Joe Biden, el presidente electo de Estados Unidos, puede ayudar a mejorar el mundo. No es un héroe ni un revolucionario, pero su plan nos devuelve al camino correcto: nos permite volver a confiar en la razón.
Por, Diego Fonseca. Publicado en The New York Times
A Enrique Lynch, un optimista lúcido, in memoriam.
Una semana atrás, la humanidad tenía un futuro oscuro. O más, y peor: nadie veía futuro. Solo una mancha ominosa. ¿Han visto esas tormentas tropicales donde el cielo se llena de nubes gordas, omnipotentes? La sombra de Donald Trump era peor.
Pero llegó Joe Biden —y la inteligente y carismática Kamala Harris— y en un día, el 7 de noviembre de 2020, descubrimos que podía haber una promesa esperando por nosotros: Biden fue declarado presidente electo. Tan potente fue que aunque el presidente en funciones de Estados Unidos no reconoce su derrota, el mundo parece sentir que el ahogo se ha acabado al menos un instante.
El triunfo de Biden nos ha dado una ficción orientadora: la idea de que, en las peores circunstancias, creer, organizarse, movilizarse puede llegar a producir una suerte de milagro. Al menos hoy tenemos la creencia —y en este caso la fe parece una elección razonada— de que podemos intentarlo y que otros lo intentarán. ¿El mundo ha cambiado, entonces? El ambiente ha cambiado. Los desafíos son los mismos. Tenemos delante una plétora de obstáculos que nos harán fallar.
Pero hay un comienzo: volvemos a confiar. Sobre todo, en la razón.
Como sucede con las catástrofes y las epifanías, supongo que todos recordaremos dónde estábamos cuando nos enteramos de que era el principio del fin de la presidencia de Trump. Mi vuelo de Dallas a Ciudad de México estaba a punto de despegar cuando entró una alerta a mi teléfono y a otras varias decenas: pasajeros que aplaudían, algunos grititos de alegría (modosos, cuidadosos). Yo pensé de inmediato en mis hijos.
Alguna de las tantas formas de la alegría ha vuelto. Y, sobre todo, la intensa sensación de que hay una luz al final del túnel. Hemos recuperado la percepción —menor, débil y tal vez inalcanzable— de que no todo está dicho y que podemos construir un futuro mejor.
Lo he hablado con una decena de colegas, amigos y analistas en una visita exprés a México: la misma gente que en Zoom tenía rostro de desasosiego está ahora con una plenitud casi adolescente que resulta increíble, y me incluyo: hacía tiempo que las sonrisas no tapizaban una cara entera.
Así fracasemos en conseguir lo que busquemos, hemos reubicado el carro en una senda con posibilidades. Un par de décadas atrás leí una entrevista donde Primo Levi hablaba sobre la esperanza, retomando ideas de su novela Si ahora no, ¿cuándo? Dice Levi: “Puedes estar seguro de que el mundo se dirige a la destrucción, pero es una buena idea, algo moral, comportarse como si todavía hubiera esperanza”. Y sigue: “La esperanza es tan contagiosa como la desesperación: tu esperanza, o tu muestra de esperanza, es un regalo que puedes darle a tu prójimo e incluso puede ayudar a prevenir o retrasar la destrucción de su mundo”.
En estos días nos esperanzó el anuncio del hallazgo de una vacuna altamente efectiva contra el coronavirus. La totalidad de la noticia sonaba a justicia poética para una época de oscurantismo, sin épica: desarrollada en la Alemania de Angela Merkel por una pareja de científicos, un inmigrante y una hija de inmigrantes. Una suma perfecta: un país desdeñado por Trump, una mujer —una mujer, Donald— como epítome del liderazgo responsable que él es incapaz de encarnar; científicos —¡científicos!—; hijos de inmigrantes contra los que, con seguridad, el peor inquilino de la Casa Blanca hubiera sido inclemente.
Ahora bien, Joe Biden no es un héroe; no es un revolucionario que dará vuelta el mundo, pero su plan nos devuelve a una senda razonable. Biden pretende despolarizar y reconciliar a Estados Unidos con el mundo; recuperar el paso en el combate al cambio climático regresando a la conversación global; defender los derechos humanos y la democracia contra el avance de las autocracias y los populismos autoritarios; reforzar la cooperación regional y mundial para mejorar el comercio en plena crisis y favorecer un sistema internacional de instituciones que atiendan los desafíos presentes y futuros.
Los desafíos no dejarán de ser enormes y, por supuesto, no hay victoria garantizada —en absoluto––. Habrá errores reprochables y retrocesos inaceptables. Nos aguarda una colección de imposibles. La pandemia estira la lista de fatalidades; la crisis económica demandará volver a discutir paradigmas (y posiblemente no suceda); las fracturas sociales, culturales —civiles— no serán desmontadas por decreto. La pobreza se extenderá; millones están sin trabajo; la política del odio no se irá sin resistencia. Fallaremos en numerosos otros campos. Tendremos resultados buenos y malos. Nos defraudaremos y enojaremos.
Pero hoy sabemos que hay margen para la tolerancia, la civilidad, el diálogo. Se ha abierto un hueco en la oscuridad cerrada que nos envolvió, decía Levi, quien estuvo preso en Auschwitz y sobrevivió.
Tengo dos hijos, no quiero un mundo peor para ellos, y así era el futuro con Trump. Tendremos que meter el dedo en el agujero abierto, en esa brecha en la oscuridad, hasta crear un paso. Nos tomará cada día de los años por venir.
*Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur, su nuevo libro de perfiles, se publicará este mes en España.