Duque.. es, en síntesis, un tipo flojo, un tecnócrata que nunca debió salir de la comodidad de su oficina invisible.
La mezquindad es la palabra que puede caracterizar de mejor manera los primeros cien días del actual personaje que abastece en suerte el espacio de la casa de Nariño, y le ha demostrado al pueblo colombiano el error de tener a un tecnócrata en un cargo que es y debe ser manejado por un político. A cien días tenemos el fantasma de 4 paros nacionales, entre ellos el camionero, el único gremio capaz de parar, en sentido literal, todos los rieles del país.
Lo anterior se demuestra porque se podrían decir muchas cosas de los habitantes de la casa de Nariño en sus últimos 30 años, desde Belisario hasta Juan Manuel Santos (2.0) pasando por la horrible noche de un tal Uribe, pero en todos los casos se ha tratado de políticos en el mejor y en el peor sentido de la palabra. Por ejemplo, en el momento más álgido del paro nacional de 2008, con plena economía mundial cayéndose, los estudiantes negociaron con Uribe Vélez el fin de un tremendo paro, lo mismo que sucedió con Santos con el gremio camionero, el satanás de la política colombiana, que paralizó durante casi dos meses al estado colombiano.
Pero Uribe es un lobo viejo y Santos un estadista brillante. Ni que decir entonces de lo que en su momento fue el fenómeno Gaviria: Constituyente, apagón, lucha contra el Narcotráfico (Escobar y los Gacha), ingreso oficial del neoliberalismo, fin del proteccionismo, paramilitarismo, guerrilla, exterminio de la UP… y el tipo salió como un príncipe de la presidencia. En términos reales, Gaviria ha sido un superhéroe político, porque su heroísmo no viene de salir invicto de todo (para eso ya se tiene a Uribe) sino de enfrentarse con el vacío, la dificultad y el abismo, y aún así, poder salir avante por lo que nadie apostaba un peso.
Hoy Gaviria quiere vivir de lo que fue, pero negarse a morir lo ha condenado a la inmisericorde fatuidad de la recalcitrancia mórbida del que no aprende a dejarse ir. Los periodos de Samper y Pastrana también han estado asociados a la mezquindad, pero cada uno con sus matices y sus respectivas providencias. De Samper nadie podría negar que es un gran estadista, un liberal raza pura, de esos últimos especímenes que se negaron a morir con gente del talante de Serpa.
Pero su mezquindad llegó por cuenta del narcotráfico, el proceso 8.000, y eso es algo en lo que el colombiano debe ser contundente, y no tener flexibilidad alguna. El narcotráfico es una alianza perversa, venga de la orilla que sea, y con el perfume con que se pretenda vender. Lo de Pastrana por su parte, fue una mezquindad con otro perfume. Con él fue mezquina su forma de acceder al poder: con las mujeres. Fue el primer caso de un político colombiano que llego a su cargo como producto comercial.
Dos cosas eran marcas comerciales en Pastrana: su conservatismo y su belleza. Su elección la hicieron las mujeres colombianas, guiadas en su conciencia conservadora, y atraídas por su belleza noventera, digna de galanes telenovescos. Efectivamente, el gobierno de Pastrana fue una telenovela, con sus pequeños dramas y picos televisivos, encarnado en la escena de la silla vacía, mientras aplaudía en solitario su valiente esfuerzo, frente a una bandera apuñalada y un país desconcertado.
Pero, pese a ello, a él nadie le puede negar sus dotes oratorios; falta recordar el discurso de instalación de la mesa de diálogo, con los famosos tres países que puso de frente: uno que mataba, uno que moría, y uno que miraba horrorizado, para darse cuenta de las dotes oratorias del personaje.
El poder en Pastrana se puede resumir en dos hechos evidentes: uno es su oratoria, límpida, impecable, bella, y otro en su fantasma: el del plan Colombia, cuyos frutos los recogió, y con creces, los gobiernos de Uribe Vélez. La de Duque, por su parte, es una futilidad distinta; carece de la sabiduría estadista de la que gozó Samper, y es evidente que sus cinco días en Harvard no le alcanzaron para desarrollar capacidad oratoria alguna, de la que si dispuso Pastrana y Uribe.
Es, en síntesis, un tipo flojo, un tecnócrata que nunca debió salir de la comodidad de su oficina invisible. No es un estadista, no tiene oratoria y no es un estratega.
Ha demostrado en cien días una enorme debilidad que intenta compensar con ministros incendiarios que no han hecho más que darle soplo a una llama que no se pretendía sino estudiantil, y hoy, con esos soplos, se ha extendido rápidamente a sectores poblacionales en cuyo horizonte la protesta no estaba como una opción cercana, pero la debilidad presidencial que intenta compensar con la brutal fuerza ministerial no ha hecho más que acrecentar una llama en un país que con mucha facilidad se le puede salir de las manos.
Aquí hay un factor adicional que puede ayudar a explicar lo anterior, y es el descontento que ha causado entre un amplio sector de sus votantes (entre los que se encuentran los uribistas menos radicales y los del voto en blanco) la reforma tributaria, ya que las estrategias de mercadeo comunes al uribismo no alcanzan para convencer a este sector poblacional que siente en la subida de impuestos una afrenta a los pobres (enorme caudal electoral del uribismo) y un desincentivo para la clase media.
En esta ocasión, los medios (virales y oficiales) que han favorecido tan ampliamente al uribismo en los últimos años, han jugado en su contra, especialmente cuando las redes se inundan de la que fue una de su más importante promesa de campaña: bajar los impuestos. Su fofera, por otro lado, demuestra la táctica política de Uribe; un político en todo el sentido, y que ha comprendido que la táctica está en un gobierno que parece diferenciado del partido de gobierno que él encabeza, ello explica que se oponga abiertamente a la reforma tributaria, lo que aún le garantiza los votos más recalcitrantes del uribismo; partido político con parecidos peligrosos a las sectas del fin del mundo, de tal suerte que la fofera del uno no va en detrimento de la fortaleza del otro.
Peligroso juego en el que debemos estar alertas, sobre todo cuando no se tienen claras las reglas con las que pretenden jugar. Quizás juegan con lo que los estadounidenses se llama el “efecto Kansas city Shuffle”, en el que se hace mirar para un lado, cuando el acontecimiento sucede en otro sitio.