Lo de esta yerba no es casual, pues el intenso perfume que emana al contacto con un caldo caliente despertará el instinto primordial por la comida
A pocos días de otro aniversario del Día de la Independencia Nacional, me ha salido bastante patriota la receta de hoy que acabo de improvisar para deleite, primero, de mis ojos y luego de mis papilas gustativas. El subconsciente me ha movido a disponer los elementos del plato en un orden nacionalista, como queriendo imitar los colores de la bandera: enjundiosos tomates que simbolizan la sangre derramada por los mártires en la lucha, doradas monedas de camote a cuenta del oro y otras riquezas del subsuelo y pálidos pepinillos (unas hojas de apio o espinaca quizá le darían más lustre al decorado) para ilustrar el verdor de los prados y bosques que pueblan la geografía nacional.
Dicen que la patria es el territorio que nos cobija, ese molde de fronteras imaginarias en el cual crecemos. Un concepto tan manipulado a conveniencia que ya no sabe a nada. Mi patria no tiene montañas, ríos, pueblos, selvas, playas ni volcanes. Mi patria palpita en cualquier rincón donde arde un fogón, hierve una olla y escapa el olor de algo cocinándose. Y como añadido, mi patria descansa en una buena siesta.
Pero basta de ensoñaciones patrióticas que no conducen a nada. Que, mejor, los sabores de la tierra y los aromas del aire nos conduzcan al disfrute efímero pero recuerdo permanente. Qué tal si empezamos por la sopa: ésta ha de ser ligera, de regusto más o menos neutral, tipo una de fideos cabellos de ángel o corbatitas, decorada con cilantro picado como único complemento.
Lo de esta yerba no es casual, pues el intenso perfume que emana al contacto con un caldo caliente despertará el instinto primordial por la comida, preparándonos para el placer que viene después (a falta de cilantro, vale el perejil, de espíritu más moderado, eso sí).
Por los efluvios que ya escapan de la cocina se adivina el plato fuerte. No hay nada más explosivo para el cerebro que el detonante de unos filetes asándose en la cazuela. Pura pulpa de lomo de reses criollas, criadas en medio del campo entre pastizales, matorrales y arboledas. Ganado fiero de múltiples pasturas luego se prodiga en la carne más exquisita, a no dudarlo. Se asegura que el cordero de Oruro tiene un toque dulzón e irresistible por criarse en pleno altiplano, a pura dieta de paja brava.
Lo mismo podría aseverarse de la tierna carne que de vez en cuando llega hasta mi mesa, por fortuna o por cortesía de mi madre, más bien.
Inútil para filetear carnes como soy le he encargado que me las prepare y las deje listos para la sartén. La magia de sus manos combinada con especias y salsas ha puesto la sazón en su justa medida. Los filetes han marinado un par de horas en la salsa para que su jugo sea absorbido lentamente. Por todo trabajo, he puesto a hervir papas y camotes por separado, para que no se manchen unos a otros, y unos tardan más en la cocción, según lo sé por experiencia. Vi los tubérculos en un mercado popular, anonadado por los colores y formas, y se me ocurrió combinarlos por primera vez, esperando que me resulte una joya en cuanto a sensaciones.
Empecemos por la pinta primero: mi platillo se deja comer con la mirada, para activar inmediatamente esa parte del cerebro asociada al placer y la contemplación estética, ¿dónde se ha visto unas subyugantes papas jaspeadas de morado casando perfectamente con el matiz áureo de unos camotes en su punto más dulce? En ninguna patria de la que hablan los libros y pregonan los politiqueros.
En ninguna parte, por supuesto, salvo quizás en el corazón de la selva cruceña donde se oculta una gema de indudable belleza exótica: la Bolivianita. No se puede imitar a la naturaleza, dicen los manuales, pero que estuve cerca con este homenaje culinario nadie me quita de la cabeza. Huele a nacionalismo de cocina, replicaría alguien. Y es verdad, sabe a nacionalismo sabroso, cabría acotar.
Ya está, pueden imitarme si quieren en cualquier latitud del planeta. Que los elementos –la carne, los vegetales- los hay a montones. Que la receta del manjar es de una sencillez apabullante, desde luego. Que no entiendo ni papa de cocina, puede ser. Que estoy hablando desde la autocomplacencia, tal vez. Pero esas rodajas de papa de cautivadores tonos violetas, con su hondo dejo a tierra mineralizada para mayor dicha, dudo que crezca en cualquier parte.
La suerte de vivir en una tierra tan pródiga, de tan variados microclimas, me hace sentir privilegiado, ¡qué le vamos a hacer!, y me hace querendón de estos pagos. ¿Qué eso me hace patriota como ninguno?
Me he zampado el platillo en cuestión de minutos, para que sepan cuánto dura mi patriotismo. Y la carne suavecita, rematada con áspero tinto chileno, casi me supo a placer culpable.