Por, Elena López Silva, Universidad Nacional de Educación a Distancia. Tomado del libro: DIMENSIONES. El espacio y sus significados en la literatura hispánica.
Cuando Alvar Núñez Cabeza de Vaca regresa a España después de su accidentado viaje por la península de Florida y escribe la relación de todo lo que le ha ocurrido en el año 1542 (al menos esa es la fecha de la primera edición), pleno siglo XVI, entonces no existían aún ni el concepto de paisaje tal y como lo pensamos hoy, ni el término. Por ello el título de este artículo, de apariencia sencilla, encierra cierto anacronismo al incluir la palabra «paisaje». La relación que tenían los hombres con la naturaleza era puramente económica: o bien la poseían y disfrutaban de sus beneficios, o bien la trabajaban para que otros se aprovecharan de ello.
Francisco Calvo Serraller explica que para que el hombre pueda encontrar belleza cuando mira un lugar tiene que estar lo suficientemente distanciado de él, y el trabajo no lo permite: «Alguien que está agobiado por sacar rentabilidad a la tierra no puede contemplar con entusiasmo su belleza; y así nos lo prueba la historia de la apreciación estética de la naturaleza. Hace falta que el hombre se libere de esa carga onerosa y pueda mirar a su alrededor sin la preocupación de que una tormenta o la sequía arruinen su economía para que pueda realmente recrearse en fenómenos como la lluvia, el crepúsculo, la aurora o la variedad de luces y tonalidades que dejan las estaciones a su paso» (1). Es necesario establecer aquí una diferenciación terminológica para comprender mejor las maneras que tiene un hombre de acercarse a un lugar de su entorno. Para ello sigo las explicaciones de Alain Roger, quien señala que la naturaleza se puede experimentar estéticamente de dos formas: in situ, es decir, desde dentro, manipulando los elementos que la componen (los árboles, el agua, la tierra…); e in visu, contemplándola y creándola desde lejos (2). Ninguna supone un obstáculo para interpretarla igualmente según las ventajas e inconvenientes de todo lo que la integra.
Ambas experiencias existían en el siglo XVI, pero orientadas hacia la utilidad y no hacia el placer estético. Para que aparezca la idea de paisaje es preciso dejar de lado la utilidad, y fijarse en la naturaleza como un todo y en los sentimientos que esa mirada produce. Se trata de empatizar con la naturaleza, de otorgarle una dimensión sentimental y convertirla en el alma del «país», que como dice Roger (3) es la palabra de la que se deriva «paisaje» en la mayoría de las lenguas occidentales. Son los pintores los que se fijan poco a poco en que la contemplación de la naturaleza tiene interés por sí misma, y entonces empezarán a surgir los paisajes, primero en dibujos y luego ya en pinturas, lo que da una idea de su creciente importancia. En este caso es el arte el que influye en la sociedad y le enseña que existe algo, un concepto que aún no conocía y que supone un modo nuevo de mirar: el paisaje. La siguiente cita de Oscar Wilde ilustra esta idea:
[…] la Vida imita al Arte mucho más de lo que el Arte imita a la Vida. […] ¿De dónde, si no de los impresionistas, hemos sacado esas maravillosas nieblas pardas que se arrastran por nuestras calles, empañando los faroles y transformando las casas en sombras monstruosas? ¿A quién, si no es a ellos y a su maestro, debemos las bellas brumas argentadas que se posan sobre nuestro río y convierten la curva del puente y el balanceo de la barcaza en leves formas gráciles y fantasmales? El extraordinario cambio que se ha producido en el clima de Londres de diez años acá se debe enteramente a una particular escuela de arte.
[…] Pues ¿qué es la Naturaleza? La Naturaleza no es una gran madre que nos haya parido. Es creación nuestra. Es en nuestro cerebro donde cobra vida. Las cosas son porque las vemos, y lo que veamos, y cómo lo veamos, dependen de las Artes que nos hayan influido. […] En la actualidad, la gente ve nieblas, no
porque haya nieblas, sino porque poetas y pintores le han enseñado la belleza misteriosa de tales efectos. Podrá haber habido nieblas en Londres desde hace siglos. Seguramente las hubo. Pero nadie las veía, y por lo tanto nada sabemos de ellas. No existieron hasta que el Arte las inventó (4).
En palabras de Javier Maderuelo:
«El paisaje no es, por lo tanto, lo que está ahí, ante nosotros, es un concepto inventado o, mejor dicho, una construcción cultural» (5).
Y como cualquier producción cultural, es algo que no surge de la nada sino que se trata de la suma de esfuerzos aislados, independientes, que al final se van extendiendo. En el siglo XVI, cuando vive Cabeza de Vaca, aún no se habían concedido estas cualidades a la naturaleza. La sociedad era todavía una sociedad «protopaisajera» según la clasificación que establece Augustin Berque y que recogen tanto Roger (6) como Maderuelo (7) en los libros ya citados. Este autor propone cuatro condiciones que debe cumplir una sociedad para poder considerarla «paisajera», que son:
— Representaciones literarias, composiciones que describan la belleza de un paisaje.
— Representaciones pictóricas, por ejemplo cuadros cuyo tema principal sea el paisaje.
— Representaciones jardineras, que recreen la naturaleza atendiendo a su estética, es decir, un huerto no sería válido debido a su finalidad utilitaria.
— Por último, las representaciones lingüísticas, que exista una palabra o varias para decir «paisaje».
Cabeza de Vaca no cuenta exactamente con la idea del paisaje en su mente cuando mire el territorio americano, ni después cuando lo recuerde y se ponga a escribir sobre ello. Por eso no puede describirlo como un todo, simplemente debe limitarse a hablar de sus elementos. La palabra «paisaje» no aparece en español hasta el siglo XVII y su empleo no se extiende hasta el siglo XVIII. El título de Naufragios por el que se conoce hoy la obra de Cabeza de Vaca, y que expresa la relación que mantuvo su autor con la naturaleza americana, no fue el que este le dio originariamente. La palabra «naufragios» aparecía sobre el índice de capítulos, ya dentro del libro (8). El autor llamó inicialmente Relación a su texto, en el que narra su viaje desde que parte de España en lo que iba a ser la primera expedición por la Florida, bajo las órdenes de Pánfilo de Narváez, hasta que regresa diez años después. En este intervalo de tiempo Cabeza de Vaca perdió todo contacto con la civilización española porque, sobre todo debido a las tempestades y al hambre, murieron la mayor parte de sus compañeros de expedición, y convivió con diferentes grupos de indios. Finalmente, él y los otros tres supervivientes se reencontraron con un grupo de cristianos españoles y pudieron volver a España.
Muchos investigadores han señalado las características de este tipo de textos de otros hombres que viajaron a América, y que se deducen del objetivo que tenían cuando los escribían, que era el de informar a la Corona sobre el potencial del nuevo territorio, en todos los planos: tanto en sus recursos humanos (convertir a los indios en nuevos cristianos) como en los materiales (los alimentos y sobre todo los minerales y las piedras preciosas). Sin embargo, no constituían tampoco exactamente textos históricos porque estaban narrados en primera persona y empleaban estrategias propias de la literatura. En el caso de Naufragios, Cabeza de Vaca elabora un relato circular, que empieza y acaba en un barco expuesto al peligro (a la ida, las tormentas, y a la vuelta, el acecho de barcos franceses), incluye profecías sobre el destino que van a sufrir los personajes y supone la narración de un viaje (núcleo habitual en otras crónicas y relaciones), un motivo literario por excelencia.
En cuanto al paisaje, o más bien en cuanto a sus componentes, Cabeza de Vaca se sirve, igual que otros cronistas, de elementos que conocía su audiencia para transmitir mejor las cosas nuevas que encontraba en América y para las que
aún no existían palabras. Por ejemplo, en una parte al principio de la expedición, cuando aún tenían caballos, pasan quince días sin comer otra cosa que «palmitos de la manera de los de Andaluzía» (9). O en otra ocasión, al describir una pequeña
población habla de las «casas de assiento que llaman buíos» (10) (en este caso está utilizando con sus lectores una palabra que ha aprendido de las lenguas indígenas, aunque procede de los indios taínos de las islas y él la emplea en México). Ponerles nombre a las cosas es una manera de adquirir cierto control sobre ellas, aunque sea el control lingüístico, y eso obedece también a las ambiciones de los cronistas y a las del propio Cabeza de Vaca.
Otro rasgo propio de estos textos son las exageraciones de todas las maravillas que podían encontrarse en el Nuevo Mundo, pero Cabeza de Vaca no incluye tantas como otros cronistas. Y además, es curioso que dada la escasa proporción que ocupan el paisaje y sus elementos en su narración, algunas de las pocas hipérboles que utiliza estén relacionadas con la naturaleza. Un ejemplo son unos vientos tan grandes en una de las tempestades que sufren al inicio de la expedición que, según el autor, los compañeros tienen que abrazarse en grupos de siete u ocho personas para no salir volando: «era necessario que anduuiéssemos siete u ocho hombres abraçados vnos con otros para podernos amparar que el viento no nos lleuasse» (11). En otra ocasión utiliza los árboles, que por descripciones anteriores sabemos que eran bastante grandes, para dar idea de lo mortíferos que resultan los disparos de flechas de los indios: «yo mismo vi una flecha en un pie de un álamo, que entraua por el vn xeme» (12).
Una tercera característica que se les atribuye a los textos de los viajeros del Nuevo Mundo, debido al objetivo ya señalado de informar a la Corona de los recursos explotables, es la descripción de los elementos del paisaje atendiendo a su utilidad. Sin embargo, no es que los cronistas eligieran la utilidad como rasgo descriptor movidos por el interés, es que esta es la única manera de mirar posible en el siglo xvi. Cuando Cabeza de Vaca habla de los árboles, dice que son tan grandes como para permitir que los indios puedan esconderse en ellos y atacarlos sin ser vistos. La tierra la describe siempre en función de los beneficios que proporciona: la que ofrece ventajas le parece hermosa. En una de sus convivencias con los indios en la que pueden comer fruta de sobra dice: «Por toda la tierra ay muy grandes y hermosas dehesas y de muy buenos pastos para
ganados, e parésceme que sería tierra muy fructífera si fuesse labrada y habitada de gente de razón» (13). Por el contrario, en los pasajes en los que no encuentran qué comer, la tierra es mala e inútil.
Cabeza de Vaca llega a utilizar el paisaje incluso como argumento lógico. Casi al inicio de la narración, en un momento en el que le dice a Pánfilo de Narváez que no deben internarse hacia una dirección, explica que por allí la tierra es despoblada y seca, y después los hechos le dan la razón. Luego, ya casi al final de sus aventuras, ocurre una situación parecida pero esta vez son unos indios los que se niegan a guiar a Cabeza de Vaca y sus compañeros por un camino porque dicen que la tierra es muy mala y falta de agua por allí, es decir, lo mismo que le había dicho él a Pánfilo de Narváez. En este caso Cabeza de Vaca se empeña en que deben seguir esa ruta y al final los indios los acompañan y el desenlace también le da la razón a pesar de que había manifestado una postura completamente contraria frente a la ocasión anterior. Es muy posible que el narrador creara en estos dos fragmentos un paisaje que le sirviera para situarlo como protagonista, porque no hay que olvidarse de que Cabeza de Vaca escribe su relación una vez que ya ha vuelto, así que puede manipular los hechos de la manera que más le convenga para dar forma a su relato.
Hasta aquí los rasgos en común con los textos de otros viajeros por el Nuevo Mundo, porque la Relación de Cabeza de Vaca cuenta también con unas características que la diferencian de todas las demás. Normalmente se señalan la contención y la objetividad frente a la amplificatio que exhiben otros cronistas. Pero es que la experiencia de Cabeza de Vaca fue asimismo muy distinta a las que vivieron otros, porque él se vio obligado a interaccionar con el medio sin saber si regresaría a la civilización y luchando únicamente por su supervivencia. La empresa de Pánfilo de Narváez termina definitivamente en el relato de Cabeza de Vaca cuando el narrador reproduce en estilo indirecto la declaración de Narváez de que ya no deben mandar unos sobre otros sino preocuparse por salvar la vida. Sumando todo esto, se justifica por tres caminos que la mirada de Cabeza de Vaca sobre el paisaje esté orientada hacia la utilidad:
— En primer lugar, como hombre del siglo xvi que aún no contempla la naturaleza como un todo estético.
— A esto se añade el interés por los cronistas de Indias de resaltar las características del Nuevo Mundo de cara a su explotación.
— Por último, Cabeza de Vaca tiene que luchar por su supervivencia, de modo que todos los recursos del paisaje que pueda aprovechar son imprescindibles.
La vida de Cabeza de Vaca con los indios supone una experimentación del paisaje in situ según la clasificación de Alain Roger. En varias ocasiones deben cruzar ríos que les cubren hasta las rodillas o hasta el pecho, caminar sobre piedras que les hacen sangre en los pies o pelar frutos desconocidos para poder comer o beber su jugo: «anduuimos por ellos hasta legua y media con el agua hasta la mitad de la pierna, pisando por encima de hostiones, de los quales rescebimos muchas cuchilladas en los pies» (14). Los indios también aparecen descritos como una sociedad que interacciona con el paisaje en función de lo que pueden obtener de él; por ejemplo, un pueblo construye sus casas con techos bajos y al abrigo de la montaña para que las grandes tempestades de viento no las destruyan: «casas pequeñas y edificadas baxas y en lugares abrigados, por temor de las grandes tempestades que continuamente en aquella tierra suelen auer […] cercados de muy espesso monte» (15). Aplicando la medición antropológica del espacio de Edward T. Hall que recoge Fernando Aínsa (16), la relación que llegó a establecer Cabeza de Vaca con el territorio americano fue la más próxima, la de intimidad; y en esto se diferencia también del resto de historiadores de Indias de su época. Aunque la narración está hecha a posteriori, una vez que ha regresado a la civilización, Cabeza de Vaca llegó a perder su identidad en los años que pasó con los indios, y durante ese período no supo si la iba a recuperar, si iba a volver alguna vez a ser Cabeza de Vaca.
Él vivió en sus propias carnes cómo era el territorio americano porque pasó a formar parte de él y quizá esta es también una razón de que no lo mitifique tanto, porque lo ha conocido desde dentro. Es lo que les ocurre a los campesinos con el terreno en el que trabajan, del que no pueden distanciarse y que por tanto no pueden percibir como una entidad ajena que contemplar. Por ejemplo, Cabeza de Vaca y sus hombres nombrarán a una isla como la isla del «Malhado», que contrasta con la connotación optimista que recibieron diferentes enclaves que nombraron otros colonizadores, como San Salvador o Buena Esperanza. No se puede hablar del paisaje como un todo en el pensamiento de Cabeza de Vaca, ni muy posiblemente en el de otros cronistas de la época que viajaron al Nuevo Mundo con una finalidad muy específica puesto que, como recoge Maderuelo, «el paisaje es el resultado de la contemplación que se ejerce sin ningún fin lucrativo o especulativo, sino por el mero placer de contemplar» (17).
El momento en el que Cabeza de Vaca puede reclamar su identidad es cuando encuentra, junto con los otros tres compañeros supervivientes y que habían sufrido el mismo proceso que él, a un grupo de conquistadores cristianos. Y lo
que ha supuesto para Cabeza de Vaca todos esos años en los que estuvo perdido lo refleja muy bien el narrador cuando describe el encuentro con los soldados y declara: «Estuuiéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos que ni me hablauan ni acertauan a preguntarme nada» (18). No será hasta que pueda hablar con el capitán de los soldados e identificarse como Alvar Núñez Cabeza de Vaca cuando la recupere.
1 F. Calvo Serraller, «Concepto e historia de la pintura de paisaje», Los paisajes del Prado, Madrid, Nerea, Fundación de Amigos del Museo del Prado, 1993, pág. 12.
2 A. Roger, Breve tratado del paisaje, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007, págs. 21-25.
3 Ibíd., pág. 23.
4 O. Wilde, La decadencia de la mentira, Madrid, Siruela, 2000, págs. 61-63.
5 J. Maderuelo, El paisaje: génesis de un concepto, Madrid, Abada, 2005, pág. 38.
6 Ob. cit., pág. 55.
7 Ob. cit., pág. 18.
8 E. Pupo-Walker, «Valoraciones del texto», Los naufragios, Madrid, Castalia, 1992, pág. 135.
9 A. N. Cabeza de Vaca, Los naufragios, Madrid, Castalia, 1992, pág. 194.
10 Ibíd., págs. 292-293.
11 Ibíd., pág. 184.
12 Ibíd., pág. 203.
13 Ibíd., pág. 247.
14 Ibíd., pág. 195.
15 Ibíd., pág. 198.
16 F. Aínsa, «Del espacio vivido al espacio del texto. Significación histórica y literaria del estar en el mundo», CUYO. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, núm. 20, Cuyo, 2003, pág. 26.
17 Ob. cit., pág. 38.
18 Ob. cit., pág. 296.
Bibliografía
Aínsa, F., «Del espacio vivido al espacio del texto. Significación histórica y literaria del estar en el mundo», CUYO. Anuario de Filosofía Argentina y Americana, núm. 20,
Cuyo, 2003, págs. 19-36.
— Del topos al logos: propuestas de geopoética, Madrid, Iberoamericana; Frankfurt am Main, Vervuert, 2006.
Alemany Bay, C. y Aracil Varón, B. (eds.), América en el imaginario europeo: estudios sobre la idea de América a lo largo de cinco siglos, Alicante, Universidad de Alicante,
2009.
Cabeza de Vaca, A. N., Los naufragios, E. Pupo-Walker (ed.), Madrid, Castalia, 1992.
Calvo Serraller, F., «Concepto e historia de la pintura de paisaje», Los paisajes del Prado, Madrid, Nerea, Fundación de Amigos del Museo del Prado, 1993, págs. 11-28.
Maderuelo, J., El paisaje: génesis de un concepto, Madrid, Abada, 2005.
Pastor, B., El segundo descubrimiento: la conquista de América narrada por sus coetáneos (1492-1589), Barcelona, Edhasa, 2008.
Pérez-Mallaína Bueno, P. E., Naufragios en la Carrera de Indias durante los siglos XVI y XVII: el hombre frente al mar, Sevilla, Editorial Universidad de Sevilla, 2015.
Roger, A. Breve tratado del paisaje, J. Maderuelo (ed.), M. Veuthey (trad.), Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.
Wilde, O., La decadencia de la mentira, Madrid, Siruela, 2000.