“Cuando un hombre se emborracha”, se le oyó decir a Heráclito, “titubea y se deja conducir por un niño, no sabiendo dónde va y teniendo el alma húmeda”. Quien bebe de forma desaforada, entre lamentos, olvida sus orígenes, su hogar, llega al infierno, arde en su propia sangre. Por ello Zenón, el estoico, infundió el horror a la embriaguez entre los varones griegos, ya que, se sabe, la alteración del juicio era un síntoma de locura. Tiberio escribió que el alma aprisionada por la bebida no es dueña de sí misma:
“así como el vino nuevo rompe las vasijas y la fuerza de su calor hace ascender a la superficie todo lo que yacía en el fondo, así, con el calor del vino, todo cuanto yacía oculto en el fondo del alma es arrancado y sacado a la luz”.
Este es el discurrir de Séneca en sus Cartas morales a Lucilio, en un tiempo donde el imperio romano difundía su pasión por el vino, él sugería no ser excitado a una prolongada alegría. El filósofo cordobés muestra cuán vergonzoso es tragar más de lo que el cuerpo puede contener y el no conocer la medida del propio estómago; muestra cuántas cosas realizan los beodos:
“de los cuales se avergüenzan los que están en su cabal juicio, y cómo la embriaguez no es más que una locura momentánea. Prolonga por muchos días ese estado de embriaguez, y ¿cómo podrías dudar que es un caso de locura? La de ahora es más breve, pero no menor. Recuerda el ejemplo de Alejandro de Macedonia, el cual, en un festín, atravesó a Clito, su amigo más caro y más fiel, y cuando se percató del crimen que había cometido, quiso morir, y, ciertamente, debiera hacerlo. La embriaguez inflama y descubre todos los vicios, destruyendo la vergüenza.”
Crece la soberbia del arrogante, insiste más adelante, la dureza del cruel, la mordacidad del envidioso: Todo vicio se hincha y estalla. Vuelve a poner de ejemplo a Alejandro de Macedonia, quien saliera sano y salvo de tantas expediciones, de tanta batallas, de tantos inviernos soportados a pesar de la intemperie y de la dificultad de los lugares, de tantos ríos de origen desconocido, de tantos mares y que fuera derribado por la intemperancia en el beber, por aquella fatal copa de Hércules, cuando ahíto de vino, aún sentía sed de sangre, pues casi siempre de la embriaguez resulta la crueldad; recuerda Séneca que los vicios engendrados por el vino se robustecen aun sin vino, que la embriaguez continua torna feroz al corazón, que esto que llamamos placeres, cuando rebasan la medida, se convierten en penalidades.
El poder del imperio romano veía con beneplácito, por múltiples razones, el consumo cotidiano del vino. Así se incrusta en la tradición occidental y ya de forma definitiva con el judeocristianismo, el cual lo asume, dentro de sus rituales de fe, como la sangre de su dios único.
Ya para el siglo XIX se comienzan a tomar medidas científicas y públicas a su consumo, a la par que se perfeccionan los métodos de destilación y fermentación y con ellos la variedad de los alcoholes en el mercado. Se aumentan a su vez las conocidas epidemias de salud, que dejan numerosos muertos en las calles. A finales de este siglo, la ciencia reconoce entonces la alcoholemia como una enfermedad.