La ciudad se refleja en cada uno de nosotros a través de una rica gama de correlaciones
Polo salía tempranero con ojo alerta y corazón tibio. Movía su mirada al paso de los colibrís que buscan las bromelias en solares y flores de sietecueros a la orilla de la ciudad, la rivera vecina a Dosquebradas. Conocía sonidos de mirlos o gavilanes. Saludaba a la pava caucana que se detenía en el árbol laurel de la casa de Matilde y percibía el sonido de flauta traversa que entona el cucarachero flautista, o la emisión sonora de la tórtola frentiblanca y otros pájaros en la orilla del Otún. Él se detenía en sus comederos a las seis de la mañana, esos lugares donde crecen el llantén, la verdolaga, el diente de león, la lengua de vaca y las que comen a las seis de la mañana.
Polo podía leer la corriente, aunque estuviese turbia. En el tono azufrado del agua intuía el estado del volcán, señalaba el cielo. Con el dedo al cielo media la velocidad de las nubes, viento o calor de sol y auscultaba el clima. Con esa información tenía una palabra nueva para llevarle vida a la primera señora del barrio que encontrara, o al primer señor, y ahí él era ya reconocido; después, no tenía desaliento al treparse la loma de la trece, la calle más parada de Pereira.
Iba a un paso afanoso a comprar arepas donde Isolina, o subía la falda de la quince para comprar leche y pandebonos, por ahí los otros sudaban la gota gorda, él no. Polo, aunque no era el personaje de los mandados, hacía muchos favores a las mamás o las señoras de sus amigos, porque era íntimo de la casa, sabía todo lo de todos. El primero en un saludo de cumpleaños, lo más necesario y urgente en el caso de un enfermo, adivinaba el día de las quinceañeras y todo acontecimiento con celebraciones entre familias y amigos.
Polo era un vago buen vecino del barrio América que no terminó el bachillerato porque alucinaba y a ratos se vestía de mujer. Lo recordé ese día. El mago de una tractomula volteó para bajar por la loma de la calle trece desde la esquina de la carrera cuarta hacia la avenida del río, maroma que le supo a cacho. Ahí no estaba Polo. Ni en la esquina supieron para atajarlo, se precipitó en bajada, se le torcía y le jalaba, frenó echando humo con olor de caucho quemado y alguien le puso una tranca. Llamaron una grúa porque de ahí ni para delante ni para atrás.
Polo estaba chupando gladiolo en el cementerio de Circasia, porque dicen que era ateo y un fanático lo mandó a matar, también porque le pareció marica; simplemente, él no se sentía mal andando con su primo cuando se vestía de mujer, ¿por qué? si era su primo, y, además de eso, era buena gente y necesitaba andar con el mismo atuendo para acompañarlo y reconocer de eso modo la otra forma de la vida fragmentada en la ciudad, y desde otra cara tan desconocida como la cara que mira hacia los ríos.
Una tarde en la misma esquina de la trece, Polo me explicaba mientras miraba fluir carros en el viaducto: Pereira es una ciudad que se mueve a más de trece ritmos que no se corresponden con sus horas, el sol sale y las calles lo saben sentir. La lluvia cae y las calles saben que su humedad es cada vez distinta. La gente circula en la calle y cada persona sabe sentir a la otra, hasta sus apodos y sus nombres, los de la plaza de Bolívar tienen su propio vocabulario y en los barrios del río, en Cuba o la Circunvalar.
Octubre se siente diferente a diciembre. En marzo es distinto el bullicio de la octava, y en cada día y cada lugar de la ciudad, la persona en cada hora distinta, fluye y se deleita con ritmo propio y carga su propio sufrimiento. Pero es un ritmo cambiante que destila como el caos de la indeterminación. Cada momento de la existencia en esta ciudad, está ligado a una inteligencia fragmentada y colectiva, y a la memoria sobre huellas de su historia. Si miras la cara de la gente y sus fachadas y pasas con esa lectura cinco veces, lo sabrás entender, como aquel arquitecto que leía exhibiciones de la mercancía puesta en la calle como una instalación.
A veces los ladrillos son bellos y en otras reclaman a sus dueños que han olvidado embellecer sus fachadas. Cada parque podría ser distinto si lográramos ser nosotros mediante un acuerdo rítmico para que la ciudad vaya en nosotros de distinta manera. Me siento feliz cuando siento que he vivido mi ciudad y eso lo siento cuando saludo a mis vecinos. No se si en estas calles viviré mi vejez o si ellas la vivirán por mí.
Polo era un buen pato, aunque se perdiera en el momento de hacer vaca para costear las fiestas donde no faltaba. No era de esos que se beben todo el guaro, porque no tomaba, solo untaba la lengua en la copa de aguardiente y repetía el gesto que le conoció a su abuelo, pero si era una máquina despulpadora a la hora de comer; aún más, cuando era en la casa de otro y la comida estaba exquisita.
Como aquel día cuando los de la junta de acción comunal invitaron a un alcalde al que llamaban “Vaca Brava” a un agasajo. Polo ya estaba ahí, cachaco y corbatudo, había invitado a todos casa a casa, y como ese día usaba una peluca, la señora de la casa anfitriona lo confundió con el alcalde, lo sentó en el puesto principal de la mesa, le puso la mejor presa de la gallina en el mejor plato y cuando se tomó la primera copa de vino de consagrar que había traído el cura, alguien le advirtió:
—Usted está equivocada doña Teresa, ese no es el alcalde. ¿No ve que ese es Polo, el pato del barrio?
Polo lo notó y rápidamente resolvió el asunto a su favor, le metió su mordisco a la presa, saboreó el plato y todo quedo arreglado, lo cambiaron de puesto y comió como el mejor.
Al velorio de Polo acudieron sus vecinos, gente que siempre lo quería por chistoso: —tan gracioso y acomedido— dijo una—. Culto y buen conversador—, dijo otra, conocía las historias más antiguas de las familias de Pereira y tenía un cuaderno con los mapas de los senderos que recorría por el río, con nombres de pájaros y las plantas de sus comederos. La maestra del barrio Otún recordó cuando invitaba a los vecinos a sembrar esas plantas en sus solares para que los pobladores, cuando escucharan sus cantos y los vieran comer en sus solares y en la orilla, soñaran con la floresta y el paisaje de esos sitios desde donde llegaron desplazados.
El tesorero de la junta recordó aquellos días cuando llegó un gringo investigador de una universidad inglesa al barrio para buscar a Polo. Necesitaba un guía que lo llevara por toda la cuenca del Otún donde haría una observación de aves. Después salieron con el cuento de que era un gringo cacorro y que el pájaro que más le gustó fue el pichoncito de Polo. Le hablaban de esto y se enfurecía, pero cuando se veía perdido, le agregaba detalles al asunto y se burlaba de sí mismo, era quien más se reía.
En los barrios en la orilla del río hacen falta personajes como Polo, me decía una vecina en el velorio de mi prima Matilde. El vecindario parecía otra cosa sin Polo porque él dejó sus sueños colgados de las ramas de los guaduales del río Otún. Esperaba morir de viejo y caminar sus últimos días por esa orilla sin casas que le dieran la espalda al río, con un parque lineal al lado de un malecón, con la música del agua y cantos de pájaros, con lagos de agua estancada y canoas para hacer carreras por los raudales del agua y con un sistema de alcantarillados que devolvieran el agua limpia al río. Esta mañana echamos las cenizas de sus cosas al río y se perdieron con su memoria en una carrera eterna hasta donde el mar las diluya.