Tanto es mi vicio por esta sopa que hasta tengo la costumbre de chupar concienzudamente las bolitas de la pimienta como si fueran caramelillos hasta que no queden trazas de maní.
Bien recuerdo que en mis años de escolar, al momento del recreo, iba en busca de mi bolsita con refrescante chicha de maní que me la tomaba en un instante como si me muriera de sed. Era un ritual sabroso aspirarla a través de la pajilla de plástico al tiempo que la lengua sentía la agradable textura del coco rallado. Hoy, más viejo y curtido ya no le hallo gusto a las partículas de coco flotando en la misma bebida, así como tampoco me agrada que a la garapiña (bebida preparada con chicha de maíz y helado de canela) le añadan lo mismo.
Sin embargo, el dichoso coco rallado sabe muy bien cuando se lo espolvorea sobre un calentito arroz con leche que se sirve como postre. Como adultos vamos perdiendo el gusto por algunas cosas, o simplemente cambian nuestras preferencias. Será que a eso le llaman madurez, supongo.
Y dentro de esa madurez, ya no extraño tanto el refresco de maní como para ir corriendo en su búsqueda pero si se da la ocasión de degustarlo acepto encantado, tal como en mis años más mozos y vulnerables. Naturalmente, he pasado a cosas más fuertes y de ‘hombrecitos’ como diría alguien en broma, empezando por la picantosa llajua de maní, que es la salsa suprema para sazonar una velada de anticuchos ahumados a todo corazón en la parrilla. Con guitarra o sin guitarra, pero mejor con ella.
De todas las formas posibles de aprovechar esta versátil leguminosa, la mejor pasa por disfrutarla en sopa, medianamente espesa y bien caliente. Todo comienza por la molienda en batán, del grano en crudo que se va triturando con una piedra maciza hasta formar una pasta casi líquida a la que se va añadiendo agua para facilitar la tarea. Es un arte el molido del maní, hay que decirlo, pues hacen falta unas manos diestras para conseguir una pasta no tan fina, sino más bien rugosa en cuanto a textura que, más tarde, el paladar sabrá apreciar.
Alternativamente, se puede recurrir al triturado en licuadora pero la sopa tendrá otra consistencia, bien que lo sabemos los que somos aficionados a la comida ancestral.
Como cualquier otro caldo se hace hervir previamente cebolla, zanahoria y otras verduras picadas, con presas de res y/o de pollo según conveniencia. Sal, algo de ajo, y pimienta en grano bastarán para afinar la sazón. Luego se va espesando el caldo con la pasta de maní hasta que dé unos buenos hervores. Antes de finalizar la cocción se añaden habas verdes y un puñado de papas blancas menudas para que la sopa no se vea tan monótona.
Hay quienes gustan de añadir unos cuantos macarrones tostados al caldo para combinar sensaciones y francamente es aceptable. Pero algunos preferimos puramente el maní, para sentir a plenitud su sustancia algo áspera cuando pasa por la garganta. Somos así de gustosos y raros. Eso sí, ni de chiste me sirvo cuando veo arroz en la sopa, de maní quiero decir. Espesarla con tal cereal, es uno de los peores crímenes culinarios que, como en el Lejano Oeste, merecería el cariño de una bala.
Nada mejor que servirse la sopa humeante, con unos esperanzadores olores del perejil picado flotando en su superficie, en consonancia con unos palitos de papa frita que no solamente cumplen una función estética sino también la posibilidad de alternar sabores en la boca. Tanto es mi vicio por esta sopa que hasta tengo la costumbre de chupar concienzudamente las bolitas de la pimienta como si fueran caramelillos hasta que no queden trazas de maní. Que me perdonen mis interlocutores si me callo de repente y me aíslo de la charla en la mesa. Estoy concentrado en mi sopa de maní, disfrutándola a plenitud como si no hubiera mañana.
Ya en otras circunstancias, de cuando en cuando (muy raramente, para ser precisos), si tengo suerte me invitan a comer una Nogada de cordero. Un guiso magistral con carne dulzona y tierna, adobada en, sabe Dios, qué condimentos y cocida, naturalmente, con una buena base de maní molido. Aunque lo de “nogada” nunca lo he sabido, porque no aparecen las nueces por ningún lado, ni siquiera rastros en la sazón. Si la ciencia tiene tantos misterios, ¿por qué no la cocina?