Por, John Harold Giraldo Herrera |
Cuando estamos desde la butaca y pasan sobre nuestros ojos y sentidos, los gestos y los pasos, las voces y el ambiente de una obra que nos sacude desde el principio al relacionarnos con la violencia y la pérdida de quienes defienden la vida, no sólo volvemos a una serie de ciclos que hemos repetido, sino que nos comprometemos con nuestros silencios y emociones frente a ese fenómeno.
He visto la obra teatral ganadora del Tercer Concurso Intercolegiado de Vive la Cuenca, llamada La Maestra, una adaptación libre y contextuada de los textos de Nicolás Buenaventura.
Poder presenciarla es vivir una experiencia fuerte y plena de significados.
Al ver la obra encontramos esos rastros del recorrido de una nación silente, perturbada por la ley de la sangre. Bañada en gritos de dolor, embadurnada con la indiferencia. De entrada, nos advierte un narrador de lo que se nos avecina: “Esta es su historia”, la de esos marginados, la de los donnadies, personas hechas estadísticas, de refugiados de la desgracia, de arrinconados por los signos de la vergüenza y la fatalidad.
Pero esa es una dimensión, de por lo menos, otras tres que usted podrá explorar, si sigue la de los territorios y sus riquezas. Un asunto de agenda prioritario: lo ambiental y la necesidad de pensar las urgencias que nos demanda; simultáneo a eso, nuestro deber de participación. Podemos escoger entre seguir dejando pasar o actuar. Y lo último, pero no menos importante, está esa animación y fervor por lo que somos, las identidades, las búsquedas, los fracasos, los recovecos del existir.
El mérito, además de ser un apremiante ejercicio de memoria y de recreación de varias de las dinámicas con las que convivimos, es el de extendernos un puente para atravesar el lado de indolencia y percatarnos que hay unas mujeres con sus llantos y esperanzas, con sus miedos y anhelos, que como bien lo profería el teatro griego, actúan como coro, como pueblo, como la voz enterrada y hecha palabra -recuerdo, palabra-acción. Al tiempo, es vanagloriarse de lo que un grupo de jóvenes, motivados y cubiertos con la fuerza de crear(se), entran en escena y nos cuentan con sus cuerpos y actuaciones, también con sus dolores y pesadumbres, las narraciones de lo que padecemos.
Desde los rincones de un colegio, el profesor líder del proceso es Jorge Mario López. Lleva en su piel y capacidad de creación, la vieja y nunca caduca idea, de que en el arte, los estudiantes encuentran un modo de reconocimiento. Luego, cuando existe tanto qué ver, un mundo repleto de imágenes circundantes, de estímulos a los sentidos, de persuasiones por hechos banales, es un bálsamo asistir a una obra de teatro, en donde nos encontramos en la contracara de una cultura espectáculo que nos sustrae y entretiene con superficialidades.
Habría qué inquietarse: ¿Cómo y con qué energías un docente e institución permiten la activación de unos jóvenes para abrazar la vida y ofrecerles un espacio para sí mismos? Cuando prima la inactividad y la desconexión. Un hecho así nos llama la atención y devuelve un ejercicio de regeneración.
El poder de la obra es ponernos de nuevo sobre lo ontológico, y dejarnos rodando frente a los derechos básicos que debemos defender. Ese relato de La Maestra no hay que verlo, sino emocionarlo, interiorizarlo, dejarlo que sea como un embrión que poco a poco madura. La intensidad no sólo logra sacarnos lágrimas y conmovernos, sino que también nos cautiva con sonrisas, vuelve la mirada sobre nuestros recursos naturales y nos permite ahondar en esas heridas que debemos sanar, para ponerle freno a la barbarie.
La Maestra, no nos complace, una serie de estudiantes se inquieta por ella, uno más la extraña y se pregunta ¿Dónde está? Su voz se entreteje y se dispone como un vacío insoportable. Luego vemos cómo se feria la vida, como si se tratara de objetos movibles. Y de nuevo esas mujeres asumen el papel de las que alertan, no se quedan quietas y entrelazan sus fuerzas para impedir que nos gane el dejo y la desidia.
La butaca se mueve y el público en compenetración con ella se deja mecer por sus episodios, por el juego de luces, por los discursos que nos cuentan con detalle la zozobra, el malestar, la rabia, el despertar de la quietud, el avizorar un refugio, y saber que lo fugaz de nuestros pasos ha de dejar una marca. Y este grupo de estudiantes ha dado una clase de memoria, ha reunido varias de las asignaturas que les legan sus maestros y el propio colegio Inem Felipe Pérez, con un tesón que hace sentir orgullo.
Ganaron y pudimos ver el fruto de sus esfuerzos propositivos. Seguro como ya lo dijo Carlos Vicente Sánchez, sería oportuno reabrir para los estudiantes de colegios y universidades el festival o un Intercolegiado de teatro, que desde las tablas nos muestren sus pensamientos. Así que si desde la Secretaría de Cultura de la ciudad de Pereira, se abre la descentralización y movilización de lo cultural, tendremos más aperturas para vernos.
Confío en que esta obra cuente con más espacios de difusión, nos estremezca y nos promueva un aliento, y como yo, que estuve en la butaca, pueda animar a cientos y miles a reconsiderar su posición y postura frente a nuestro tiempo.