La presencia constante de la muerte en la cultura mexicana palpita no sólo en los lugares de culto, sino en los objetos de uso cotidiano. Para la muestra , este breve texto de nuestro colaborador Gustavo Vargas, residente en ese país y de quien seguiremos publicando otros artículos.
Olvidamos la mirada del hacedor, sus muecas, el sonido de sus palabras. Olvidamos su nombre, poco nos interesa esa designación caprichosa al entregar un juego de llaves o una taza de café.
Recurrimos al movimiento de sus manos. Detallamos las hendiduras de la piel, los destinos cruzados en las líneas de las palmas, los rostros de ancianos formados en las articulaciones de los dedos. En una de sus muñecas cuelga un ojo de venado. En la otra se aferra un reloj de pulsera sin manecillas. Sobre la mesa de trabajo reposan los palillos de madera y los vaciadores. Serán el trazo, el orificio, la cicatriz, la carga de la muerte en los pómulos del barro inicial, esa posibilidad del todo.
Con los pulgares hundidos aparecen las cuencas de los ojos y la profundidad del mentón. La dentadura rechaza el disimulo de la carne. Es la carcajada, quebrante del silencio en un cementerio, la burla hacia las fotografías escondidas en cajones o los retratos empolvados bajo las mantas. El hacedor moja los pinceles en las pinturas de acrílico. Por eso los bigotes revolucionarios, los tatuajes de flores, las enredaderas de plantas, las cejas unidas. Y luego las calacas esperan al doblar la esquina, apretujadas en un mantel extendido cerca de un semáforo o en una tienda de recuerdos. Allí las encontramos, y sabemos cuál es la nuestra. Solo con tomarla recordamos un elote con chile y mayonesa, el recorrido por una feria, la máscara de Mil máscaras, el sonido de un violín, las décimas de un son. Cada memoria reunida en una calaca, el ofrecimiento de un punto de reencuentro cuando estemos en casa y demos forma a las manos que moldearon el barro.