“Vamos de pa´trás, como el cangrejo”, es un viejo refrán de los abuelos, acuñado para referirse a la involución, al retraso y a la incapacidad para reemprender el camino ante el asedio de la adversidad.
La frase alude también a la decisión de atrincherarse en el pasado para eludir desafíos desconocidos.
He escuchado bastante ese refrán durante estos días de cuarentena y confinamiento, sobre todo cuando se habla de la educación virtual impuesta por la pandemia de la Covid-19.
“Volvimos a los viejos vicios de las clases magistrales, donde el maestro impartía cátedra, asignaba tareas y las calificaba al día siguiente”, me dice- a través de la web, claro- Pedro Elías, un profesor de bachillerato formado en los mejores preceptos socráticos y agobiado por la rutina fantasmal generada por la cuarentena: sentados frente a sus computadores, estudiantes y maestros están pero no están.
En lugar del diálogo necesario para la formación mutua se impone la doble presencia de una ausencia.
Entiendo la preocupación de Pedro Elías y de muchos de sus colegas. Urgidos por las circunstancias, no podemos confundir la conectividad con la comunicación.
La primera es un recurso tecnológico de gran ayuda cuando las condiciones geográficas, las distancias y otros agentes externos lo imponen.
La comunicación en cambio, al estar soportada en el lenguaje, el acto humano por excelencia, implica un renovado viaje de ida y vuelta en el que las preguntas, las respuestas, los argumentos y el permanente interrogar al pensamiento juegan el papel central.
Esa es la esencia de la ironía socrática y de la mayéutica, dos métodos distintos y a la vez emparentados por el propósito común de estimular la activad mental y su principal propósito: el conocimiento.
“Desde que empezó la cuarentena, me la paso pensando, no en lo que puedan descubrir o aprender los chicos si no en cómo ocupar su tiempo libre. Al menos les llevo una ventaja: el mío lo dedico a atender mis obligaciones familiares. Así que cuando llega la noche estoy hecha un estropajo”, reclama a su vez María Angélica, profesora de básica primaria en un colegio privado.
De modo que, aparte de mal pagada, se siente frustrada.
Creo que de este malestar deben salir muchas cosas buenas, si queremos reivindicar y fortalecer el doble rol de la educación: de un lado, conservar y transmitir, renovándolo, el legado de conocimientos acumulados por la humanidad a lo largo de los siglos.
Del otro, enriquecer y transformar el ser interior profundo de cada criatura que nace al mundo, para hacer de ella a su vez agente transformador del entorno.
Ese ha sido siempre el propósito del pensamiento crítico, entendido éste último concepto como la capacidad de formularse preguntas y buscar respuestas que, dada la naturaleza del universo, siempre serán provisionales.
Si somos críticos frente al discurso fácil, empeñado en hacernos creer que la educación virtual llegó para quedarse, así a secas, podremos tomar los elementos buenos y superar los riesgos que acarrea consigo la aceptación mansa de los mensajes oficiales.
Porque la educación, para serlo a cabalidad, precisa del diálogo, de la discusión, de la duda, del cuestionar las aparentes verdades reveladas que ocultan siempre intenciones de dominación de las mentes y, por lo tanto, de las decisiones de las personas.
Sólo así podremos sortear las amenazas del unanimismo y del hombre dócil tan anhelado por todos los poderes del mundo.
Desde luego, el malestar no reina sólo entre los maestros. Niños y jóvenes están cada vez más habitados por el desosiego. Si los adultos los acusábamos de vivir conectados a sus artefactos digitales, ahora son ellos quienes nos acusan de hacer lo mismo con propósitos educativos.
“Estoy mamao de hacer tareas”, se lamentaba el hijo de un vecino que tocó a mi puerta en busca de ayuda para recopilar los nombres de los presidentes de Colombia, desde el grito de independencia hasta nuestros días.
En lugar de desecharlo, el malestar mutuo sería un buen punto de partida para un debate sobre las bondades y riesgos de las tecnologías y sus usos en los tiempos que se avecinan. A lo mejor descubramos un método- no olvidemos que método quiere decir camino– para recuperar el tiempo y el espacio expropiados por quienes hicieron de la educación un simple instrumento para acceder al mercado del trabajo y el consumo, privándola de paso de su condición más valiosa: su calidad de lente para asomarse tanto a las profundidades interiores como a la vastedad del universo.
Si lo vemos así, el aparente retroceso del cangrejo es apenas una estrategia para tomar impulso y afrontar el próximo escollo.