeta lamentablemente no cambiara y como en la segunda guerra mundial la banalidad y el apogeo de las modas y los grandes diseñadores se dispararan. Nada se aprende y la mayoría seguirá subida en el carrusel de la estupidez.
Que bueno tenerla de nuevo por aquí, Martha. Usted lo ha dicho: la idea de que todo- o al menos algo- va a cambiar después de la peste no deja de ser otro engaño de la esperanza, “esa puta de vestido verde”, como la definiera Julio Cortázar.
Muchas gracias por el diálogo.