Un fantasma recorre el mundo: El influenciador, una suerte de entelequia resultado del cruce incestuoso entre el sacerdote, el inquisidor, el profeta, el gurú, el demagogo, el bufón y el periodista.
De cualquier manera ha devenido líder, orientador, así a menudo luzca más desorientado que todos, como se desprende de sus erráticas declaraciones en los medios de comunicación que se alimentan de él y lo alimentan en un inagotable círculo de regurgitación. En ellas fija su posición frente a todo lo imaginable: la economía, la política, la ciencia, el ambientalismo, el sexo, las drogas. Es decir, todo lo comprendido entre el más allá y el más acá de lo humano.
Ese es el primer eslabón de la cadena alimenticia. Del resto se encargan las redes sociales con su reconocido poder de multiplicación.
Convertido en estrella del espectáculo informativo, el influenciador gurú acabó por suplantar al pensador, ese solitario que se consagraba con paciencia y tenacidad a la tarea de comprender los fenómenos, sus causas y consecuencias, para compartir sus hallazgos con públicos dispuestos a asumir el riesgo de pensar por su propia cuenta.
Al finalizar la segunda década del siglo XXI, con la información convertida en un lucrativo negocio que cotiza en el mercado de los valores y anti valores, los consumidores disponen de poco o ningún tiempo para hacer un alto en el camino y preguntarse por la naturaleza y los protagonistas de los acontecimientos que los desbordan.
Atirrobado de cifras y datos, el pensamiento crítico y la capacidad para formarse elementos de juicio frente al mundo acaban por sucumbir.
Los receptores de información quedan entonces inermes.
Cuando eso sucede empiezan a reinar el caos y la confusión. Y ese es el momento justo en el que surge el influenciador. Con su capacidad para el repentismo, aprovecha ese estado de cosas para formular lo que parecen respuestas definitivas a todas las situaciones del ámbito público y privado. Esa capacidad para las fórmulas mágicas lo hermana tanto con el pastor religioso como con el autor de textos de autosuperación.
En ambos casos, la gente los ve, los lee o escucha y el mundo de las ideas entra en hibernación, antes de pasar al siguiente estado: el de la fe en las revelaciones súbitas y sin esfuerzo: el gurú y el influenciador lo resuelven con una frase que parece sabia en su banalidad.
Las audiencias quedan tranquilas por unos segundos. Porque la característica de una revelación es su fugacidad. Y si acontece en las redes sociales el asunto alcanza cotas delirantes. Por eso al caer la tarde, el número de confusos resulta ser más alto que al comienzo de la jornada.
En ese terreno acrítico empiezan a medrar los caudillos de toda laya. Independiente de su credo o filiación ideológica serán escuchados con sumisión. Después de todo, su herramienta no son los argumentos sino el carisma. La capacidad para banalizarlo todo y reducirlo a frases hechas.
Por ejemplo, convertir una masacre en un homicidio colectivo. Eso se consigue con un insistente aparato de propaganda del que los influenciadores hacen parte: viven de eso, así algunos se autopromocionen como opositores al estado de cosas. En tiempos del capitalismo tardío ser disidente también vende. El establecimiento necesita de su aparente espíritu contestatario para legitimar las formas de la democracia.
Con el influenciador se ha potenciado, además, una figura cara a todos los mesianismos que en el mundo han sido: la del seguidor. Tanto, que la trascendencia de una vida puede definirse por el número de seguidores en las redes sociales.
Es la dictadura del Megusta.
Más allá de la información como nutriente básico, el influenciador se alimenta de seguidores. Es la fe ciega de estos últimos lo que lo mantiene vivo. Si aumentan, su poder sobre ellos crece. Si menguan, el pobre hombre puede empezar a sufrir de “inseguridad sicológica”, otro eufemismo para nombrar el miedo.
Desde luego, los influenciadores aparecieron bien temprano en la historia. Al menos desde que los mamíferos nos agrupamos en manada empezaron a jugar su rol de guianza. Y siempre se cobraron lo suyo: las hembras más bellas y los pastos más frescos les eran concedidos.
No estamos pues, ante algo nuevo. En el transcurso de la historia se han vestido con los ropajes mencionados al comienzo de este artículo: el sacerdote, el profeta, el político, el caudillo, el periodista.
Lo nuevo es el crecimiento demencial de su poder. Y eso si es efecto de las redes sociales, con su vertiginosa capacidad de multiplicación. Desde luego, no es culpa de internet: es la eterna condición humana siempre dispuesta a someter su voluntad, con tal de obtener la sensación de seguridad. Sólo eso puede explicar la variopinta fauna que conforma el contingente de influenciadores: políticos, deportistas, músicos, curas, gurús, músicos, vedettes y hasta criminales como “Popeye” el sicario, que en paz no descanse.
Y, de vez en cuando, un espíritu sensato y lúcido irrumpe en medio de esa manigua.
En todos los casos, los efectos son virales, para utilizar un concepto caro al mundo de internet, reavivado por la irrupción de la Covid-19 y su rápida propagación.
La hija adolescente de mi vecino dice que el cantante Maluma es su influenciador. Supongo que, con otras palabras, lo mismo pensaban los israelitas de Moisés, mientras los guiaba a través del Mar Rojo en su propósito de escapar de las garras del faraón.
Hoy atravesamos mares igual de turbulentos y nos asedian faraones más peligrosos.
Por lo tanto, el miedo y la confusión alientan en las mentes y en los corazones.
A lo mejor eso explique la pasmosa capacidad de contagio de los influenciadores.
Para bien del pensamiento crítico y la autonomía de las personas, ojalá encontremos pronto una vacuna.
Ojalá.
El requisito fundamental para ingresar en la cofradía de los influenciadores consiste en invocar su derecho a la libertad de expresión para exigir que los demás acatemos sus opiniones.
Ese es, de hecho, uno de los recursos más socorridos y peligrosos, mi querido don Lalo: ejercer la dictadura en nombre de La Libertad, así con mayúsculas. Lo sabemos desde el advenimiento de la Revolución Francesa y del sucesivo reinado de figuras como ” La voluntad popular”, ” La opinión pública” o ” Los altos intereses de la patria”.
Un abrazo y mil gracias por el diálogo.
Gustavo