Los tres pueblos estaban sentados a la mesa… hasta que los intereses representados en los Reyes Católicos decidieron que era hora de expulsarlos de la que ya era su casa
En 1946 un niño llamado Asher, que en hebreo significa “Bendito”, fue a parar con sus mayores al municipio de Líbano, en el Departamento del Tolima, Colombia.
Habían escapado de Alemania antes del fin de la Segunda Guerra Mundial y escogieron como su lugar de destino a un país que se desangraba en su propia contienda.
Siguiendo una línea casi paralela en el tiempo y el espacio, una pequeña de nombre Houda, que en árabe a veces quiere decir “Misericordia” se asentó con sus padres en Anapoima, una población de tierra caliente utilizada para sus temporadas de descanso por las clases altas de Bogotá.
Corría el año de 1948 y Colombia se incendiaba del todo en medio de la furia de liberales y conservadores.
Pero los mayores de Asher y Houda habían sobrevivido a guerras peores.
Tiempo después, al promediar la década de los años cincuenta del siglo XX, las dos familias se conocieron en un tren que viajaba de Armenia a Pereira, atraídas por la fama de esta ciudad como lugar apropiado para hacer negocios.
Estaban a miles de kilómetros de sus lugares de origen pero se las arreglaron para entenderse en el español rudimentario aprendido a fuerza de necesidad.
Así que árabes y judíos hicieron buenos negocios en esas tierras productoras de café y siguieron encontrándose para compartir la mesa y contarse anécdotas de sus lugares de origen.
Veinte años después, allá por 1969, como en los cuentos de Las Mil y una Noches, sucedió lo que tenía que suceder: Asher y Houda se enamoraron, fundaron familia y se asentaron en una finca en el municipio de Montenegro, hoy Departamento del Quindío.
Muy pronto, atendiendo al viejo mandato que cobija a los tres pueblos de La Biblia, se multiplicaron al ritmo de un hijo por año, a lo largo de una década.
Siguiendo otro designio los diez hijos- seis mujeres y cuatro hombres- hoy andan desperdigados por el mundo en una ruta que va de San Francisco, Estados Unidos, a Sidney en Australia, sin contar países y poblaciones intermedias.
En todo el trayecto, estos hijos de Colombia originarios del Medio Oriente han aprendido a cada momento lo que es ser bien acogidos por conocidos y extraños en distintos lugares de la tierra.
“En todas partes siempre han encontrado a alguien dispuesto a compartir el pan con ellos y nadie nunca les ha preguntado el porqué de su andareguiar”, dice un Asher septuagenario, sentado frente a un vaso de vino y un plato de nueces.
“En realidad, tampoco nadie nos preguntó nada cuando llegamos a Colombia con una mano adelante y la otra atrás. Simplemente nos acogieron y ya” dice, midiendo el sentido de sus palabras: setenta años después, siente temor de no estar utilizando los vocablos precisos para hacerse entender.
Debe ser por eso que Houda, su mujer, prefiere guardar silencio.
Escuchando la historia de estos árabes y judíos que, como casi todo el mundo, sólo quieren vivir en paz, entiendo una vez más que para la gente es muy fácil convivir en medio de las diferencias.
Incluso a pesar de las pugnas en defensa de sus intereses.
Son los políticos y los poderosos de toda laya los que azuzan a los pueblos y los conducen al matadero, cada vez que necesitan apoderarse de un territorio, imponer un modelo de gobierno o una creencia religiosa.
Árabes, españoles y judíos convivieron durante siglos en la península ibérica dando origen a una cultura fértil y diversa cuyos legados llegan hasta nuestros días.
Están en la literatura heredada de El Quijote; en la cadencia angustiada del Cante Jondo o en las delicias del queso manchego, el vino tinto y el jamón serrano.
Los tres pueblos estaban sentados a la mesa… hasta que los intereses representados en los Reyes Católicos decidieron que era hora de expulsarlos de la que ya era su casa.
Una casa resumida en la palabra Sefarad, el nombre que los judíos le dieron a España, su patria.
Una casa que los árabes habían levantado con piedras de Córdoba y Granada y adornado con tapices importados de sus reinos milenarios.
Y sin embargo fueron arrancados de raíz de esas tierras que ya eran tan suyas como de los campesinos nacidos en las montañas de Murcia.
Los nuevos poderes económicos, políticos, religiosos y militares decidieron que ya era hora de una nueva diáspora.
Para contrarrestar esos poderes, paralizantes como toda forma de dominio, los pueblos siguen encontrándose en cuanto escondrijo descubren. Se miran, se tocan, se aparean y se reproducen dando lugar a otras voces, a nuevos tonos de piel y a otras formas de nombrar el mundo.
Como sucedió con las familias de Asher y Houda
Es su manera de conjurar la muerte y plantarle cara a quienes, para facilitarse las cosas, desde el comienzo de los tiempos se han empecinado en dividirlos en judíos, moros y cristianos.