Cuando releí por tercera vez El árbol de las brujas, el libro de Ray Bradbury, hace unos cinco años, me vino de golpe a la memoria una imagen de la infancia:
Estoy acurrucado en la cocina de la casa de mis abuelos Martiniano y Ana María en su pequeña finca de una vereda llamada El Tigre.
A la lumbre de una vela de parafina, que se me antojaba infinita y mágica, los viejos se turnaban para contar historias de duendes, brujas, diablos y espantos que nos enviaban a la cama poseídos de un dichoso pavor.
Una de ellas tenía como escenario un enorme y pródigo árbol de aguacate ubicado a un costado de la casa, justo enfrente de una pared encalada en la que mi tío Ever había dibujado un tigre al acecho desde el ramaje de un arbusto.
En fin que, según los abuelos, el árbol de aguacate era tomado por las brujas en noches de plenilunio.
- Se ríen a carcajadas, decía Ana María, animada por el timbre de su propia voz.
- Además se cagan en las ramas del árbol, agregaba Martiniano, alzando su dedo índice de contador de historias silvestre.
Según el viejo, esa era la prueba irrefutable de la visita de las brujas: la ofrenda de mierda que aparecía al otro día entre las ramas.
Pastor Romero, un curtido agricultor que vivía con ellos en la finca, creía que eso explicaba la milagrosa fertilidad del árbol: en tiempos de cosecha nos alimentábamos mañana, tarde y noche con esos frutos abonados con estiércol de bruja.
Más de una noche de luna llena montaba guardia en compañía de mis primos Miriam y José Roberto a la espera del prodigio, pero los viejos, mañosos como buenos campesinos, nos sorprendían en el último momento y nos obligaban a acostarnos bajo amenaza de azote con un rejo de enlazar potros.
Así eran los métodos educativos en esos tiempos.
Desde entonces hasta hoy me han asaltado dos preguntas: ¿De qué o de quién se ríen las brujas? ¿En quién se cagan?
Pues en nosotros. O mejor dicho: en el orden del mundo. Expresado de otra manera: en el poder, en todos los poderes, sobre todo el religioso, expresión de todos los demás y empeñado en aplastar lo que de instintivo y animal alienta en los humanos.
Es decir, en el cuerpo.
No por casualidad, en la imagenería cristiano católica la bruja es amiga y amante del diablo, esa fuerza telúrica personificada en la figura del macho cabrío con su falo siempre enhiesto y listo para el asalto.
De hecho, la palabra vasca aquelarre lo ilustra con precisión: en esos ritos, oficiados de forma clandestina en la alta noche y en la espesura del bosque, se renuevan las bodas milenarias entre las brujas y el diablo.
A lo mejor por eso mismo los freudianos, obsesionados con la figura del falo, creen ver en el palo de la escoba que les sirve de transporte a las brujas un símbolo del órgano sexual masculino.
Según eso, las brujas vuelan de una dimensión a otra de la existencia utilizando como vehículo un macho de la especie humana.
El órgano sexual masculino, ese símbolo de poder que solo puede ser domado por otro poder aún mayor: el del sexo de la mujer.
Desde el principio, las brujas son pues grandes rebeldes, criaturas indómitas que aparecen en la mitología clásica en las figuras de Circe, Ariadna y Medea.
Shakespeare apela a ellas en varios de sus dramas, entre ellos Macbeth.
Mucho más atrás, versiones apócrifas del Antiguo Testamento sugieren que un demonio femenino- un súcubo- habría sido la primera mujer de Adán, antes del relato del Paraíso Terrenal.
Pero vuelvo a mi árbol de las brujas, definitivo y eterno como todas las visiones de la infancia.
Porque en realidad hay más preguntas. Por ejemplo: ¿por qué las brujas sólo salen de noche?
La respuesta más obvia es que el mundo duerme y así ellas pueden volar y reinar a su antojo. Pero sospecho que el asunto tiene matices más sutiles: las sombras de la noche suponen siempre una liberación de las cosas que nos esclavizan durante el día. De la colección de máscaras que nos imponemos para velar nuestra condición más esencial.
En la noche se caen las máscaras del buen ciudadano, del padre ejemplar, del pastor de almas, del empleado obsequioso. La vieja encrucijada del Dr. Jekill y Mr. Hyde.
La ordalía del vampiro luminoso.
La bruja se levanta contra ese mundo. Por eso se hace objeto de persecusión y es condenada a la hoguera.
Pero, igual que otro gran mito, siempre resurge de sus cenizas: está protegida por las fuerzas primordiales de la vida.
Sólo que en una época tan empecinada en disfrazar su locura de racionalidad como la nuestra, ha sabido hacerse de otros ropajes y emigró del mundo rural al urbano. En lugar de árboles frecuenta rascacielos, volando en avión de Nueva York a Hong- Kong y de París a Islamabad en un eterno viaje de ida y vuelta.
Se ríe de todos los poderes establecidos. Su carcajada adopta forma de canción, de baile, de orgía, de melodía de arrabal. Es su particular forma de afirmarse.
Ah… y lo mejor: sigue cagándose en todo y en todos.