Fotografías de Rodrigo Grajales
Los días idénticos –pero tan distintos– transcurrían entre el encierro monótono a ratos, angustiante y opresivo las más de las veces. Así cada uno iba a ser esclavo “del sol y de la lluvia”, como dijo Albert Camus en su célebre novela sobre la peste en Orán, y el fotógrafo no se quedaría ajeno a esa profecía (¿o debo referirme a ello más bien como una condena, una fatalidad impuesta por fuerzas aciagas y descomunales sobre las que no hay control posible, fuerzas que sobrepasan incluso al sol y la lluvia?). El fotógrafo, de nuevo encontró en los brillos particulares de un día especialmente soleado o en las sombras que se perfilaban repentinas durante un amanecer tormentoso, las señales minúsculas que conjuran la monotonía del confinamiento.
La monotonía devino pues en gesto repetitivo y luego en exploración detallada de esa repetición: las variantes de un mismo rostro, los encuadres novedosos para el mismo modelo, los exteriores e interiores según el estado de ánimo, las citas literarias caóticas que no parecen llevar orden alguno, regidas por el capricho de ir deshojándose al azar.
El confinamiento, semana a semana más largo e incierto, prometía un fin que acabó convertido en larga sucesión de aplazamientos. Desde el día sesenta de la cuarentena Rodrigo Grajales comenzó a intuir ese final. O mejor: comenzó a determinarlo, a imponerlo según su criterio. Primero lo fijó para el día noventa, después para el día cien, luego lo extendió diez días más. Imaginó autorretratos con corazones de cerdo, con máscaras mortuorias, con flores y velas que evocaban –obvio es decirlo– un funeral. O varios funerales, ya que el final nunca llegó.
“Morir cansa. ¡Cuántas cosas murieron en estos años, y yo con ellas!” podría repetir Grajales, aunque estas palabras no son suyas, sino del Negro, un personaje de la película argentina Sur dirigida por Pino Solanas, un personaje que precisamente está muerto porque es otra víctima más de la dictadura militar. Rodrigo Grajales fue incapaz de matar su propia obra y ahora ese final se percibe remoto, inalcanzable, impredecible. Las fotografías diarias abandonaron ya el confinamiento, con su riguroso blanco y negro ha comenzado a retratarse en las plazas y calles céntricas de la ciudad, en casas abandonadas, en bosques exuberantes, en espejos. El confinamiento ahora es un estado interior.
Pienso en la película Sur y en sus atmósferas desoladas. Recuerdo esa frase porque resume el final aplazado de esta serie fotográfica. La escena transcurre de madrugada por la calle desierta de un arrabal de Buenos Aires, bajo colores sombríos inundados con una luz azul penumbrosa y mortecina, mientras el Negro conversa con Floreal, el sobreviviente, el protagonista de la historia. “Soy el eco del que fui, ¿quién le va a creer a un muerto”? insiste el Negro. ¿Quién puede creerle a la belleza? Morir cansa.