El fútbol como memoria sentimental del extrarradio en La inmensa minoría de Miguel Ángel Ortiz

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Por, David García Cames, Universidad de Salamanca. Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.

El fútbol, cuando es juego todavía, representa una cuestión de equilibrio en el espacio. Encontrar la línea de pase, reanudar el encuentro desde el círculo central, tratar de provocar un saque de esquina en el último minuto.

El juego, separado de la realidad cotidiana, se revela siempre a partir de su particular geometría. Perseguir las diagonales del delantero centro cuando busca la espalda de los centrales, insistir con un balón en profundidad, mantener el dibujo táctico del entrenador. El juego será tanto más bello cuanto más se ofrezca como un ejercicio de tiralíneas. Llegar por fin al área contraria, sortear al portero, introducir el esférico tras la línea de meta con un levísimo toque. El fútbol se nos antoja una forma cuyo trazado se renueva de forma incesante: «Las líneas así creadas a lo largo del encuentro, de una variedad extraordinaria e imprevisible, se superponen a las fijadas en el terreno, lo suplantan en nuestra mente y el resultado de sus combinaciones viene a revelar la radiografía total del partido» (1).

Si lo contemplamos apenas como una actividad lúdica, si dejamos de lado las mezquindades del negocio y el fútbol moderno, el balompié no es otra cosa que una sucesión de movimientos en un rectángulo de juego. Para que el juego sea tal, siguiendo a Roger Caillois, es preciso considerarlo «una ocupación separada, cuidadosamente aislada del resto de la existencia y realizada por lo general dentro de límites precisos de tiempo y de lugar» (2). El espacio del juego tiene que ser autónomo, generar sus propios códigos, mantenerse al margen de la realidad. El juego crece mas como una ciudad invisible, cercado por una frontera que no puede traspasarse, donde resulta imprescindible respetar los límites de tiempo y de lugar para no terminar expulsado. Como afirma Johan Huizinga, «se demarca, material o idealmente, un espacio cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese espacio se desarrolla el juego y en él valen las reglas» (3). El fútbol, cuando es juego, cuando puede ser símbolo, se muestra como tensión entre el espacio y sus límites.

El escritor Miguel Ángel Ortiz (1982), nacido en Ciudad del Cabo de padre burgalés y madre uruguaya, ha concedido al fútbol un lugar de privilegio en las dos novelas que ha publicado hasta la fecha. En la primera de ellas, Fuera de juego (2013), nos llevaba al pueblo de Medina de Pomar para narrar las andanzas de un grupo de niños en los que el fútbol resulta parte esencial de su formación. El juego supone para ellos un continuo correcalles tras un balón desvencijado, territorio íntimo y renovado que apenas precisa de un par de cajas para poder existir: «Salió corriendo y entró en la Campa. Volvió con las dos cajas de botellines de cerveza vacías. Colocó una en un extremo de la pared, contó cinco pasos y colocó la otra. —Ya tenemos portería» (4). El escritor desarrollará en su segunda novela, La inmensa minoría (2014), los temas ya apuntados en su primer libro, tomando de nuevo el fútbol como motivo vertebrador (5).

En esta ocasión, Ortiz nos traslada a la Zona Franca, barrio del extrarradio de Barcelona, para contarnos el día a día de un grupo de cuatro adolescentes de clase obrera desde finales de 2009 a mediados de El libro entronca en la tradición de novelas en lengua castellana que han retratado con estética realista los barrios periféricos de Barcelona. Hablamos de la obra de escritores como Tomás Salvador, Juan Goytisolo, Francisco González Ledesma o, más recientemente, Carlos Zanón. El mismo autor nombraba entre sus influencias a autores ya clásicos como Francisco Casavella y Juan Marsé (6). Con muchos de ellos comparte rasgos de estilo entre los que podríamos destacar el empleo de un lenguaje coloquial, un acusado sentido del ritmo, el uso de catalanismos o el predominio del diálogo como forma de sostener el pulso de la narración. Es decir, toda una serie de recursos que ayudan a dar a su prosa un marcado y trabajado carácter de autenticidad. De todas formas, quizá el referente más directo de esta novela lo encontramos en la figura de Francisco Candel, escritor que durante la segunda mitad del siglo xx consagró su obra a retratar las condiciones de vida de los habitantes de la Zona Franca. En ella dio voz y nombre a esos «otros catalanes» situados en los márgenes de la ciudad de apariencia cosmopolita y que, al fin y al cabo, son los mismos catalanes que protagonizan la novela de Ortiz. Para ir entrando en materia, para ir ocupando el terreno de juego, el propio Candel nos dejó en su novela Han matado a un hombre, han roto un paisaje, publicada originalmente en 1959, la siguiente descripción de un campo de fútbol:

«En sus inmediaciones, a base de pisotear tierra, había surgido un abollado campo de fútbol, en donde las pelotas, debido a las desigualdades del terreno, rebotaban cual si fueran lanzadas con efecto, igual que en el billar, marcando tantos complicados, desconcertantes y geométricos» (7).

Nos hallamos en un terruño donde la pelota nunca sigue una misma trayectoria, en un campo de tierra donde el juego resulta del todo imprevisible, en un descampado, en un solar, en lo que en América Latina se conoce como un potrero. Ese es el espacio en el que juegan al fútbol los personajes de los libros de Candel y en el que también lo harán los niños y adolescentes de los libros de Miguel Ángel Ortiz. No hablamos ni mucho menos de grandes estadios, de recintos con un césped inmaculado, ni tan siquiera de césped artificial, hablamos del fútbol de la calle, del que se inventa entre amigos a la salida de la escuela, de ese juego que apenas precisa un par de mochilas para delimitar el espacio de una portería. Dice Mircea Eliade que «un signo cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar» (8).

Esas canchas improvisadas que se imaginan en cualquier terreno serán contempladas muchos años después como el escenario de un fútbol auténtico, esencial. Nos abocamos así al espacio consagrado de la infancia, lugar fijado en la memoria como metáfora de un paraíso perdido y roto: «Aquella plaza había sido nuestro estadio de la infancia: las patas de los bancos, los palos de las porterías; las baldosas, las líneas de banda» (9), recuerda el narrador de La inmensa minoría. La exaltación poética del espacio de juego se presenta como una fusión entre el personaje y su entorno, símbolo que subraya la comunión con el paisaje en el que ha crecido. El escritor retornará a todos esos espacios y los moldeará a través de la palabra hasta concederles un estatuto prácticamente sagrado cuando los vuelva a descubrir y recrear desde su mirada adulta: «Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, “única”: son los “lugares santos” de su Universo privado» (10). Los lugares en los que hemos jugado, los lugares en que la realidad era absolutamente nuestra, intransferible y única, serán lugares a los que habrá de volver la memoria para concebirlos como parajes fundacionales de nuestra infancia, de nuestra adolescencia y de su posterior relato.

El fútbol forja un vínculo indisoluble entre los cuatro chicos que protagonizan La inmensa minoría: el Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo. Todos ellos han crecido en el barrio, han pateado una pelota en cualquier esquina, han colgado balones «entre los zarzales de los campos de tierra o perdidos en las laderas de Montjuich» (18). El juego genera lealtades que habrán de mantenerse a lo largo de los años, su espacio resulta en efecto sagrado, expresión plena de la memoria en que los cuatro amigos se reconocen. El fútbol alumbra para ellos un mundo separado capaz de renovarse semana tras semana. A través de la mirada del Retaco, voz narrativa que se mantiene en primer plano durante toda la novela, conoceremos la vida cotidiana de estos adolescentes que se asoman al vértigo de la edad adulta mientras deambulan por la calle Mare de Déu del Port entre chicas, porros, badulaques, clases de la ESO, horas frente a la Play y canciones de Extremoduro. Los cuatro juegan en el Iberia, equipo del barrio cuyo campo también marca diferencias con el resto: «No era fácil jugar en nuestro campo, la
mayoría de equipos sufría en la tierra porque éramos los únicos que no teníamos hierba artificial» (67). Así como el terreno ayuda a resaltar el contraste con el resto de equipos de la ciudad, así el estilo de juego de cada uno de los personajes actuará como metáfora de su carácter. El Pista, líder del grupo, rebelde en el que se condensa la rabia de los excluidos de la novela, será de este modo el organizador, mediocentro que carga con todo el peso del equipo: «El Pista era el Pista. Atacaba y defendía, estaba por todo el campo. Si había que defender, era uno más; pero lo suyo era atacar» (32). El Retaco, por su parte, se definirá a sí mismo de la siguiente manera: «Siempre he jugado al fútbol y, por suerte, casi siempre de titular. No soy ningún crack, pero creo que aprovecho bien mis cualidades. Soy jugador de equipo. Peleo cada balón, corro hasta que ya no doy más de mí» (318). Ganarse el puesto, luchar por cada pelota, sobreponerse a las lesiones, mantener el impulso de atacar en todo momento. Alcanzamos a sentir de primera mano la cultura del esfuerzo que obliga a todos estos personajes a pelear para poder salir adelante, a la par que percibimos el sentimiento de grupo que se expresa a través del fútbol. El juego, entendido como una actividad incierta e improductiva, los une, los detalla y representa.

En este entorno dominado por el paro, con la crisis económica en su apogeo, la victoria de España en el Mundial de Sudáfrica durante el verano de 2010 traerá consigo un breve paréntesis de euforia colectiva. La segunda parte del libro de Miguel Ángel Ortiz se organizará en torno a los partidos de la selección en el torneo, dando «al argumento una inmediatez y una veracidad totales, un sustrato anecdótico más allá de la verosimilitud exigible a la narración realista» (11). La novela reivindica el derecho de los hinchas a que durante unos días la patria sea solo y exclusivamente un equipo de fútbol: «Empezaba el Mundial y estaba tan nervioso como si fuera yo el que saltaba a la hierba. Hacía años que no se llenaba tanto el bar» (144).

El fútbol se adueña del espacio, ocupando todos los rincones, creando una realidad nueva que parece borrar por un tiempo las fronteras del extrarradio donde habitan. Más allá de la guerra de banderas en los balcones, más allá de la futbolización de la realidad y del totalizador discurso nacionalista impuesto por las élites, el fútbol permite a estos chavales expresarse y construir «una pequeña patria» ligada al juego, encontrar en el fútbol un nexo con el resto de la sociedad que, por momentos, les permite abandonar y trascender los límites del barrio: «Los niños se asomaban a los balcones y saludaban a los coches. La calle era una fiesta, como un carnaval gigante, pero todos con el mismo disfraz. Fuimos a las fuentes de plaza España, donde estaba toda la peña» (187). La victoria de España en el Mundial de Sudáfrica se nos presenta así como una de las pocas válvulas de escape a las que consiguió aferrarse una población empobrecida, humillada pero necesitada de ídolos capaces de presentarse durante ese verano de 2010 como el único factor de cohesión social. La imagen de la Copa del Mundo permanecerá en la retina de los chavales como testimonio de aquel entusiasmo, de aquel verano donde la vida pudo ser maravillosa, símbolo de una victoria que, a pesar de todo, también sienten como suya:

«Ninguno nos cansábamos de verla, ni tampoco la estrella dorada de cinco puntas, en lo alto del pecho, sobre el escudo. Ese verano habíamos sido los mejores del mundo y nada, por muchas mierdas que nos pasasen, cambiaría eso ya» (227).

El fútbol se integra en la memoria sentimental que los chavales construyen de su barrio como una forma posible de pertenencia. Relegados a un segundo plano de la ciudad de diseño vendida a los turistas, abocados al interminable cemento sobre el que yacen sus bloques de pisos de protección oficial, el grupo de cuatro amigos reivindicará en todo momento su origen. La Zona Franca es el espacio periférico y simbólico al que se sienten ligados, su lugar en el mundo: «Yo no hubiera querido nacer en ningún otro barrio de Barcelona. No hubiera lucido otros colores que los del Iberia. No hubiera defendido otro escudo. Me gustaba vivir allí con lo bueno y con lo malo» (48). El equipo les ayuda a mantener ese vínculo nacido de la infancia vivida en las calles, cimentado en una adolescencia marcada por la falta de perspectivas, expresado a través de la resignación pero también del orgullo. Es una identidad moldeada en los campos anegados, en las horas de entrenamiento bajo la lluvia, en el vestuario y en las charlas que siguen a los partidos, espacios donde se revela «la fundamental noción de grupo, de equipo, la mágica relación establecida entre once jugadores que deben constituirse como uno solo» (12). En el campo del Iberia estos cuatro adolescentes parecen descubrir en el juego esa función llena de sentido que «rebasa el instinto inmediato de conservación y que da un sentido a la ocupación vital» (13). Su equipo se les antoja capaz de reunir todas las virtudes y defectos de un barrio obligado a mantener las distancias con el resto de la ciudad. Como se repite en la novela, dándole la vuelta a una de las proclamas recurrentes del nacionalismo, «Zona Franca is not Spain» (223) o, como dice el Pista en uno de los leitmotiv de la novela, «el que entra en Zona Franca, nunca sale como ha entrado» (48). El Retaco, el Pista, el Chusmari y el Peludo pertenecen a esa parte de la población que se diría permanece en silencio y no se muestra tras el confortable refugio de pancartas y banderas. Por ello, cuando en el último partido de la temporada pierdan en casa con un gol de penalti injusto, lo que más les dolerá no será la misma derrota, a la que en el fondo están acostumbrados, sino «escuchar sus putas celebraciones en nuestro propio campo, en el silencio de nuestra propia casa» (344). Dice al hilo Caillois en Los juegos y los hombres que «el terreno del juego es un universo reservado, cerrado y protegido: un espacio puro» (14). El campo del Iberia es para este grupo de chavales ese espacio puro en el que se materializa su fusión con el grupo, donde sienten plenamente el derecho de reivindicar su origen, el lugar que deben mantener a salvo y que, sin embargo, se ve profanado por los gritos de los contrarios después de perder una ocasión inmejorable para ascender de categoría.

Foto por formulario PxHere

Los personajes de la novela de Miguel Ángel Ortiz viven anclados a la cartografía sentimental del barrio que los define. Hijos de padres que se desloman en la cadena de montaje y de madres que se dejaron la vista frente a la máquina de coser, evocarán en sus conversaciones las figuras de aquellos ídolos de antaño cuya huella quedó marcada en la tierra. Como Carmen Amaya, recordada por el abuelo del Chusmari danzando eterna en la playa del Somorrostro, o como Eduardo Manchón, futbolista surgido de la barriada de Can Tunis que llegó a formar parte de la legendaria delantera del Barça de las Cinco Copas y que, al final de su carrera, decidió volver al barrio para jugar en el Iberia. Todos parecen retornar a ese primer terreno de juego que permanece a salvo en su memoria. El personaje del Legis, cuidador del campo y antiguo boxeador que sobrevive durmiendo en un Renault 19, será el encargado de transmitir a los chavales la historia de un barrio hecho de chabolas, barracas y miseria cuando hayan de enfrentarse al desahucio de algunos de sus vecinos: «Hay que pelear meses, a
veces una vida, decía, para que esa grieta crezca y algo cambie. Como luchamos nosotros, ¿o es que creéis que esto es nuevo?» (382).

En el fondo, se diría que nada ha cambiado. Historias de «un barrio olvidado, un universo aparte» (121), de aquellos que ni estudian ni trabajan, de quienes pasan tantas y tantas horas muertas, de los inmigrantes que al final siempre terminan por llegar y marcharse, y de la misma rabia reflejada en la impotencia de la pandilla de amigos cuando las injusticias les tocan de cerca. Historias que nos hablan de las Casas Baratas y de Can Tunis, del Polvorín y de las Estrellas Altas, de nombres y de colmenas, de edificios anodinos y de un límite entre dos ciudades que es posible apreciar a simple vista: «Atravesar la Diagonal lo cambiaba todo, como si la avenida fuese una barrera invisible que separase dos ciudades diferentes con el mismo nombre. La limpia y reluciente de la sucia de humo y alquitrán» (47). En este espacio de la periferia, orgullosos de vivir al margen, los protagonistas de la novela tejen lealtades y vínculos que habrán de moldear su identidad en un territorio donde, como decía Candel, la ciudad cambia su nombre. Los límites aparecen perfectamente definidos, en ocasiones infranqueables. El fútbol, entre ellos, será un lugar de reconocimiento, símbolo del origen que se plasma una y otra vez sobre el terreno de juego. La inmensa minoría está hecha así del relato de quienes crecen al otro lado de la línea divisoria, de quienes juegan en campos de tierra y cuelgan balones en las laderas de la montaña. El fútbol, cuando sigue siendo juego, acierta a revelarnos la memoria sentimental del extrarradio.

1 J. Peñate Rivero, «Fútbol y literatura: juego entre líneas», Versants: revue suisse des littératures romanes, núm. 40, 2001, pág. 112.

2 R. Caillois, Los juegos y los hombres: la máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, pág. 32.

3 J. Huizinga, Homo ludens, Madrid, Alianza, 2008, pág. 35.

4 M. A. Ortiz, Fuera de juego, Barcelona, Caballo de Troya, 2013, pág. 82.

5 J. E. Ayala-Dip, «La realidad de un núcleo suburbano», El País, 10 de octubre de 2014,
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/08/babelia/1412780859_901429.html (Consultado el 05-09-2016).

6 I. Martín Rodrigo, «Miguel Ángel Ortiz: “Me gusta la idea de madurar al mismo tiempo que mis personajes”», ABC, 14 de septiembre de 2015, http://www.abc.es/cultura/cultural/20141230/abci-miguel-angel-ortiz-201412261359.html (Consultado el 05-09-2016).

7 F. Candel, Han matado a un hombre, han roto un paisaje, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988, pág. 283.

8 M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1981, pág. 19.

9 M. A. Ortiz, La inmensa minoría, Barcelona, Literatura Random House, 2014, pág. 18. A partir de aquí citaremos los fragmentos de este libro solo con el número de página entre paréntesis.

10 M. Eliade, Lo sagrado…, ob. cit., pág. 18.

11 S. Sanz Villanueva, «Antihéroes de hoy», Cuadernos hispanoamericanos, núm. 776, 2015, pág. 112.

12 P. Nacach, Fútbol. La vida en domingo, Madrid, Lengua de Trapo, 2006, pág. 45.

13 J. Huizinga, Homo ludens…, ob. cit., pág. 12

14 R. Caillois, Los juegos…, ob. cit., pág. 33.

Bibliografía
Ayala-Dip, J. E., «La realidad de un núcleo suburbano», El País, 10 de octubre de 2014, http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/08/babelia/1412780859_901429.html
(Consultado el 05-09-2016).
Caillois, R., Los juegos y los hombres: la máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica, 1986.
Candel, F., Han matado a un hombre, han roto un paisaje, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988.
Eliade, M., Lo sagrado y lo profano, Madrid, Guadarrama, 1981.
Huizinga, J., Homo ludens, Madrid, Alianza, 2008.
Martín Rodrigo, I., «Miguel Ángel Ortiz: “Me gusta la idea de madurar al mismo tiempo que mis personajes”», ABC, 14 de septiembre de 2015, http://www.abc.es/
cultura/cultural/20141230/abci-miguel-angel-ortiz-201412261359.html
(Consultado el 06-09-2016).
Nacach, P., Fútbol. La vida en domingo, Madrid, Lengua de Trapo, 2006.
Ortiz, M. A., Fuera de juego, Barcelona, Caballo de Troya, 2013.
— La inmensa minoría, Barcelona, Literatura Random House, 2014.
Peñate Rivero, J., «Fútbol y literatura: juego entre líneas», Versants: revue suisse des littératures romanes, núm. 40, 2001, págs. 101-130.
Sanz Villanueva, S., «Antihéroes de hoy», Cuadernos hispanoamericanos, núm. 776, 2015, págs. 111-114.

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