El amor y la vida son las caras de la desolación y la muerte. A veces incluso en ese ambiente pestilente de corrupción y muerte hay tanto amor: amor por la vida, amor por salvar lo que queda de los bosques nativos, de las fuentes de agua, amor por otras generaciones que no son las nuestras
Esta casa pertenece a un pueblo quindiano en Colombia. Una típica construcción cafetera de “bareque”. Yo las he visto toda mi vida. Técnicamente hasta finales de mi adolescencia. Luego me fui a estudiar a la gran ciudad y me dejé absorber por ella.
Absorber es el verbo que en estas horas de este día me acompaña. Absorber conocimientos, absorber impresiones, absorber aprendizajes, pero también absorber dolores: de mi país en el que la vida no vale nada.
En donde uno de los ríos más importantes del país fue secado para compensar la soberbia de políticos e ingenieros. Un país con casitas como la de arriba, con gente feliz y con gente trabajadora; pero con tanto odio y ambición que el narcotráfico y el paramilitarismo hacen carrera también entre las familias de antaño.
Esas que se conocían como las familias de bien, de gente pujante y capaz de construir ciudades a punta de inventiva. Un país que respalda o rechaza la corrupción según quién la ponga en marcha. Si es de los nuestros, entonces existe la excusa de “pero los otros también roban… y más”, si no es de los nuestros, entonces lo crucificamos y lo vilipendiamos sin miramientos ni contemplaciones. La hoguera es el símbolo de las hordas.
Y yo lejos de mi país, me debato entre dejarme absorber por esta sociedad que me recibe, frente a la cual tengo enormes reparos, especialmente por su racismo. Aquí la vida también se lucha, y a veces es difícil cuando no se juega de local, porque faltan los giros, las conexiones generacionales, los referentes culturales bordados en la infancia.
Pero hay algo que solo uno se da cuenta que ha ganado cuando está aquí: morir de viejo y no de hambre o de un balazo. Es curioso que algo tan lógico, tan humano, tan normal no lo sea en mi país.
Entre sueños se va la vida de quienes mueren por culpa de la violencia estúpida, por el ego de los poderosos, por la inseguridad de los arrogantes con poder. Entre sueños también se va la vida cuando la apuesta al amor fue la errada.
El amor y la vida son las caras de la desolación y la muerte. A veces incluso en ese ambiente pestilente de corrupción y muerte hay tanto amor: amor por la vida, amor por salvar lo que queda de los bosques nativos, de las fuentes de agua, amor por otras generaciones que no son las nuestras.
Recientemente leía algo en Twitter: “en mi ciudad se mueren los jóvenes para que los viejos puedan seguir alimentando sus odios”.
Hay otras cosas que me absorben de momento. Pero cada cosa a su tiempo.