Un texto publicado en El Universal de Cartagena, en marzo de 1992.
La última noche del Festival en la Plaza de Toros. Algunos, ya cansados porque es su segunda o tercera noche de sí, sí, Caribe.
El momento va llegando. El himno del Festival suena más fuerte. La arena de la plaza se llena, no queda ningún claro.
Viene Oscar James y los cuerpos empiezan a moverse. Katrina ya es una vieja amiga, hace rato que su nombre baila entre la gente.
Ha empezado la última noche. Ha empezado bien, movida; con la música que la gente ha terminado por relacionar con la palabra Caribe.
Entonces ha llegado un baldado de agua helada. Un grupo vallenato que suena como suenan todos los grupos vallenatos y un cantante al que sus amigos deberían aconsejarle que se dedique a otras cosas.
La gente está desconcertada. Con el siguiente grupo la alegría tendrá que volver as empezar desde cero.
Y empieza.
Es Alfredo de la Fe. Los gestos oscilan entre el entusiasmo y el recelo. Aquí las opiniones se dividen. A muchos les cuesta admitir que nada más a propósito para un Festival de Música del Caribe que ese lento y cadencioso tema que nota a nota construyen impecablemente un piano y un violín.
En ese momento, escuchando ese violín endemoniado, nutrido a veces con repertorio clásico, quedó demostrado que también en el Caribe hay música elaborada, rica en matices.
Más tarde vendrían otros grupos, otros estilos, pero tal vez ninguno pudo dejar la sensación de que se asistía algo verdaderamente intenso y vital.
El Checo Acosta trató de colmar todos los gustos y su presentación tuvo algo de balada, de cumbia y de la salsa que tal vez ya nunca más se vuelva a hacer. Fue una presentación que alegró, que levantó a la gente, pero demasiado sobria y aprendida, con un destello inolvidable en el timbal.
De los demás grupos podría decir poco (y aquí es indispensable la primera persona, porque cada uno podría dar una versión distinta). A cada uno la fatiga le llega tarde o temprano. Pero a juzgar por el lento reflujo de la gente, por el lánguido final cuyo cantante se negó a improvisar al lado de un espontáneo, el final de la noche no fue para recordar.
La noche del domingo tal vez habría dejado un saborcillo amargo si no hubiera sido por la presentación de Alfredo de la Fe; por ese Alfredo de la Esperanza que conoce más su violín que a su propia alma; por ese Alfredo de la Caridad que también supo darle a la gente lo que le gusta, el himno del Festival, algo que pocos harían por miedo a desentonar, a no estar a la altura de esa canción que es el gran patrimonio de la Fiesta.
Si la noche tuvo un clímax, si hubo un momento en que el tiempo se detuvo y pasó algo de verdad, fue cuando Alfredo del Valor bajó del escenario y se fue internando entre la sorprendida multitud, solo, armado con su violín, improvisando ante las caras de asombro que le abrían paso, nadando entre los cuerpos alegres y sudorosos.
Hubo problemas técnicos y a lo mejor Alfredo de la Búsqueda no quedó contento con su espectáculo. Los encargados de las luces estaban como dormidos y no estuvieron a la audacia de ese Alfredo de Hamelin que reclutaba corazones en la arena.
Al regresar al escenario el violín se silenció. Pero ya lo mejor había pasado, ya nada superior podía venir. En la memoria de algunos quedaría para siempre ese hombre finalmente iluminado por un reflector, solo en lo más profundo de la multitud, haciendo lo que más feliz lo hace, fabricando momentos eternos como sólo puede hacerlo él, Alfredo de la Música y sobre todo Alfredo de la Felicidad.