El artista alemán Gunter Demnig nos pone las piedras en el camino, en forma de placas de bronce labrado, para que nuestros pensamientos no sean llanos, para que nos cuestionemos
Por: Juliana González Ríos
En el silencio de los andenes nos topamos con unas placas de bronce. Un adoquín dorado con letras talladas. Una marca serena, aferrada al concreto. Una placa que nos pide que no olvidemos. Que recordemos a María en España, a Fanny en Alemania, a Benjamín en Hungría, y a otros millones más.
El horror de la Segunda Guerra Mundial no consistió en el gran desarrollo de la industria armamentista de Alemania o de Estados Unidos. Fue el deterioro de una sociedad, en este caso de la alemana, que consintió, por desidia o por miedo o incluso por verdadero convencimiento, que la humanidad se podía tasar.
Y en nombre de la eficiencia, tanto aquellos que graduaron los precios como los que recibieron la lista, trazaron mapas europeos usando las vías existentes de los trenes para transportar a aquellos deportados que, por cuestiones de raza, orientación sexual, política o religiosa fueron considerados inferiores.
Al mismo tiempo, llevaron la luz eléctrica a los campos de concentración para comodidad de los oficiales.
Nadie se cuestionó si esos que rotularon de judíos, gitanos, Testigos de Jehová, homosexuales, proletarios, podían ser señalados de manera anónima, grupal, masiva, como los causantes de la bancarrota económica y moral de la Alemania disminuida en la Primera Guerra Mundial.
El verdadero horror llegó en la forma más orgánica posible: hacer el trabajo bien, ser el buen ciudadano, sin preguntas.
La filósofa y teórica política alemana de origen judío, Hannah Arendt lo describió magistralmente en su libro Eichmann en Jerusalén. El subtítulo de esta obra resume la esencia del problema: “estudio sobre la banalidad del mal”.
Y es que no hace falta estar loco o sufrir un choque emocional o estar bajo presión para acometer actos de barbarie. Para ascender en la escalera laboral, para no ser señalado socialmente, hay que ahorrarse los cuestionamientos. Y éste es el drama que se deriva de la asepsia: de eliminar nombres, apellidos, fechas de nacimiento, historias de vida y lugares de origen.
Y de ahí que esas placas doradas que nos miran desde el suelo, irrumpan en la planicie del asfalto. “Tropezamos” de repente con una vida condensada. Con una mujer que cambió de apellido al casarse, que tuvo hijos que fueron también deportados, como ella, que padecieron sufrimientos de humillación, de persecución, de desalojo y de confinamiento en los campos de concentración, y asesinados.
La mayoría de quienes están grabados en esas placas conmemorativas, no contaron con la suerte de salir vivos de ese infierno.
“Aquí vivió”… Así arranca una historia que cabe en 10 centímetros cúbicos, pero que nos deja pensando por largo tiempo en la vida de esa mujer, de esa calle berlinesa, de esa casa del número 33, que tuvo la desdicha de haberse dejado empadronar, de haber sido acusada por su vecino, de haber quedado, por caprichos del poder, del lado triste de la historia.
Todo eso con la misma banalidad con la que se traza un sistema eficiente de transporte para que igual acarree humanos que troncos de árboles. Con la misma banalidad de quien comenta que a la familia del lado nunca la ha visto en la misa del domingo.
El artista alemán Gunter Demnig nos pone las piedras en el camino, en forma de placas de bronce labrado, para que nuestros pensamientos no sean llanos, para que nos cuestionemos, para que tropecemos una, dos y hasta más de cincuenta mil veces en los relieves de la memoria. Para que no olvidemos, para que no repitamos el error de rodar por el mundo sin recordar los nombres y apellidos de aquellos desdichados a los que la violencia les arrebató la vida, para que la historia se cuente desde el infortunio de la víctima y no desde la tribuna del perpetrador.
Las “Stolpersteine” (piedras del camino) de Demnig sintetizan el poder de los símbolos en las ciudades como antídoto contra la banalidad y contra la amnesia. Las intervenciones urbanas enclavadas en la cotidianidad nos invitan a repensarnos como individuos y como sociedad.
Las culpas y los duelos colectivos son parte de una misma mitología. El dolor es personal, el sufrimiento infligido es personal, el llanto es personal. Pero son los mitos fundacionales, son los ejercicios de memoria, son los monumentos y las instalaciones artísticas, las que sostienen ese tejido social y las que nos permiten aprender, a empujones y a tropezones, a seguir adelante, sin temor a preguntar.
Colofón: un ejercicio similar en Colombia nos permitiría entender el significado de tener más de siete millones de víctimas del conflicto interno. Hombres y mujeres siguen siendo asesinados por defender los derechos de sus comunidades y por oponerse a la insaciable hambre de tierras de sus verdugos, ante la mirada pasiva de un amplio sector de la sociedad que ha perdido la cuenta del número de masacres y asesinatos selectivos.
El país deberá tropezar en sus piedras, esas que nos cuentan la historia del que “aquí vivió” y “de aquí se lo llevaron”, hasta entender al fin que hace rato tocamos fondo.
Berlín ( Alemania) 28 de agosto de 2018