Por: Noé Jitrik, publicado en Página 12
En mi casa, cuando era chico, se comía todos los días pero no mucho ni demasiado bien; nadie, sin embargo, protestaba aunque tampoco enflaquecía, se hacía lo que se podía y asunto terminado; tengo la impresión, a lo lejos, de que todos (éramos siete u ocho) aceptaban, es más, algunos, mi padre con sus repetidos, y vanos, esfuerzos, y dos de mis hermanos, con sus salarios tan magros que daban pena, contribuían; yo mismo, apenas pude, me conchabé en un negocio de más o menos la misma categoría que mi casa sin que en ningún momento pensara que los tres o cuatro miserables pesos que me pagaban fueran a otro lugar que al bolsillo de mi madre.
Es claro que eso no impedía, por ejemplo, soñar, que era totalmente gratis. Por supuesto, la escuela, ese gran campo de experimentación de la vida, me ofrecía de cuando en cuando, invitado por algún compañero, echar un asombrado vistazo a otras casas en las que era evidente que se comía mejor. Y no sólo eso, sino muebles, ropas, enseres, celebraciones, un conjunto de felicidades que llenaban mi cabeza y mis sentimientos de lo que hoy puedo llamar una diferencia. ¡Pero qué diferencia! “Tener o no tener” tituló años después Hemingway una novela que nunca leí, mejor no enterarme, después de sentirlo, de qué podía implicar esa diferencia.
A nadie se le ocurría sentir envidia, no había tiempo para tal movimiento espiritual, que en algunos casos y personas es como un rito religioso, así como tampoco considerar que la política, el gobierno o lo que fuere, tenían algo que ver con esa diferencia: a unos les había tocado bregar con la pobreza, a otros sentirse protegidos por una suerte caída del cielo, sin la obligación de preguntarse, el niño rico, reivindicado años después por el inolvidable riojano, olvidado a su vez del inolvidable Quiroga, por qué él podía invitar a su compañerito y su compañerito a él no.
¿Qué enseñanzas me quedaron cuando al cabo de unos años habíamos todos empezado a comer mejor? Admito que la pobreza es una marca, puede olvidarse después de salir de ella pero es muy difícil desprenderse del todo de lo que significó: quien haya salido de ella ve las cosas de otro modo, al menos empieza a pensar en lo que significa pero no ya para uno mismo, que la padeció, sino para el conjunto social. ¿Ven las cifras actuales de pobreza e indigencia de la misma manera los exalumnos de la Escuela Nº 57, por decir algo, que aunque ya no sean pobres sino profesionales, políticos, gobernantes, prósperos comerciantes, escritores, etcétera, que los del Cardenal Newman, que ignoran la privación y no entienden ese cuadro de Ernesto de la Cárcova, “Sin pan y sin trabajo”, que dice casi todo sobre este asunto?
Tardé años en reconocer lo que esa manera de vivir me dejó. Una, que si bien salir de la pobreza mediante un esfuerzo muy digno, sin robar nada, sin envilecerse aplastándole la cabeza a nadie, sin pensar –y lograrlo– en ganar mucho dinero, confiere una sensación de bienestar, no le recomendaría a nadie que voluntariamente haga la experiencia, a menos que sea San Jerónimo, que se internó en el desierto comiendo vaya uno a saber qué, o Simeón el Estilita, que se subió a una columna y sólo comía lo que le traían los pájaros; quienes soportan esa experiencia es porque no les queda otro remedio, yo diría, para que no se crea que pienso que ser pobres es una condición, no que son sino que están, pero que tienen la suerte de formar parte de las estadísticas que elaboran pacientemente la UCA o, con más retoques, el INDEC.
Otra cosa, considerando que la beneficencia sólo beneficia a los que pretenden que la distribuyen pero que no hacen nada más que distribuir(se) buena conciencia pero nada que cambie y ni siquiera morigere la pobreza, y que la imagen de lo que se derrama después de que está llenísimo el vaso de la riqueza es una falacia cínica y obscena, fue que hay que estimar toda tentativa política de sacar de la pobreza a todos los pobres que tratan de hacerlo sin lograrlo por sus propios esfuerzos o medios. Es obvio que estoy aludiendo a lo que promete, y empieza a cumplir, un Gobierno que deja atrás, me refiero a la Argentina y no al mundo entero, lo que el anterior se empeñó en agravar.
Por fin, otra cosa fue entender que el problema principal, que afecta a toda la humanidad (¿también a los países nórdicos?), es un viejo fantasma que había sido soslayado, producto de viejas injusticias y desigualdades, y que hoy aparece con un enorme grado de autonomía, un sistema que parece imbatible y quepuede formularse así: “la pobreza frente a la riqueza”, o sea, puesto que es un conflicto, “pobres contra ricos” –una rabiosa y constante demanda de los pobres o bien una resignada pasividad–y el inverso “ricos contra pobres” –una sinuosa imposición, una promesa de eternidad, las cosas son así y que cada uno se las arregle–.
Ésa es la cuestión, es lo que hay que arreglar; eso no parece quitarle el sueño a los charlistas de la economía ni a los orgullosos conductores de las finanzas o de los organismos internacionales, un arreglo que nunca regocija a los ricos y a los pobres les hace creer que podrían dejar de serlo. De eso creo que se trata y no veo que nos estemos aproximando a terminar con el conflicto y cerrar la brecha que implica hasta el punto no sólo de llegar al puerto de “no más pobres” (sin necesidad de que estén muertos) sino de erradicar de la mente de casi todo ser humano lo que el capitalismo instaló, o sea lo que significa “tener” y “no tener”.
Montados en esa opción, los que más tienen crearon, como si fuera una necesidad que pedía respuestas, el “consumismo”, que pocos asumen porque es de baja estofa pero que muchos, muchísimos, practican, incluidos los que “no tienen” y que, para “tener”, venden su alma al diablo, o a los bancos o a los comerciantes. ¡Qué dilema! Para muchos es dramático, endeudarse, comprar, creer que se ha salido de la pobreza porque se “tiene” lo que los ricos tienen, en lugar de considerar que desde ella y sus límites se trataría de salir de lo que parece ser un dictado del destino, serás pobre hasta la muerte, no hay nada que hacer.
Me doy cuenta de que, fastidiado por una situación permanentemente invocada y que determina no sólo actitudes — compadecerse del condenado a vivir en una villa evitando pasar por ahí, despreciar al que pernocta en un portal, darle una moneda al trapito, etcétera–, sino políticas -–mejorar jubilaciones, permitir trueques, dar aguinaldos extra—he estado razonando sobre comportamientos y situaciones que afectan a personas, incluso con un tufillo moralista, pero acaso sea posible pensar esas mismas ecuaciones en otra escala, por ejemplo en el país, que es lo que más interesa, como si el país fuera una persona, un dador que evalúa lo que puede dar con lo que tiene para dar o, carente de “tener”, con aquello que puede conseguir.
Lo peor que puede pasar es que haya una auto condena a pensar en términos de un “tener” sólo comprable y que, en virtud de un falaz discurso, haga creer que se ha salido de la pobreza, desdeñando lo que efectivamente se “tiene”. Y eso que la Argentina tiene son tanto enormes recursos que la naturaleza ha prodigado y de los cuales se habla sin parar, desaprovechados o enajenados, como su gente, hábil e ingeniosa, creadora y fecunda.
¿Por qué, entonces, esa necesidad de endeudarse? ¿No es una locura creer que la deuda impagable es una puerta abierta a la salida de una pobreza? Aludo, es obvio, a lo que ha definido a un gobierno que, iluso o criminal, ha consagrado la pobreza y ha enriquecido a la riqueza. Que no es ésa sino la que se forja con lo que se tiene y jamás con lo que sólo a los ricos enriquece y en los pobres languidece.
¿No será, entonces, cuestión de que el país termine de una buena vez por aceptar la pobreza y desde ella decidirse a generar lo que permita ir a otro lugar, de menos ricos y menos pobres, menos contentos los ricos y más esperanzados los pobres, con menos soberbia aquéllos, con menos resentimiento y envidia los otros?