Esto de la cuarentena nos tiene cariacontecidos y patidifusos, como solía decir un viejo amigo, que no sabemos cómo llenar el tiempo libre o sobrante que nos ha llegado del cielo o del infierno más bien, como una pesadilla o maldición. Menos mal que podemos hallar consuelo en el ámbito de la cocina, no precisamente a consecuencia de llorar como Magdalenas por culpa de las cebollas, sino que inesperadamente se ha convertido en el sitio más amigable y hasta entrañable de la casa. Sentir el aroma del café matutino que destila en la cafetera está lejos de ser deprimente, o percibir los vapores del vino escapando de una olla de presión es, cuando menos, embriagante.
Dadas las circunstancias, hoy toca hablar de una delicia gastronómica que solemos degustar, en estos valles únicos y floridos, generalmente los fines de semana y con tiempo soleado, por supuesto, para rematar la faena con unos refrescantes vasos de chicha. Pero ya que estamos imposibilitados de salir a comer a esos sitios tradicionales qué otro remedio queda que ponerse el mandil en casa. Qué fácil había sido teniendo a mano los ingredientes básicos y bastante abundantes en estos lares, por suerte. Fácil en teoría. Porque hablar del Lapping (del quechua, lap’i, carne de pecho) puede ser una cuestión sencilla o blanda, pero meterse ya en Honduras puede acabar en Guatemala o Guatepeor, dependiendo de la consistencia de la carne que, como todos los cocineros saben, los cortes de pecho suelen ser sumamente duros de guisar o cocinar.
Los cochabambinos, aparte de ser unos formidables atletas del diente, somos unos caperuzos para inventar nombres. A quien se le haya ocurrido el vocablo ‘lapping’ da para extensos debates o densos tratados de culinaria criolla. Si bien en la gastronomía local abundan los términos castellanizados procedentes del quechua como sillpancho, huminta o fideos uchu, lo del lapping es una rareza sin pies ni cabeza, pero que suena chic y muy anglosajón, y que se lo pronuncie bastante similar al inglés es un exotismo lingüístico, en este país ya de por sí exótico a propios y extraños.
Ay, si no fuera por la carne, la preparación de este emblemático plato cochabambino sería cosa de niños. No creo que haya tarea más difícil que disponerse a pelar unas vainas de habas verdes y ponerlas a cocer en agua con una pizca de sal. Lo mismo, quitar las hojas de unas mazorcas de choclo o elote y ponerlas a hervir tal cual, sobre una capa delgada de estas mismas hojas hasta que el grano quede suave y agradable al gusto. El único inconveniente es que el maíz deberá ser de la variedad blanca, en su punto tierno, cuya textura sea blanda al tacto, detalle que se notará en el regusto dulzón del grano cocido. Algunos suelen añadir una pizca de anís al agua hirviente para darle un toque aromático o con fines digestivos, argumentan otros. Los puristas preferimos el choclo cocido en pura agua, para sentir el sabor de la tierra que ha mutado en savia hasta llegar a la panocha donde madura el grano.
Como anticipaba, el verdadero arte del cocinero estriba en lograr la máxima suavidad posible de una de las carnes más duras que pueda haber y, sin embargo, de las más sabrosas también. De ahí el desafío. Cada artesano tiene sus secretos y habilidades para enfrentarse a la complicada labor. La carne de pecho es para ‘sacar pecho’, si se la prepara bien, diría un experimentado sibarita. Así que existen diversos modos de domesticar la carne que comienza normalmente con el corte superficial en forma de pequeños rombos de tal manera que no llegue a despedazar la pieza, todo ello con la finalidad de que los jugos suavizantes, entre ellos el limón, sean absorbidos uniformemente durante el marinado.
Hay quienes combinan el jugo de limón con vinagre, cebolla y sal, a la par que sazonan con ajo, pimienta, mostaza, comino, etc. En la mezcla resultante dejan reposar o dormir la carne entre una y tres horas. Otros prefieren utilizar una combinación de jugo de papaya y salsa soya para obtener mejores resultados en el lapso del ablandamiento. Cuestión de estilos o de preferencias personales. Una vez bien sazonado el producto se procede a freírlo en aceite caliente hasta obtener la cocción deseada. Se lo degusta de inmediato, antes de que se enfríe, acompañado de papas cocidas con cáscara, el choclo y una ensalada llamada “solterito” (cebollas y tomates picados en juliana, mezclados con queso fresco desmenuzado) tan sencillo de elaborar que cualquier mancebo lo haría por pura inercia, antes de someterse al yugo del matrimonio.
Los que aprecian el lapping de forma frita son legión, porque es la manera tradicional y lógicamente más comercial. Pero algunas minorías le hemos hallado el gusto a la forma horneada, eso sí, un proceso mucho más lento por las largas horas que debe asarse la carne a fuego moderado, mientras en el ínterin se le va regando unos buenos chorros de cerveza o unos toques de vino blanco para evitar que la carne tenga una consistencia seca. Hechos los deberes, el resultado no podría ser más jugoso y auspicioso desde todo punto de vista. A disfrutar entonces, al ritmo de unas rubias imperiales, espumosas pero seductoras.