Foto: Rodrigo Grajales.
1
El abuelo pasó la mitad de su vida en Rusia. Llegó allá en tiempos soviéticos. Se fue a estudiar matemáticas puras, aprovechando una beca extendida por el gobierno de Jrushchov a los estudiantes colombianos más promisorios.
Se sabe que desde que llegó allá, adquirió sin dificultad los hábitos rusos, incluido el gusto por el vodka. Tanto así, que aprendió sin problemas los secretos de la fabricación de licor casero y sus jornadas de estudio las completó en medio de borracheras memorables.
Nunca dejó de maravillarse con su nuevo país. Que la plaza roja, que la belleza de las estaciones del metro, que el río Nevá bañando San Petersburgo de punta a punta.
Con respecto a Colombia, decidió que se trataba de un platanal caluroso y lleno de mosquitos, en el que sus habitantes actuaban como salvajes matándose los unos a los otros por una cadena o un reloj. Por eso sus visitas eran muy poco frecuentes y en las navidades todos sus hijos le preguntaban a la abuela de manera burlona por “el ruso”.
La abuela se fue con él a probar suerte, pero dijo no aguantar el trote de esos inviernos tan prolongados que, sumados a las borracheras del abuelo, la hicieron retornar a Colombia.
Dijo que prefería estar pendiente de sus gallinas y de sus maticas y que además el ruso era un lenguaje muy complicado de aprender cuando ella a duras penas hablaba español.
Con motivo de mi compromiso con Claudia, el abuelo había decidido pasar la navidad con nosotros. Lo recibimos en el aeropuerto. Cuando descendió del avión, lo vimos bastante viejo. Caminaba con dificultad y al vernos, alzó la mano que tenía libre para saludarnos. Eso pasa con las personas que uno ve por intervalos de tiempo tan separados. Envejecen de golpe.
El abuelo tenía un bigote pronunciado, ahora blanco por los años. Lucía una camisa leñadora desabrochada y jeans. Nunca había dejado de vestirse como el estudiante que alguna vez fue. El saludo con la abuela fue frío mientras que con los nietos fue efusivo. A todos, incluidos a los mayores de cuarenta, les pellizcó el cachete.
– ¿Cuándo voy a conocer a la prometida? Me preguntó.
– Ella está en la finca abuelo, acabando de hacer el almuerzo con la tía Leonor.
-Camine pues, que traigo mucha hambre. Por cierto, no les traje regalos, pero tengo tres botellitas de vodka para que celebremos este reencuentro y su compromiso, dijo con vitalidad.
Llegamos a la finca en cuatro carros. Esperábamos quedarnos quince días. El abuelo se sentó a mi lado en el puesto de atrás y me obligó a tomarme un par de tragos a pico de botella para que “la empezáramos”.
Por la ventana, mientras veía el paisaje veredal que antecedía a la finca exclamó:
– ¡Este país es un cagadero!
2
Claudia Manrique era una muchacha muy tímida. Había nacido en un pueblo a cuatro horas de la ciudad y todo le daba miedo. Los grandes edificios y el ruido de los carros a los que nunca se acostumbró. Por eso disfrutaba tanto de los paseos a la finca.
A menos que fuera estrictamente necesario, no utilizaba las escaleras eléctricas de los centros comerciales o los ascensores. Le tenía pavor a todo aquello que transportara personas y dijo alguna vez que nunca se montaría a un avión por lo que rechazó una invitación a Miami.
-Colombia tiene muchos lugares bonitos para conocer que pueden visitarse por tierra, sentenciaba.
Claudia tenía el pelo largo hasta la cintura, y siempre lucía faldas largas, pues ese era el atuendo que su religión le imponía. Había decidido desde muy pequeña llegar virgen al matrimonio, cosa que nadie entendía ya. A la pregunta de los primos, de cómo le hacía para aguantar tanto tiempo sin nada de nada, les respondía que todo se basaba en un amor que superaba lo corpóreo. Que el sexo solo era un aspecto de las relaciones.
La verdad, y esto nunca lo comenté con nadie, lo que hacía para soportar tan dura prueba era salir con Camilo Ríos, un amigo de la universidad que me presentaba amigas con convicciones distintas a las de Claudia. A eso me acostumbré y la calma posterior al sexo con otras mujeres hacía que mi ansiedad disminuyera, quedando a los ojos de Claudia y de mi suegra como el hombre más paciente y comprensivo del mundo. Mi mamá nunca me creyó, pero tampoco les comentó nada.
Claudia me amaba, pero también la atemorizaba la idea de vivir juntos. Desde ya, la mortificaba pensar que llegaría el momento en que tendría que verla desnuda. Alguna vez trató sin éxito de involucrarme en su religión, pero al final comprendió que iba a ser inútil insistir, por lo que llegamos a un acuerdo amigable de respetar lo que el otro pensara.
Tal vez eso era lo que me había hecho enamorar de Claudia. Su espíritu elemental, que contrastaba con la personalidad fría y calculadora de mis exnovias de universidad.
3
Por fin llegamos a la finca. Cuando me bajé del carro, estaba medio borracho y creo que el abuelo también, pues hablaba más duro que cuando lo recogimos.
La verdad, me tensionaba un poco pensar en el primer contacto entre Claudia y el abuelo. Claudia piadosa y creyente y el abuelo boquisucio y ateo. Sin embargo, se la llevaron muy bien. Él como hacía con todo el mundo le pellizcó el cachete a Claudia y me dijo delante de ella:
– ¡Con razón te vas a casar Alfredo! ¡Yo también lo haría con esta mujer tan hermosa!
Claudia se sonrojó. Acto seguido el abuelo sacó dos vasos con hielo de la cocina, mientras que la música decembrina retumbaba por toda la finca.
Tres tías cocinaban. La primera pelaba los plátanos; la segunda, revolvía algo dentro de una olla y la tercera solo hablaba. Cuchicheaban, mientras miraban con disimulo al abuelo para luego reírse tapándose la boca.
-Mi papá tan chiflado, dijo la tía Leonor. Quién le habrá metido en la cabeza que es ruso, si ese pobre es más colombiano que este sancocho. ¡Cómo está de viejito! Debe ser por esa bebedera. Mientras tanto, la abuela bordaba sentada en su mecedora. Le dijo a mi mamá que el hecho de que el abuelo fuera a pasar navidad en la finca no le daba ni frío ni calor.
Conforme pasaron las horas los niños se cansaron de jugar, a los primos se les terminó el tema de conversación y fueron congregándose alrededor del abuelo y yo. Como era de esperarse, todas las anécdotas del viejo giraban en torno a Rusia.
Uno de los primos, Julián, de 16 años, le preguntó:
-Abuelo, ¿verdad que las rusas son muy bonitas?
– ¿Bonitas? Ay mijito, todas son unas chimbas. Un día me lo llevo para allá para que contente el ojo, dijo el abuelo sabiendo que esa promesa jamás se cumpliría. Claro que las colombianas también son hermosas. Antecitos de llegar había una piernona por ahí caminando al lado de la carretera.
Claudia me miró como reprochándome y yo me reí con timidez.
El abuelo habló de los paisajes rusos, de cómo era la vida en la universidad y todos, incluso sus hijas que antes se estaban burlando de él en la cocina, terminaron sentadas escuchándolo y preguntándole cosas.
Claudia, que ya no soportaba más estar ahí, pues los relatos del abuelo tenían tres groserías por frase, terminó sentada cociendo al lado de la abuela. Más tarde me dijo:
-Alfredo, su abuelo es muy querido, pero dice muchas palabrotas.
4
Ya estábamos muy borrachos. Nos comimos el sancocho en el mismo corrillo que escuchaba con interés y se reía con los cuentos del abuelo. Las hijas que intentaron no reírse al principio, por el efecto del licor terminaron carcajeándose. Claudia, que sentada aún al lado de la abuela alcanzaba a escuchar algunas cosas no pudo evitar sonreír.
Pero hubo un momento, cuando ya nos habíamos acabado el vodka, en el que el abuelo tocó un tema más serio: su muerte.
-Yo sé que dentro de poquito me voy. Si soy realista, ya con estos años, no sé cuánto me quede aquí en este mundo. Y les digo, que después de la muerte no hay ni cielo, ni infierno.
– ¿Entonces que hay abuelo?, preguntó uno de los primitos intrigado.
-No hay un culo. Uno se muere y listo. Vi a Claudia, a lo lejos, darse la bendición varias veces.
-Pero Alfredito, yo sí tengo una última voluntad. Y prométame delante de todos que me la va a cumplir. Como me encontraba borracho, le dije que contara con eso.
-Alfredito, uno de los sueños de mi vida, fue conocer el mar. Como aquí en Colombia fuimos tan pobres, nunca pude ir a la costa, y vea cómo es la vida de hijueputa. Trabajando en Sochi el primer mar al que me metí fue al mar negro. Usted no sabe lo que a mí me dio. Casi me meo. Recuerdo que me metí al principio hasta los tobillos y terminé nadando y dejándome llevar por las olas, con una sensación de paz la hijueputa. Si usted me pregunta, ese fue el momento más feliz de mi vida. Pero Alfredito, la biología es implacable y si me muero, quiero ser cremado y que las cenizas las tiren al mar Negro. ¡Prométamelo güevón!
-Pero abuelo, eso queda muy lejos, le respondí.
-Tranquilo, que antes de irme, le voy a dejar un teléfono, de un amigo que vive en Moscú, que sabe mi voluntad.
Una tía rompió la conversación y dijo:
-Papá, deje de hablar bobadas que a usted le quedan muchos años por delante. Puede que más que a cualquiera de nosotros. ¿No ve que mala hierba no muere? Todos rieron. El abuelo también.
5
Claudia me contaba que casi todas las noches soñaba con aquel momento en el que le dije que nos casáramos. Se le podía ver con una leve sonrisa mientras metía los brazos debajo de la almohada. Dormía boca abajo. Había sido en Villa de Leiva mientras caminábamos cuando asenté la rodilla sobre un camino empedrado, saqué una pequeña caja negra del bolsillo de la camisa y mientras la abría pude ver que los ojos de Claudia estaban llenos de lágrimas.
-Entonces Claudia, ¿Qué dices?
-Sí, respondió ella emocionada mientras se lanzaba entre sollozos a mis brazos.
6
Pasaron quince días en la finca, en los que el abuelo estuvo a mediacaña. Le había cogido el gusto al aguardiente que era lo que se había mercado. Dijo que, aunque no era superior al vodka también sabía bueno.
Una tarde en la que se encontraba completamente ebrio, intentó patear un balón para impresionar a los primitos, pero una punzada en el pecho lo detuvo, seguida de un hormigueo en el brazo. Y ahí, al lado de una pelota de plástico naranja y los gritos de terror de los pequeños mi abuelo murió.
La ambulancia que subió con dificultad por la trocha que llevaba a la finca no fue más que un formalismo. No soy médico, pero tenía conocimientos suficientes para saber que el abuelo estaba al otro lado. A los niños los entraron a la casa, las tías lloraban y la abuela con su calma habitual sentenció:
-Le llegó la hora y ya. Además, estaba borracho como siempre le gustó estar.
La mayoría de los asistentes al paseo empezaron a recoger las colchonetas, los juguetes de los niños y a devolverse para la ciudad. La tía Leonor que lloraba sin parar empacó de nuevo el mercado en bolsas y lo metió todo en las gavetas de la cocina, pues definimos que volveríamos el otro fin de semana.
A la cremación del abuelo solo fueron los del paseo pues ya no conocía a nadie aquí. Las cenizas las metieron en una cajita que la abuela recibió de mala gana y dejó al lado del altar de la virgen que tenía en la sala de su casa.
Volvimos a la finca a pasar lo que quedaba de las vacaciones, pero el hueco que el abuelo había dejado se sentía mucho. Extrañábamos su alegría, sus anécdotas y hasta sus groserías. Fue una navidad muy apagada, tanto así, que el 31 de diciembre todos nos acostamos como a las nueve de la noche.
El dos de enero, retomamos la rutina de la vida en la ciudad. Después de dejar a la abuela en su casa, Claudia dijo algo que me mortificaría durante el resto del año:
– ¿Se acuerda Alfredo, el día que el abuelo llegó a la finca?
-Claro.
– ¿Recuerda la promesa que le hizo?
– ¿La de las cenizas al Mar Negro? Eso no es posible Claudia.
– Pero usted se lo prometió Alfredo. La última voluntad de una persona es
muy importante. Yo soy de las que creen en un más allá y no cumplirle a los que se van, deja a sus espíritus vagando en esta tierra.
– ¿Nos vamos a poner en esa empresa loca? Le pregunté a Claudia mientras parábamos en un semáforo.
7
Al otro día, y siguiendo las recomendaciones de Claudia, telefoneé al amigo de mi abuelo. Este, hablándome en un inglés defectuoso, no le dio mucha importancia al asunto. Dijo que esas eran supersticiones sin sentido y que él se encontraba lejos del Mar Negro por lo que tanto el envío de las cenizas como su transporte a ese sitio, serían muy costosos. Sin más, me colgó.
Viajar a Rusia tampoco era una opción. Los pocos ahorros que tenía guardados estaban destinados para la fiesta de matrimonio, la luna de miel y los primeros gastos relacionados con la vida en pareja. Se lo comenté a Claudia que tampoco fue capaz de darme una solución.
-Entonces recemos para que el alma del abuelo no nos vaya a asustar. La miré con cara de burla, pero el asunto me estaba inquietando.
Con el paso de los días, lo de las cenizas se fue convirtiendo en una preocupación constante. Le pedí a la abuela que me dejara llevar las cenizas al apartamento para mirar qué podía hacer con ellas. Ella me las dio gustosa.
-Llévese eso mejor. Que pereza tener un cadáver en esta casa, así sea pulverizado. Yo enviudé hace muchos años, cuando me devolví para Colombia.
Esa noche llegué con el cofrecito, lo que no le gustó a Claudia ni cinco. Le expliqué que tan solo estaba mirando cómo llevar a cabo la última voluntad del viejo y si tenía las cenizas a la mano todo se facilitaría. Por la noche puse las cenizas en uno de los estantes de la biblioteca, el más alto.
Me casé con Claudia y nos fuimos de luna de miel a Cartagena. Durante aquellos días me olvidé por completo de las cenizas, pero el día que volvimos al apartamento, fue aquel cofrecito lo primero que llamó mi atención.
Los afanes propios de una pareja que está comenzando me mantuvieron entretenido. Todo el año se fue así y en noviembre, la tía Leonor tuvo una idea que me contó por teléfono.
-Alfredito, ¿qué tal si este año variamos el lugar de reunión de la familia?
– ¿Y a dónde tía?
-Qué tal si pasamos las fiestas en Coveñas. Una amiga del costurero nos prestó la cabaña que tiene al lado del mar y nos vamos todos en varios carros. Además, usted sabe que con lo de la muerte del abuelo, los niños le han cogido miedo a quedarse a dormir en la finca.
Como todo lo que dijo la tía me pareció razonable, acepté.
8
Llegó el 15 de diciembre. Nos fuimos por tierra para Coveñas. Los primitos distribuidos en varios vehículos se sacaban la lengua unos a otros. Yo iba manejando junto a la tía Leonor, Claudia y Gustavo, uno de los pequeños.
El trancón de la temporada alta nos retrasó. El calor era insoportable y a todos los niños que cantaron la misma canción durante horas, tocó bañarlos en repelente. Sin decírselo a Claudia, empaqué el cofre con las cenizas en el bolsillo lateral de un maletín.
Llegamos, nos instalamos, los niños salieron corriendo hacia las olas mientras que las madres les gritaban desde la orilla que no se metieran tan al fondo. Todas estaban sentadas sobre una toalla y se untaban bronceador entre ellas. Claudia se metió al mar a jugar y a cuidar a los niños.
Yo me quedé junto a Fabián que era el único primo de mi edad y nos pusimos a tomar sentados en un muro. Durante la botella, los vendedores ambulantes nos ofrecieron con insistencia gafas, artesanías, bronceadores y mil cosas más. A ninguno le compramos.
Los ocho días que nos quedamos fueron exactamente iguales. Las mujeres se iban a broncear, los niños se metían al mar mientras que Claudia intentaba cuidarlos y Fabián y yo nos tomábamos una botella. Por las noches, las tías, la abuela y Claudia, rezaban el rosario y jugaban dominó mientras los niños correteaban en pantaloneta alrededor de la cabaña.
La última noche, en las vísperas de nuestro retorno, le dije a Claudia en la cama:
-Claudia, quiero hacer algo necesito su apoyo.
– ¿Qué? preguntó ella.
-Quiero cumplirle la promesa al abuelo.
-Pero a qué horas nos vamos a ir al Mar Negro, Alfredo. No hay plata para eso.
-Aquí en Coveñas hay mar y el abuelo al final lo que quería es que sus restos fueran a parar al mar.
-Sí, pero usted sabe, Alfredo, que este no es el mar que él quería.
– ¡Y que importa! Técnicamente todos los mares del mundo son un solo mar. Los nombres son artificios humanos. Así, le cumplimos la promesa y no tenemos más ese cofre en la casa. A mí eso me está amargando la vida.
– ¡Ay Alfredo! Yo no sé.
-Hagámoslo de una vez. El abuelo mal que bien ya está al otro lado y este es el mar al que nuestras posibilidades nos permiten llegar.
Claudia me dio la espalda bajo la cobija que compartíamos, esperó que la abrazara y se quedó dormida. Era obvio que no quería seguir pensando en el asunto.
9
Al otro día, mientras desayunábamos en la cabaña, Claudia se sentó a mi lado.
– ¡Hagámoslo! Cumplimos la voluntad del abuelo y salimos de esas cenizas que ni siquiera la abuela quiere tener en la casa. Pero antes, regáleme un aguardientico.
Claudia que rara vez tomaba, se tomó dos aguardientes dobles con avidez.
Al ver la inminencia de la decisión, me sentí un poco estresado e hice lo mismo.
-El último trago y las botamos, dijo Claudia apurándose otro aguardiente.
Al final, ella se terminó lo que quedaba de la botella. Luego, caminamos mar adentro hasta que las olas comenzaron a mojarnos los tobillos. Claudia sostenía el cofre envuelto en una camiseta vieja para que nadie de la familia lo viera. Nos adentramos hasta tener el agua en la cintura y nos miramos a los ojos. Había llegado el momento. Tomé el cofre, lo saqué de su envoltura, lo destapé, le di la vuelta y vertí las cenizas del abuelo sobre el agua en la que se diluyeron con rapidez.
Ahí terminaron los restos del abuelo, no en las playas del mar Negro de la infranqueable y misteriosa Rusia, bajo cuyos inviernos sucumbieron las tropas napoleónicas y las nazis, no en la tierra de Tchaikovsky y de Gógol, no en aquel país de catedrales coloridas y llanuras inconmensurables. No. Los restos del abuelo terminaron flotando en las playas de Coveñas, en dónde a pocos metros estaban los vendedores ambulantes que ofrecían Supercoco, bronceadores y gafas de dudosa calidad, donde la abuela recogía agua del mar con una totuma para echarla sobre su cabeza, mientras sonaban al fondo canciones de Pastor López y Diomedes Díaz que provenían de los equipos musicales instalados a las afueras de cada una de las cabañas, logrando un ruido amorfo e insoportable.
Salimos del mar en silencio. El cofre también quise tirarlo lejos, para no volverlo a ver. Nos tomamos el caldo de pescado del almuerzo pues nos esperaban varias horas de camino. Durante el retorno a la casa, Claudia y yo casi no hablamos. De vez en cuando respondíamos las preguntas de alguno de los pequeños. A partir de ese momento, nada volvió a ser igual.
10
Los días que siguieron Claudia estuvo muy callada. Calixto, el perrito que le había comprado hace poco, comenzó a ladrarle a una de las sillas de la sala.
-Es como si alguien estuviera parado ahí, dijo Claudia con preocupación.
-No estarás pensando nada ¿Cierto?, le respondí.
– ¿Será que nos equivocamos con lo que hicimos en Coveñas? Dijo Claudia que, desde ese momento, comenzó a rezar varios rosarios al día. Tres por la mañana y tres por la tarde, como queriendo expiar su culpa.
Con el paso de los días, noté que a mi esposa se le estaban poniendo los ojos rojos. Le pregunté a qué se debía y me confesó con vergüenza, mientras Calixto le gruñía a la silla de siempre, que en las mañanas cuando se duchaba y se aplicaba champú, le daba temor cerrar los ojos pues la última vez que lo hizo, sintió que alguien estaba parado detrás de ella e incluso pudo sentir su aliento en la nuca. Que al abrirlos ojos no había nadie, pero que se sentía una presencia muy maluca dentro del baño. La primera vez no quiso darle crédito al asunto, pero al otro día, en la ducha, cuando volvió a cerrar los ojos para lavarse el pelo, sintió la misma respiración tras ella y no solo eso, sino que también recibió una palmada fuerte en una nalga.
– ¡Ese debe ser el abuelo, que era como mujeriego y morbosito! ¡Qué miedo Alfredo!
-Claudia, deje de pensar bobadas. El abuelo está feliz. Está en el mar como quería.
-Alfredo, usted sabe muy bien que no es ahí donde quería estar.
– ¿Entonces qué hacemos Claudia? Respondí con enfado. ¿Volvemos a Coveñas a buscar las cenizas? ¡Ya están en el mar! ¡No hay nada que hacer!
Claudia guardó silencio, mientras tanto, yo fingía una actitud racional pero en el fondo, estaba aterrado.
Pararse por las noches por un vaso de agua a la cocina se convirtió en un padecimiento. Había que atravesar un corredor para llegar a la nevera. Aquel en el que por descuido no había cambiado un bombillo fundido por lo que tenía que caminar en la penumbra. Lo pasaba corriendo hasta la cocina, en donde me servía el agua tratando de demorarme lo menos, para luego volver a pasar como campeón de los cien metros planos hacia el cuarto, eso sí, antes de llegar a la puerta, disminuía el paso para aparentar que ingresaba con tranquilidad.
Cualquier gota de un grifo mal cerrado, el crujir de la madera, los ladridos desorientados de Calixto, los asociábamos con la presencia del abuelo. Incluso, llegamos al punto en el que me tocaba acompañar a Claudia a que orinara. Ella se sentaba en la tasa, y sacaba la mano por la puerta entreabierta, para tomármela. Desde adentro me hacía jurarle al menos tres veces que no me iba a asomar.
Sabiendo del estrés del que éramos víctimas, un día le dije a Claudia que nos fuéramos a dormir un par de noches a la finca cafetera que un amigo mío nos había prestado. A ella le gustó mucho la propuesta, así que el fin de semana salimos hacia allá. La casa quedaba encañonada, entre dos montañas altísimas cubiertas de cafetales, guamos y plátanos. Una portada roja, oxidada y de baja altura, era lo que supuestamente impedía el paso de un extraño, pero hasta un niño de seis años hubiera podido sortearla con facilidad. Hacía frío y desde la casa, no podía verse la carretera central.
Al llegar no encontramos a nadie. Mi amigo me telefoneó para explicarme que el mayordomo estaba haciendo unas vueltas del colegio de su hijo en el pueblo y que llegaría al otro día muy temprano. Calixto desde que llegamos estuvo muy inquieto y se dedicó a gruñirle a uno de los tantos helechos que colgados, adornaban el corredor. Eso nos desconcertó.
Nos sentamos en un par de sillas que miraban hacia la espesura de la noche. Claudia me contó mil cosas de su niñez y de toda su familia. Yo solo la miraba tomar vino y parlotear. Era obvio que estaba evitando irse a la cama, al menos en sano juicio.
Los extraños gruñidos de Calixto la impresionaron.
– ¿Y si el abuelo de verdad quedó vagando por ahí Alfredo? ¿Si está ofendido con nosotros, por haber tirado sus cenizas en otro lado?
-Deje de pensar bobadas Claudia, le respondí. Más bien sírvase otro vinito, que está lo más de bueno, le contesté, tratando de que no se me notara el temblor producido por los nervios.
Pasaron al menos tres horas. Ya era media noche y decidimos irnos a la cama. Claudia estaba borracha. Cuando apagamos las luces se veía muy poco. El voltaje en la casa era muy bajo por lo que los bombillos alumbraban con debilidad. Solo una luz muy tenue que provenía del bombillo que continuaba encendido, dejaba ver algunos rasgos del rostro de Claudia.
A sus pies estaba Calixto. Lo sabía por sus gruñidos que se activaban con cualquier cosa. Un bicho, el viento moviendo las cortinas, el aullido de un perro a lo lejos, lo que fuera.
Claudia comenzó a roncar y yo miraba el techo. Me pareció ver la silueta de un hombre a través de las cortinas. Sentí que la cama a mi lado se hundió un poco. Sin duda alguien, fuera de nosotros, habitaba el cuarto oscuro. Traté de convencerme de que la silueta proyectada en la ventana era la de la ropa que el mayordomo había dejado secando y que colgaba de una cuerda frente al corredor. Calixto me miraba fijamente y con las orejas paradas. Me tapé del todo con la sábana y tratando de no
despertar a Claudia, pero comencé a sofocarme. Me destapé la cabeza para respirar un poco. Calixto seguía mirándome petrificado. Mentalmente pregunté:
-Abuelo ¿Eres tú? De repente vi a Claudia que dormida se volteó hacia mí, me tomó del brazo y respondió:
-Sí.
No recuerdo nada más. Solo que hui despavorido del cuarto, tumbando la puerta como alma que lleva el diablo en medio de la maraña oscura. Vi mi cuerpo atascado en una zanja de la que no me percaté. Presencié toda mi vida resumida en un segundo, incluida la última imagen, la de Claudia soñando con aquel día en el que le pregunté si quería casarse conmigo a lo que ella siempre respondía en voz alta que sí.