Discurso del presidente federal de alemania Frank-Walter Steinmeier, traducido por la periodista Juliana González Ríos
Alemania en claroscuros
Qué cambio tan radical debió anunciar Philipp Scheidemann a la muchedumbre en las calles, ese 9 de noviembre de 1918, aquí en este lugar, desde una ventana del Reichtag
¡La caída del imperio, el fin de un orden monárquico centenario, el inicio de un futuro democrático para Alemania!
Qué llamado en los últimos días de la guerra .Qué mensaje para los hombres y mujeres cansados y demacrados, en un país marcado por la guerra, para las ciudades, para los batallones, para las empresas donde se extendían como fuego los motines y las huelgas colectivas, en medio de un ambiente explosivo de protestas, hambruna e incertidumbre.
Finalmente la paz. Por fin llegaba la autodeterminación política y la equidad social. Era la promesa de cada una de aquellas palabras. Una luz en aquel nublado día de noviembre.
La Revolución.
A pesar de su improvisación, ella marca una ruptura profunda en la historia alemana.
¡Qué despertar a la modernidad!
Muchas de sus conquistas definen hoy a nuestro país, a pesar de que no tengamos conciencia de esto en lo cotidiano. La revolución trajo a todos los parlamentos alemanes, el derecho al sufragio universal: finalmente y por primera vez también para las mujeres.
La revolución allanó el camino para la celebración de la asamblea nacional de Weimar, para la primera constitución republicana, para la democracia parlamentaria, la primera en la historia de nuestro país.
Esta revolución también sentó las bases del estado social de derecho moderno: jornadas laborales de 8 horas, acuerdos salariales, participación de los trabajadores a través de los comités empresariales. Todos avances sociales, que empezaron en medio de las confusiones de la posguerra.
Pero a pesar de esto, la revolución ha dejado pocas huellas en los recuerdos de nuestra nación. El 9 de noviembre de 1918 está en el mapa mental de los lugares de nuestra memoria, pero nunca encontró un lugar propio. Es el hijo adoptivo de nuestra historia democrática. También por la ambivalencia que supone el 9 de noviembre: un día de luz y sombras. Especialmente porque aquella democracia, que entonces empezaba, la recordamos más por su final que por su inicio.
A veces me parece que aquel hito histórico estará para siempre bajo la sombra del fracaso de la república. Como si ese 9 de noviembre fuera desacreditado y humillado en manos del 30 de enero de 1933.
Sí, el final de la república de Weimar nos conduce al más tenebroso capítulo de la historia alemana. Pero la democracia históricamente no ha fracasado, históricamente quienes han fracasado son los enemigos de la democracia.
La exacerbación del nacionalismo, la dictadura, la ideología deshumanizadora de los nacionalsocialistas han recubierto a Europa con guerra y delitos abominables. Han arruinado moral y políticamente este país. Para nuestra suerte recibimos una nueva oportunidad de autodeterminación reunificados y libres. Y esa oportunidad se convirtió en realidad. Ella, la república, se ha afirmado históricamente. Y a eso, cien años después, podemos aferrarnos y yo agregaría: celebrar.
Por supuesto que aquella revolución fue desde el primer día una paradoja, una revolución contradictoria. Su historia no se puede contar de manera lineal.
¿Pero qué historia alemana lo permite?
La contradicción de la revolución se reveló el mismo 9 de noviembre, cuando Karl Liebknecht, el líder de la Liga Espartaquista, lanzó el grito de la República, solo dos horas después de que lo hiciera Philipp Scheidemann.
Friedrich Ebert quiso impedir sobre todo el caos, una guerra civil y una toma militar del poder de los triunfadores. Él estaba movido por el deseo de dar trabajo y alimento a la gente. El Consejo de los Comisarios del Pueblo vio bien reducida su capacidad de maniobra en esos meses turbulentos, en el torbellino de las fuerzas radicales de izquierda y de derecha.
Y sin embargo, los Comisarios del Pueblo, deberían haberse atrevido a más cambios de lo que ante sus ojos consideraban su responsabilidad. Demasiados de los enemigos de la joven república conservaron sus cargos en la milicia, la justicia y en la administración.
Con seguridad, ante los intentos de la izquierda radical de obstruir por la fuerza las elecciones de la asamblea nacional, debieron los Comisarios del Pueblo rodear con determinación a Friedrich Ebert.
Pero nada justifica que se hubiera permitido sin restricciones de facto la brutalidad de los nacionalistas cuerpos francos. Muchos fueron asesinados, entre ellos Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht.
Hoy queremos rendir tributo también a todas las víctimas de aquellos días.
Sí, esa revolución fue también una revolución con equivocaciones y esperanzas rotas. Pero es el mayor logro del movimiento obrero moderado que en un clima de violencia, en medio de la necesidad y la hambruna, buscó un compromiso con las fuerzas moderadas de la burguesía, que priorizaron la democracia parlamentaria.
El 9 de noviembre de 1918 es un hito de la historia de la democracia alemana. Éste marca el nacimiento de la república en Alemania. Éste marca el avance de la democracia parlamentaria.
Y por eso merece un lugar privilegiado en la cultura de la memoria de nuestro país.
Porque quien hoy crea que nuestra democracia es en el entretanto una obviedad, y este Parlamento una convención, como si se tratara de un mueble viejo, ¡Vaya y revise aquellos días! No, este parlamento no es una obviedad ni tampoco una cuestión marginal. Es una hazaña histórica, y por esta hazaña, por esta herencia debemos luchar: en cualquier lugar, pero sobre todo en esta casa.
En la República de Weimar el 9 de noviembre no logró consolidarse como la fuerza simbólica del mito fundacional. Incluso los republicanos más decididos no quisieron entregarse de cabezas a una revolución, cuyo despertar fue turbio, como lo escribiera Theodor Wolff en el Diario de Berlín a propósito del primer aniversario de la revolución.
En vez de promover la unidad, el recuerdo del 9 de noviembre polariza ideológicamente a la sociedad. Para una parte de la izquierda radical esta fecha simboliza la aparente traición a la clase trabajadora. Para los enemigos de derecha de la república, fue su mentira de “puñalada por la espalda”, la supuesta traición a los frentes de batalla.
No fue casualidad que Adolf Hitler precisamente el 9 de noviembre de 1923, en Múnich, lanzara su primera andanada contra la república, aquel “sistema antialemán”, cuyos representantes convencieron a las masas con un odio asesino.
Especialmente fue la bandera de la república, la que sus enemigos tuvieron en la mira y que siempre mancharon. Negro-rojo-dorado, Los colores del movimiento de liberación desde el Festival de Hambach de 1832. Esto en sí mismo debería ser motivo suficiente para sacar del pozo de la historia al 9 de noviembre de 1918.
Quien hoy desprecia los derechos humanos y la democracia, quien azuza de nuevo el viejo odio nacionalista, ese ¡no tiene ningún derecho sobre el negro-rojo-dorado!
La revolución de 1918/1919 fue la entrada a la democracia, a un experimento con desenlaces imprevisibles. Hoy sabemos del peso que tuvieron que cargar sobre sus hombros aquellos contemporáneos que ensayaron la democracia en el reino y en las regiones.
La guerra perdida y su herencia sangrienta de violencia, las consecuencias del Tratado de Versalles, las turbulencias de la crisis económica y la inflación, la hambruna y la miseria masiva. Todo esto sobrecargó a la República de Weimar y ocasionalmente también la abrumó.
Pero sobre todo fue la larga tradición del pensamiento antiliberal lo que envenenó la cultura política de la república. Intelectuales como Carl Schmitt emprenden contra el pluralismo de intereses de la “sociedad moderna de masas” y condenan los compromisos tácticos y las coaliciones de la llamada “clase” política. Representantes de la izquierda radical critican a parlamentos y gobiernos de ser instrumentos de dominio de la “clase burguesa”.
Si nos fijamos en esas impugnaciones, tendremos conciencia del impresionante desempeño de aquellos, que en aquel entonces llevaron el peso de la responsabilidad política: que sacaron adelante una constitución democrática, que modernizaron los sistemas de justicia y educación, que se preocuparon por la construcción de viviendas y el seguro de desempleo, que permitieron que floreciera la cultura y la ciencia y, que durante esos años de crisis políticas internas y externas condujeron las muy frágiles coaliciones: el Canciller del Reich y ministros como Hermann Müller, Gustav Stresemann o Matthias Erzberger, parlamentarios como Marianne Weber, Helena Weber, Ernst Heilmann, Marie Elisabeth Lüders o Marie Juchacz.
Muchos de ellos están hoy en el olvido. También en la justicia y en la administración demócratas convencidos apoyaron el estado constitucional. Profesores de derecho constitucional como Hugo Preuss, padre de la constitución imperial de Weimar; Gerhard Anschütz, Richard Thoma, Hermann Heller o Hans Kelsen desarrollaron ideas, que aún hoy nos inspiran. Científicos como el economista clásico Moritz Julius Bonn o el teólogo Ernst Troeltsch promovieron el pensamiento liberal.
Muchos de quienes se comprometieron por la causa de la república fueron despreciados, ignorados, y atacados por los enemigos de la democracia. Líderes políticos como Erzberger y Walter Rathenau fueron víctimas mortales de ataques de la extrema derecha con motivación antisemita.
¡No sigamos afirmando que la república de Weimar fue una democracia sin demócratas! Esas mujeres y hombres valientes estuvieron demasiado tiempo en la sombra de la historia por el fracaso de la democracia de Weimar.
Yo creo que les debemos respeto, admiración y gratitud.
La mentalidad y el accionar de los demócratas weimarianos tienen un efecto más allá de la primera república. Las madres y los padres de la República Federal, quienes estuvieron influenciados por la era de Weimar, pudieron, después de 1945, construir a partir de aquellos conocimientos y aprender incluso de los errores de ese tiempo. En palabras de August Winker, “Que Bonn no haya sido Weimar se lo debemos al hecho, de la existencia de Weimar”.
Yo quiero extender sus pensamientos a nuestro Berlín actual. Sí, vivimos en tiempos donde la democracia liberal se encuentra bajo presión, tiempos en los que sus adversarios tienen mayor autoestima y levantan la voz. Pero cuando ocasionalmente entre murmullos se advierte sobre “comportamientos weimarianos”, yo los rechazo con vehemencia. Porque de lo contrario empequeñeceríamos nuestra democracia mientras acrecentamos a sus adversarios más allá de lo que son.
Y en ambos casos no hay motivos para hacerlo.
Ahora, cuando recordamos a aquellas valerosas mujeres y hombres de ese entonces, cuando recurrimos a sus experiencias, entonces tengo esperanza: no solo en la fortaleza y solidez de nuestras instituciones, sino que también nosotros, como demócratas, podemos aprender de aquellos que nos precedieron. La libertad, el estado de derecho y la democracia son nuestra herencia de esas madres y padres.
¡Tengamos la confianza para reclamarlas, y cuidémosla la manera inteligente y atenta!
El 9 de noviembre los alemanes recordamos tanto la luz como la sombra de nuestra historia. Este día es el día de las contradicciones. Un día iluminado y oscuro. Un día que nos exige algo que siempre pertenecerá a la mirada del pasado alemán: la ambivalencia del recuerdo.
Hace exactamente 80 años, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, ardieron las sinagogas en Alemania. Negocios de judíos fueron saqueados y destruidos. Cientos de mujeres y de hombres fueron asesinados por los nacionalsocialistas, se suicidaron o murieron como consecuencia de las torturas de los campos de concentración.
Esos Pogromos, en aquel entonces evidentes para todos, fueron un precursor de la persecución y eliminación de los judíos europeos. Representan la inigualable fractura de la civilización.
El derrumbe de Alemania en la barbarie.
Hoy recordamos a las víctimas del nacionalsocialismo, y somos conscientes de nuestra responsabilidad: la misma que no conoce punto final.
Este 9 de noviembre nos pone, de manera compacta en una sola fecha, frente a la más difícil y dolorosa pregunta de la historia alemana: Cómo pudo ser que el mismo pueblo, que el 9 de noviembre de 1918, se atrevió a lograr la autodeterminación democrática, que en los años siguientes celebraría tantos avances para la humanidad, que escuchaba sinfónicas en las salas de conciertos y en sus clubes nocturnos bailara swing, cuyos científicos recibieron premios Nobel, cuyos trabajadores construyeron barrios obreros, cuyos artistas rompieron con las tradiciones, cuyas películas deslumbraron al mundo entero, cómo pudo ser que ese mismo pueblo, pocos años después, ayudara en las urnas por mayoría a los enemigos de la democracia, convenciera a sus vecinos europeos de ir a la guerra, mirara para otro lado, o incluso celebrara o colaborara para que los vecinos judíos de su propia calle, los homosexuales, los enfermos mentales fueran echados de sus propias casas, fueran acorralados por los esbirros de un régimen criminal que encerró familias judías en vagones de ganado y mandó a las cámaras de gas a los padres y a sus hijos.
Esta es la pregunta más difícil y más dolorosa de la historia alemana. La respuesta no la resolverá por nosotros ningún congreso de historiadores. La respuesta no puede ser contenida solo en las palabras. Solo la podemos obtener a través de nuestras acciones.
Ese recuerdo que solo hace mover nuestros labios durante las conmemoraciones pero que no modela nuestro accionar, ese recuerdo se convierte en ritual.
En el peor de los casos, lleva incluso al resentimiento, al distanciamiento entre las conmemoraciones oficiales y la cotidianidad, a la sensación entre los ciudadanos, sobre todo entre la gente más joven que dice: “¿Qué tiene que ver esto conmigo?”
Respetados Parlamentarios, queridos invitados, en nuestro accionar debemos demostrar que nosotros, los alemanes, realmente hemos aprendido, que nos hemos vuelto de verdad atentos a lo que ocurrió en nuestra historia.
Tenemos que actuar allí donde la dignidad del otro sea maltratada .Tenemos que contrarrestar la aparición del lenguaje del odio. No podemos permitir que algunos quieran creer que ellos son los únicos que pueden hablar en nombre del “verdadero pueblo” mientras discriminan a los demás. Tenemos que oponernos cuando grupos de personas sean declarados chivos expiatorios, cuando personas por su religión o color de piel sean puestas bajo sospecha, y no nos rendiremos ante nuestra lucha contra el antisemitismo.
Tenemos que evitar que grupos de personas se atrincheren y se alejen los unos de otros.
¡Tenemos que levantarnos y acercarnos! ¡Tenemos que procurar que esta sociedad se mantenga en diálogo consigo misma!
Y también esto: tenemos que luchar nuevamente por mantener a Europa unida, tenemos que luchar por un orden internacional, el mismo que es cuestionado incluso por nuestros socios.
Pues a esta unidad europea y a este orden internacional le debemos que nosotros, los alemanes, volvamos a ser un pueblo, que política y económicamente haya salido adelante, que en su gran mayoría quiera vivir de manera cosmopolita y europea, que sea respetado e incluso apreciado por muchos en el mundo, que pueda disfrutar de las sinfonías en sus salas de conciertos, y que en sus clubes nocturnos si bien hoy no bailarán swing si lo harán al ritmo de la electrónica, cuyos científicos vuelven a recibir premios Nobel, cuyos atletas rompen records, y cuyas empresas y universidades atraen a los jóvenes de todo el mundo. Sí incluso, y eso me alegra de manera particular, muchos vienen de Israel.
Que seamos merecedores de esta gran suerte por nuestras acciones, esa es la verdadera misión de este tiempo. Y este cometido se dirige a cada alemán, más allá de los actos conmemorativos.
¡Aceptemos esta responsabilidad!
Berlín no es ni será Weimar. Los peligros del ayer nos son los peligros de hoy. Quien amenace con el regreso de los mismos, podría perder de vista las nuevas amenazas.
Pero la memoria pude aguzar la vista ante nuevas impugnaciones. Y éstas existen.
Tan poco como la democracia tenía el 9 de noviembre de 1918 su fracaso asegurado, así de poco, cien años después, tiene su éxito garantizado.
Observamos un creciente malestar frente la democracia partidista que llega hasta la médula de nuestra sociedad. Experimentamos cómo algunos quieren dejar de reconocer en los parlamentos los lugares para hallar las soluciones políticas.
No todas esas personas son contradictoras de la democracia, pero sí le fallan a la democracia. Especialmente la historia de la República de Weimar muestra qué tanto necesitan los ciudadanos, que ya están preparados, asumir responsabilidades, de confrontarse con las dificultades de la política democrática, porque creen en su valor.
Yo deseo que hoy, en el centenario de la democracia parlamentaria, de ser posible que muchas personas en nuestro país no solo reconozcan su valor, sino que también saquen de allí la fuerza, reciban el coraje para que se impliquen por y para la democracia.
Porque valor se necesita aún hoy. Pero obtenerlo, es hoy afortunadamente mucho más fácil que durante la primera democracia, la de 1918.
Pero el valor de los individuos no es suficiente. Necesitamos hechos que nos conecten.
Puesto que percibimos grandes fuerzas centrífugas que arrastran a nuestra sociedad, y vemos cómo las diferencias se profundizan, no solo las económicas sino también las culturales. Todos tenemos una profunda necesidad de un hogar, de cohesión social, de guía. Ahí juega la mirada al pasado propio un papel muy importante. Cada pueblo busca un sentido y una conexión con su historia.
¿Por qué tendría que ser diferente para los alemanes?
Necesitamos de los recuerdos. Por esto es que hoy es un día importante. El 9 de noviembre sí nos puede orientar, pero no ofrece claridad.
No se puede fundar esta República Federal sin las catástrofes de dos guerras mundiales, sin el delito de lesa humanidad de la Shoá.
Éstas son piezas integrales de nuestra identidad.
Pero, la República Federal no solo se explica con los negativos, no solo desde “¡el nunca más!”. No la podemos justificar sin las múltiples y profundas raíces de las aspiraciones democráticas y de libertad, que existen hace décadas y sobre las que se pudo erigir la República Federal, luego de 1945.
Lo sé: es difícil cargar ambas en el corazón. Pero ¡tenemos derecho a intentarlo!
Podemos estar orgullosos de esa tradición de libertad y democracia, sin perder de vista el abismo de la Shoá. Y podemos estar conscientes de la responsabilidad histórica con la ruptura de la civilización, sin negarnos la alegría de lo afortunados que somos en nuestro país.
Sí. Tenemos el derecho a confiar en este país, a pesar o quizás porque ambos lo conforman. Pues llevamos ambos en el corazón. Esta es la esencia de nuestro patriotismo ilustrado. No se trata ni de coronas de laureles ni de coronas de espinas. Tampoco es ruidoso ni rampante. Es un patriotismo en voz baja y con sentimientos mezclados.
Algunos pretenden verlo como una debilidad. Especialmente aquellos que ofrecen un nuevo y agresivo nacionalismo. Yo siento todo lo contrario. El nacionalismo recubre de oro el propio pasado, supone el triunfo sobre el otro. El nacionalismo, aún el nuevo, promete el antiguo orden sagrado, que nunca existió.
Un patriotismo democrático no es ninguna almohada abullonada, sino un estímulo permanente. Una motivación para todos aquellos que no proclaman que “los tiempos pasados fueron mejores”, sino para aquellos que dicen: “queremos y podemos construir un mejor futuro”. Esta es la confianza de los demócratas y esa debería ser nuestra actitud.
Confianza han demostrado tener las mujeres y los hombres que transitaron el largo camino a la unidad, al derecho y la libertad de nuestro país.
Los pioneros en tiempos de la Revolución Francesa, la efímera República de Maguncia, en la liberal Vormärz[1], durante la revolución de 1848 y en la Paulkirche de Frankfurt[2], cuyo espíritu no solo atravesó la Constitución de Weimar sino que está presente en nuestra actual Ley Fundamental.
Y cuando miramos bien, descubrimos entonces los inicios de la autodeterminación y de la división de poderes. Inicios que se remontan hasta el medioevo, al orgullo de la ciudad imperial libre o las ciudades hanseáticas, el ansia de libertad de los campesinos, o la antigua constitución imperial.
La misma, que para sorpresa de ustedes, fue la que inspiró a los padres de la constitución americana.
Recordamos también a aquellos, quienes durante el imperio, durante la República de Weimer, en el exilio y desde la resistencia frente los nacionalsocialistas lucharon por la libertad y la democracia, aquellos a quienes en esto se les fue la vida.
Y hoy, sobre todo, recordamos a las mujeres y a los hombres, que en el otoño de 1989 inundaron las calles en Leipzig, Dresde, Plauen y Chemnitz, en Berlín, Potsdam, Halle y Magedeburgo, en Arnstadt, Rostock y Schwerin.
Ellos prepararon el camino para nuestra reunificación. Sin la Revolución Pacífica, sin su valor y su deseo de libertad no hubiera sido posible la caída del muro. Ese feliz 9 de noviembre en nuestra historia. A ellos va hoy nuestra gratitud.
Todas esas mujeres y hombres que conquistaron poco a poco, aquello con lo que durante largo tiempo los alemanes solo pudimos soñar:una Alemania libre, unida y democrática. Muchos de ellos han sido olvidados. Yo deseo que seamos más atentos, que pongamos más emoción y, sí, también que destinemos más ayudas financieras a los lugares y los protagonistas de nuestra historia democrática. ¡Debemos invertir más en la autopercepción de nuestra República que en los cementerios de los reyes o en los castillos de los príncipes!
Todos aquellos que declaramos nuestro apoyo a la democracia. Los millones que día a día se entregan a este país. Todos esos viven esa tradición. La demuestran con su ejemplo cotidiano: el patriotismo democrático no es ninguna abstracción ni ningún mito.
El compromiso de esos ciudadanos no es solo racional u obedece al mero cálculo, sino que nace de lo más profundo del corazón. Así que ¡atrevámonos! Atrevámonos a mostrar la esperanza, la pasión republicana de aquel noviembre en nuestros tiempos.
Atrevámonos a renovar las exigencias: ¡qué viva la República alemana! ¡qué viva nuestra democracia!
[1] Vormärz es el nombre que recibe el período histórico comprendido entre el fin del Congreso de Viena en 1815 y, bien la Revolución de 1830 en Francia, bien la Revolución de 1848. Este término se debe ver en el contexto de las corrientes revolucionarias y opuestas al régimen político que se desarrollaron en Alemania durante estos años.
[2] Edificio cargado de simbolismo en la historia de Alemania. En esta iglesia, ya desacralizada, funcionó el primer parlamento elegido popularmente en Alemania.