Como ladrones en la noche

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Como ya se ha dicho tantas veces, los buenos libros irrumpen en nuestras vidas para transformalas- y trastornarlas- para siempre. Así, la vida como viaje se comprende y asume mucho mejor después de haber leído la aventura de Odiseo La divina comedia en su perpetuo descenso y ascenso hacia las simas y las cumbres del ser.

En sus páginas descubrimos que todo viaje auténtico es interior y que el desplazamiento físico es un simple recurso literario.

A veces, en el silencio de la noche rural, me despierta un murmullo proveniente de mi biblioteca: son los personajes y las ideas que alientan en los libros. Infatigables, dialogan, se cuestionan, dudan y, a veces, logran ponerse de acuerdo.

Los libros y lo que nos dicen son los ladrones nocturnos que nos asaltan para recordarnos nuestro trágico y gozoso destino de estar vivos. Por ese camino, el lector descubre el hondo sentido de palabras como vigilia y lucidez.

Vigilancia y luz.

Por esas razones, regalar un libro implica un doble juego: el de la intuición de las inclinaciones del destinatario y el del azar de dar en el blanco de sus obsesiones.

Fue Abelardo Gómez quien, el 28 de marzo de 2019, según leo en la dedicatoria, me regaló la revelación de otra revelación: el libro titulado Lecturas sobre la lectura, del escritor, traductor y editor argentino-canadiense Alberto Manguel.

Son 500 páginas dedicadas a resolver un acertijo tan apasionante como imposible: ¿Quién es el lector? ¿Es testigo, protagonista, cómplice, comentarista o coautor de los textos que se despliegan ante su mirada?

Semejante pregunta no puede tener respuesta, o al menos no una única respuesta. Depende del momento y las circunstancias que rodean el acto dichoso de adentrarse en un libro como quien se aventura en “Un jardín de senderos que se bifurcan”, para utilizar la expresión feliz de Jorge Luis Borges.

Apenas adelantadas un par de páginas el lector- siempre el lector- comprende que Lecturas sobre la lectura no pretende responder nada: el juego consiste en encontrar cada vez más preguntas.

En su propósito, el autor apela a obras tan disímiles como ejemplares: La divina comedia, La Ilíada y La Odisea, El Quijote y, claro, Alicia en el país de las maravillas.

En el primero nos habla de la lectura como rito de iniciación; los poemas homéricos nos recuerdan que todo final es un comienzo; El Quijote esconde, detrás de una sucesión de eventos sólo en apariencia disparatados, un propósito ético: la irrenunciable búsqueda de la justicia.

Por su lado, Alicia en el país de las maravillas nos advierte que los espejos no reflejan nada, porque en realidad son puertas a otras dimensiones del Universo y de nosotros mismos.

El buen lector, tan escaso como el buen escritor, tendrá que arriesgarse en todos esos mundos: el de la aventura, el de la iluminación, el de la ética y el de lo eterno desconocido.

Lo suyo son, pues, las arenas movedizas: al contrario de los textos de autosuperación, la gran literatura no ofrece certezas.

No es casual que Manguel utilice como epígrafe para cada uno de los capítulos de su libro citas tomadas de Alicia, en el libro de Lewis Carroll, obra que, como es bien sabido, está estructurada sobre un palimpsesto de preguntas que se despliegan a modo de metáforas del insondable Universo.

O mejor dicho: de la trama de metáforas que es todo gran poema. En esa trama cada palabra esconde bajo la manga múltiples sentidos que, igual que el Proteo de la mitología, se transforman ante nuestros ojos en un perpetuo desafío.

Es tarea del lector aprehender esos sentidos, su condición de avatares fugaces de la eternidad. Es el lector quien debe cargar de significado al texto, imponerle su sello en una tensión incesante con la voz del narrador.

En esa tensión residen las claves del acto creador. Uno es el propósito de Cervantes al equiparar en la mente de Don Quijote a gigantes y molinos de viento y otro lo que el lector de la obra ve o cree ver en esas figuras concebidas a modo de Sombras chinas.

En el acto de la lectura, ya se trate de imágenes, números, narraciones o pensamientos, no podemos abandonar ni un momento el reino de las metáforas: un descuido y estaremos perdidos.

Pensemos, por ejemplo, en el número 1. El uno de matemáticos y filósofos. Más allá de sus usos prácticos se extiende un mundo infinito de posibilidades ¿O acaso existe cifra más bella y precisa para aproximarse al concepto de Dios, tan perseguido por los teólogos?

Si lo miramos bien, esa cifra es una muy buena manera de darse un paseo por la eternidad. Por algo Jorge Luis Borges, fascinado con espejos, laberintos, rosas y bibliotecas, frecuentaba a partes iguales matemáticos y poetas.

En uno de los artículos de su libro Alberto Manguel se remonta a los orígenes de la escritura en la vieja Mesopotamia, allá por el cuarto milenio antes de Cristo.

En el principio fue la arcilla, el barro primordial del Génesis. Atendiendo a la necesidad práctica de llevar las cuentas de sus negocios los hombres empezaron a utilizar tabletas de arcilla para registrar sus transacciones: la compra de cinco sacos de trigo, la venta de un asno o el trueque de uno por otro. Los encargados de esa tarea fueron los primeros tenedores de libros de contabilidad.

Muy pronto, quienes se guiaban por esa información básica, es decir, los primeros lectores, sintieron curiosidad por saber quiénes se escondían detrás de esas transacciones. De dónde eran, cómo vivían, cuáles eran sus costumbres, cómo alababan a sus dioses. Presionados por esas demandas, los tenedores de libros se vieron obligados a investigar para suministrar esa información.

Sin advertirlo siquiera se convirtieron en contadores de historias: había nacido la literatura.

A partir de ese momento la biblioteca infinita de Borges no ha cesado de crecer y ramificarse, pero volviendo siempre al punto de partida: al difícil y fértil encuentro entre lector y escritor al que Alberto Manguel le rinde tributo en este libro  inquietante.

Contador de historias. Escritor y docente universitario.

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