Adheridas a las ondulaciones del Hudson, bellas postales de la ciudad de hierro y hormigón, son arrojadas a las aguas fluviales como hologramas de una cartografía cara a la elástica red del Hombre Araña. Anida en los aleros del Bovery la soledad de una gaviota extraviada en primavera, cuando intentaba superar la aguja art déco del Empire State. Dos gatas abisinias se pelean un mendrugo de pan de centeno en Fulton Street, mientras un latino, curtido en los sudores del part-time, mira pasar una limousine blanca y evoca la belleza otoñal y lejana de Sharon Stone.
Los parques de Manhattan concentran el brillo de la luz en el verano. Una chica gótica bordea la fuente de agua y refleja en el metal de sus pírsines la silueta de un aviso que señala la ruta hacia la Zona Cero. Una anciana de arrugas húngaras se deja llevar por un cenizo perro labrador que olisquea las huellas más recientes dejadas por un french poodle. El cuerpo encorvado y la palidez de ese rostro que tal vez lloró la muerte de James Dean, me hacen temer que este sea su último paseo. Vive en desaliento, el perro lo sabe e impone un ritmo tranquilo que le permita llegar de nuevo a la buhardilla de la calle 34. Una pareja de enamorados rastas se mete la mano en una banca que fue, hasta hace poco, la cama de un homeless, indiferente a la falsa amabilidad de los yuppies, ahora que descienden de los rascacielos en busca de un helado y una ensalada de vegetales. Sobre el prado y en ropa corta de playa, mujeres maduras y chicos rubios se entregan a una actividad silenciosa y ritual: están leyendo y pareciera que no hay nada más importante para ellos que estar leyendo.
¿Qué leen?, me pregunto. ¿A qué lugar del mundo serían transportados? ¿Qué trama arroja sentido a la existencia individual? Logro acercarme, sigiloso, a un chico que resume en su piel la ardiente arena de las playas de Long Island. El intruso no existe para él, solo el mundo que reside entre las páginas, solo ese imperceptible batir de alas, entre el ojo y la hoja, entre el sosiego corporal y el fino aroma que expelen las lisas fibras vegetales. Hay una alegre expectación en su mirada, una serena actitud en su cuerpo ágil. Una veta de sol toca la delgada superficie del libro abierto y el arte sucede en esa postal que pronto será noticia en las ondulaciones del Hudson river. Entre los ojos y la superficie de la celulosa expuesta al día, el misterio, el susurro gráfico de un mensaje directo, sin terceros.
La ciudad guarda prudencia en los contornos del parque, se contiene, eterniza el momento con su rumor de voces inmigrantes y esa lluvia eterna, de ruidos, extendida en las encrucijadas palpitantes. El juego de luces en los semáforos impone a la ciudad un ritmo lento, detiene por minutos el impulso cotidiano de un mapa en conmoción, a punto de estallar en sus arterias de túneles y redes ferroviarias. Así, el ritmo lento, el goce inolvidable sobre la dermis del prado, el libro expuesto en otra página, como la luz que autoriza en Chelsea Park tomar una ruta alterna, rumbo a los antiguos muelles que vieron descender de los barcos familias irlandesas.
Leer es un acto solitario, igual que caminar. También es un placer, como caminar una aventura placentera. Para llegar hasta allí, a la alameda de Tompkins Square y detener de algún modo el presente luminoso de esa cartografía rocosa que el Hudson atrapa en sus aguas migratorias, nuestros lectores debieron cruzar calles, avenidas, una plataforma levadiza, subir las escaleras del subte en Penn Station o atravesar en bicicleta la herrumbre de un puente que nos arroja o nos trae de vuelta al vecindario de Brooklyn. Nuestros lectores han cruzado las calles y avenidas donde abundan los psicópatas de Auster, los sastres de Talesse, los ebrios de Carver, las divas histéricas de Capote, los fantasmas de Mailer. Más allá de las pasarelas colgantes, un cielo azul registra, impávido, cómo las estructuras de metal y vidrio se aproximan a sus cristales de hielo.
Uno de ellos, acaso el más joven de los lectores, echó de menos la brisa refrescante de las diez en los senderos que trocan Central Park en territorio de duendes. La más adusta de las lectoras se dejó envolver por la mezcla de olores callejeros que impele los sentidos y se dijo que más tarde compraría gambas, cuencos de arroz y un poco de jengibre en Chinatown. Ambos habrían coincidido al cortar la muchedumbre de la calle doce, a la altura del 828 de Broadway, justo en la acera de Strand Books. Ambos tal vez se miraron y detallaron de soslayo lo que el otro llevaba entre sus manos. Desconocían que el destino los haría próximos y que la acción de leer y dejarse transportar a la realidad otra de sus libros, entraña una señal feliz para los bohemios del Soho. Algo habrá cambiado desde entonces en sus vidas: para ella, en la página 53; para él, en el renglón que se parte en la página 122. Algo habrá cambiado para siempre en la Isla de las colinas, pues el azar y acaso una secreta confluencia de los astros que brillarán más tarde en el cielo de New Jersey, los hará llegar, sin aliento, a una página en blanco al dar las tres la tarde en las campanas de St. Patrick.
Rumbo a la alameda y excitados frente a la belleza densa y transpirante de julio, los lectores entregan a la ciudad sus deseos más recónditos. Los libros absorben el calor del mediodía y permiten en sus lomos deslizar un misterio, el contenido reservado de una historia. Fuera de las vitrinas de exhibición la vida en ellos reclama el brillo veraniego. La ciudad habita entre los libros, como el deseo, como el silencio de un lector entregado a la música de una frase dicha en susurro para él.
La ciudad se confunde con el libro y a partir de lo confuso, la ciudad se lee en el paso atento del transeúnte solitario, radiante con la imagen de un libro a punto de estallar en sus entrañas: “Como un salmón que salta desde la noche, así es el alba de Manhattan en los últimos días de verano, así es este casco de ciudad que sabe a sed”. Así el libro, la irrepetible felicidad de un lector agradecido en el corazón agitado de una urbe de neón y bronce y hierro. Desde una azotea de East Village, el tímido Peter Parker vigila satisfecho su roca más preciada. Extiende su red arácnida hasta los secos árboles de Tompkins Square. No quiere incomodar, solo intenta saber qué leen las mujeres maduras y los chicos rubios del verano, ahora que la desnuda pasión de Mary Jane lo espera, bajo la luna caliente de una olvidada estación de Harlem.
Gracias profesor Rigoberto por hacernos sentir las lecturas de la ciudad y las lecturas en la ciudad. En este “acto solidario” en cuarentena, qué mejor que leer con nostalgia el mundo que ya fue, y que no es, y que tal vez no será…
Gracias a usted, profesora Mireya, por dejar que las palabras de la urbe la acompañen