En el mercado del narcotráfico CeroCeroCero es el código utilizado para referirse a la cocaína con mayor grado de pureza. Ahí empieza todo.
Como un moderno Eneas aventurado en los pasadizos del infierno, el escritor italiano Roberto Saviano emprendió en Gomorra un descenso a las entrañas de Nápoles, su ciudad natal, y nos trajo de regreso la visión de un entramado de corrupción, crimen y componendas, por lo demás común a un mundo donde las promesas siempre incumplidas del consumo como expresión casi religiosa del capitalismo se ven frustradas por la humillante pobreza de quienes son excluidos del banquete.
Esa es una de las trampas de la sociedad contemporánea: frente a la exclusión solo queda el delito como forma de reivindicación.
Con ese precedente, el inevitable segundo capítulo fue CeroCeroCero, un relato hilvanado con el vértigo que caracteriza al mundo de la cocaína. El del consumo personal y el de su producción y comercialización. Quizá no es casual que cocaína y capitalismo empiecen con la letra C. Como si los vocablos formaran un código para descifrar las claves del mundo moderno. Los dos son en esencia egoístas: basta con mirar a un adicto atiborrándose la nariz y el cerebro de polvo blanco y a un tiburón de las finanzas saltarse todos los fundamentos éticos para amasar una fortuna para entender esa especie de hermandad de sangre entre las dinámicas del capital y las del negocio de las drogas.
Una hermandad que trasciende las llamadas leyes de la oferta y la demanda.
Porque la cocaína es una droga inventada a la medida de los mitos, anhelos y realidades del hombre moderno: abarcarlo todo, tenerlo todo, derrocharlo todo, olvidarlo todo. Sus efectos físicos y mentales están concebidos para que los hijos de la producción, el consumo y el derroche puedan resistir las cadenas que ellos mismos se han impuesto: horas de oficina sin límites, diversión sin fronteras, compra y venta las veinticuatro horas del día, interconexión permanente, erecciones y orgasmos sin tregua… o al menos hasta que la mente y el cuerpo resistan.
La premisa de Saviano es simple y brutal: transcurrida la primera década del siglo XXI, no existe parcela del mundo que no esté surcada por la cocaína y sus efectos en la vida personal y social. Ansiedad, vértigo, paranoia, crueldad, corrupción y violencia son algo así como los síntomas de un mundo que hizo del hedonismo y el dinero la única forma de trascendencia. De allí que las páginas introductorias del libro sean un recuento de las situaciones y protagonistas involucrados en el consumo de cocaína. Porque el consumo es el que explica la oferta, así como los imperios y desgracias que sobre ella se construyen.
Con esas pautas el escritor elabora y comparte con nosotros su propio mapa del infierno: México, Estados Unidos, Colombia, Rusia, África, Asia Central: ningún rincón de la tierra escapa a la ruta de ese polvillo blanco en cuyo negocio están involucrados banqueros, latifundistas, guerrilleros, políticos, policías, modelos, reinas de belleza, obispos, estrellas del espectáculo, deportistas y periodistas. Nadie escapa a sus salpicaduras. Dicho de otra manera, la cocaína es la confirmación de una vieja sospecha: no hay inocentes en el mundo de los humanos.
En las primeras páginas de CeroCeroCero Saviano nos lleva hacia el lugar donde un capo imparte entres sus iguales una especie de decálogo de la mafia. Se trata de un código ético al revés, en que el único valor es el poder, ya sea expresado a través del dinero, las armas o el miedo. Leyéndolo, uno entiende mejor los terrenos por los que transitamos los ciudadanos de estos tiempos: huérfanos de los viejos sistemas de valores, vamos por el mundo a merced de toda suerte de organizaciones delincuenciales.
Poco importa si operan dentro o fuera de la ley, porque su expresión última es una pesadilla en la Zona Cero.
En un mundo donde tantos savonarolas de ocasión tratan de enseñarnos cómo seguir el buen camino, es un alivio escuchar a gente valiente como Saviano.
Mi querido don Lalo: este Saviano le tocó los huevos a la mismísima Camorra napolitana y ahí va, rodeado de guardaespaldas, pero repitiendo su consigna: escribo, luego vivo.
Leo en El País “[Robert] Graves decía que se dedicaba a la crianza de perros, la prosa, para poder tener un gato, la poesía”. Y más adelante “Ava [Gardner] le pidió que le enseñara a leer poemas y Graves le dijo que ‘batear el cedazo en busca de pepitas de oro puede ser un trabajo muy aburrido. Los poemas son como las personas. Hay muy pocas auténticas a tu alrededor’, y la poesía ‘no tienes que entenderla, tienes que disfrutarla’, pues ‘la poesía realmente buena siempre tiene un sentido personal, inmediato y sencillo, nunca es aburrida y adquiere más sentido cada vez que se lee’.”
Pensé que te gustaría.
Qué maravilla esa cita del gran Robert Graves, mi querido don Lalo. Esa historia de los perros y el gato constituye en sí misma un poema que lo sintetiza todo. Es prolijo el camino perruno que conduce a la gatuna revelación del instante en el que se concreta el poema: la pepita de oro.
Mil gracias por ese regalo.
Un abrazo y hablamos.
Gustavo