John Hersey
Texto extraído del libro “Hiroshima”
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I UN RESPLANDOR SILENCIOSO
Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de los siete ríos del delta que divide Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego;
el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, estaba recostado —en ropa interior y sobre un catre, en el último piso de los tres que tenía la misión de su orden—, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit, el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para un test de Wasserman; y el reverendo Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se había detenido frente a la casa de un hombre rico en Koi, suburbio occidental de la ciudad, y se preparaba para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo de los B-29 que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima. La bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron entre los sobrevivientes.
Todavía se preguntan por qué sobrevivieron si murieron tantos otros. Cada uno enumera muchos pequeños factores de suerte o voluntad —un paso dado a tiempo, la decisión de entrar, haber tomado un tranvía en vez de otro— que salvaron su vida. Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobrevivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En aquel momento, ninguno sabía nada.
El reverendo Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa mañana. Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su esposa, con su bebé recién nacido, tomaba el tren después del trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche en casa de una amiga. De las ciudades importantes de Japón, Kyoto e Hiroshima eran las únicas que no habían sido visitadas por B-san —o Señor B, como llamaban los japoneses a los B-29, con una mezcla de respeto y triste familiaridad—; y el señor Tanimoto, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansiedad.
Había escuchado versiones incómodamente detalladas de bombardeos masivos a Kure, Iwakuni, Tokuyama y otras ciudades cercanas; estaba seguro de que el turno le llegaría pronto a Hiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa de las repetidas alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibido esas alarmas casi cada noche y durante semanas enteras, porque en ese tiempo los B-29 habían comenzado a usar el lago Biwa, al noreste de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superfortalezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar qué ciudad fueran a bombardear los norteamericanos.
La frecuencia de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa. Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservando algo especial para la ciudad.
El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar, reír, llorar. Llevaba el pelo negro peinado por la mitad y más bien largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embargo sabio, débil y sin embargo feroz. Se movía rápida y nerviosamente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidadoso y reflexivo. De hecho, mostró esas cualidades en los agitados días previos a la bomba.
Aparte de decidir que su esposa pasara las noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasladando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el atestado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor Matsui, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisieran a una distancia prudente de los probables blancos de los ataques.
Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empujar él mismo una carretilla para mudar sillas, himnarios, Biblias, objetos de culto y discos de la iglesia, pero la consola del órgano y un piano vertical le exigían ayuda. El día anterior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Matsuo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Era por eso que se había levantado tan temprano.
El señor Tanimoto preparó su propio desayuno. Se sentía terriblemente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una noche de insomnio, semanas de preocupación y de dieta desequilibrada, los asuntos de su parroquia: todo se combinaba para que apenas se sintiese capaz del trabajo que le esperaba ese nuevo día. Había algo más: el señor Tanimoto había estudiado teología en Emory College, en Atlanta, Georgia; se había graduado en 1940 y hablaba un inglés excelente; vestía con ropas americanas; había mantenido correspondencia con varios amigos norteamericanos hasta el comienzo mismo de la guerra; y, metido entre gente obsesionada con el miedo de ser espiada —y quizás obsesionado él también—, descubrió que se sentía cada vez más incómodo.
La policía lo había interrogado varias veces, y apenas unos días antes había escuchado que un conocido, un hombre de influencia llamado Tanaka, oficial retirado de la línea de vapores Tokio Kisen Kaisha, anticristiano y famoso en Hiroshima por sus ostentosas filantropías y notorio por sus tiranías personales, había estado diciéndole a la gente que Tanimoto no era confiable. En forma de compensación, y para mostrarse públicamente como el buen japonés que era, el señor Tanimoto había asumido la presidencia de su tonarigumi local, o Asociación de Vecinos, y esta posición había sumado a sus otras tareas y preocupaciones la de organizar la defensa antiaérea para unas veinte familias.
Esa mañana, antes de las seis, el señor Tanimoto salió hacia la casa del señor Matsuo. Encontró allí la que sería su carga: un tansu, gran gabinete japonés lleno de ropas y artículos del hogar. Los dos hombres partieron. Era una mañana perfectamente clara y tan cálida que el día prometía volverse incómodo. Pocos minutos después se disparó la sirena: un estallido de un minuto de duración que advertía de la presencia de aviones, pero que indicaba a la gente de Hiroshima un peligro apenas leve, puesto que sonaba todos los días, a esta misma hora, cuando se acercaba un avión meteorológico norteamericano.
Los dos hombres arrastraban el carrito por las calles de la ciudad. Hiroshima tenía la forma de un ventilador: estaba construida principalmente sobre seis islas separadas por los siete ríos del estuario que se ramificaban hacia fuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más importantes cubrían más de seis kilómetros cuadrados del centro de la ciudad, y albergaban a tres cuartas partes de su población: diversos programas de evacuación la habían reducido de 380.000, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000 habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios, estaban ubicados alrededor de los límites de la ciudad. Al sur estaban los muelles, el aeropuerto y el mar interior, tachonado de islas.
Una cadena de montañas recorre los otros tres lados del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrieron camino a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruzaron dos de los ríos hacia las inclinadas calles de Koi, y las remontaron hacia las afueras y las estribaciones. Subían por un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la sirena de despeje, la que indicaba el final del peligro. (Habiendo detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japoneses supusieron que se trataba de una labor de reconocimiento). Empujar el carrito hasta la casa del hombre de los rayones había sido agotador; tras maniobrar su carga sobre la entrada y las escaleras del frente, los hombres hicieron una pausa para descansar.
Un ala de la casa se interponía entre ellos y la ciudad. Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa consistía de un techo de tejas pesadas soportado por paredes de madera y un marco de madera. El zaguán, abarrotado de bultos de ropa de cama y prendas de vestir, parecía una cueva fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la derecha de la puerta principal, había un jardín amplio y recargado. No había ruido de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era fresco y agradable.
Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo. El señor Tanimoto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciudad a las colinas. Parecía una lámina de sol. Tanto él como el señor Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reaccionar (pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión). El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa y se lanzó de cabeza entre los bultos de sábanas.
El señor Tanimoto dio cuatro o cinco pasos y se arrojó entre dos rocas grandes del jardín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió después. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron encima astillas y trozos de tablas y fragmentos de teja. No escuchó rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el resplandor y oyó una explosión tremenda.
Estaba a treinta y dos kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuando los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de allí).
Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabeza y vio que la casa del hombre de los rayones se había derrumbado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar por el momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la casa y no a la inversa.
Lo primero que vio en la calle fue un escuadrón de soldados que habían estado escarbando en la ladera opuesta, haciendo uno de los mil refugios en los cuales los japoneses se proponían resistir la invasión, colina a colina, vida a vida; los soldados salían del hoyo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos, de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.
Bajo lo que parecía ser una nube de polvo del lugar, el día se hizo más y más oscuro.
La noche antes de que cayera la bomba, casi a las doce, un anunciador de la estación de radio de la ciudad dijo que cerca de doscientos B-29 se acercaban al sur de Honshu, y aconsejó a la población de Hiroshima que evacuara hacia las «áreas de refugio» designadas. La señora Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre, que vivía en la sección llamada Nobori-cho y que se había acostumbrado de tiempo atrás a hacer lo que se le decía, sacó de la cama a sus tres niños —Toshio, de diez años, Yaeko, de ocho, y una niña de cinco, Myeko—, los vistió y los llevó caminando a la zona militar conocida como Plaza de Armas del Oriente, al noreste de la ciudad.
Allí desenrolló unas esteras para que los niños se acostaran. Durmieron hasta casi las dos, cuando los despertó el rugido de los aviones sobre Hiroshima.
Tan pronto como hubieron pasado los aviones, la señora Nakamura emprendió el camino de vuelta con sus niños. Llegaron a casa poco después de las dos y media y de inmediato la señora Nakamura encendió la radio, la cual, para su gran disgusto, ya anunciaba una nueva alarma. Cuando miró a los niños y vio lo cansados que estaban, y al pensar en la cantidad de viajes —todos inútiles— que había hecho a la Plaza de Armas del Oriente en las últimas semanas, decidió que, a pesar de las instrucciones de la radio, no era capaz de comenzar de nuevo. Acostó a los niños en sus colchones y a las tres en punto ella misma se recostó, y al instante se quedó dormida tan profundamente que después, cuando pasaron los aviones, no la despertó el ruido.
A eso de las siete la despertó el ulular de la sirena. Se levantó, se vistió con rapidez y se apresuró hacia la casa del señor Nakamoto, jefe de la Asociación de Vecinos de su barrio, para preguntarle qué debía hacer. Él le dijo que debía quedarse en casa a menos que sonara una alarma urgente: una serie de toques intermitentes de la sirena. Regresó a casa, encendió la estufa en la cocina, puso a cocinar un poco de arroz y se sentó a leer el Chugoku de Hiroshima correspondiente a esa mañana. Para su gran alivio, la sirena de despeje sonó a las ocho.
Oyó que los niños comenzaban a despertarse, así que les dio a cada uno una manotada de cacahuetes y les dijo, puesto que la caminata de la noche los había agotado, que se quedaran en sus colchones. Esperaba que volvieran a dormirse, pero el hombre de la casa que limitaba al sur con la suya empezó a hacer un escándalo terrible martillando, poniendo cuñas, aserrando y partiendo madera. La prefectura de gobierno, convencida como todo el mundo en Hiroshima de que la ciudad sería atacada pronto, había comenzado a presionar con amenazas y advertencias para que se construyeran amplios carriles cortafuegos, los cuales, se esperaba, actuarían en conjunción con los ríos para aislar cualquier incendio consecuencia de un ataque; y el vecino sacrificaba su casa a regañadientes en beneficio de la seguridad ciudadana.
El día anterior, la prefectura había ordenado a todas las niñas físicamente capaces de las escuelas secundarias que ayudaran durante algunos días a despejar estos carriles, y ellas comenzaron a trabajar tan pronto como sonó la sirena de despeje.
La señora Nakamura regresó a la cocina, vigiló el arroz y empezó a observar a su vecino. Al principio, el ruido que hacía el hombre la irritaba, pero luego se sintió conmovida casi hasta las lágrimas. Sus emociones se dirigían específicamente hacia su vecino, aquel hombre que echaba su propio hogar abajo, tabla por tabla, en momentos en que había tanta destrucción inevitable, pero indudablemente sentía también cierta lástima generalizada y comunitaria, y eso sin mencionar la que sentía por sí misma. No había sido fácil para ella.
Su marido, Isawa, había sido reclutado justo después del nacimiento de Myeko, y ella no había tenido noticias suyas hasta el 5 de marzo de 1942, día en que recibió un telegrama de siete palabras: «Isawa tuvo una muerte honorable en Singapur». Supo después que había muerto el 15 de febrero, día de la caída de Singapur, y que era cabo. Isawa no había sido un sastre particularmente exitoso, y su único capital era una máquina de coser Sankoku. Después de su muerte, cuando su pensión dejó de llegar, la señora Nakamura sacó la máquina y empezó a aceptar trabajos a destajo, y desde entonces mantenía a los niños —pobremente, eso sí— mediante la costura.
La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino; los reflejos de madre empezaron a empujarla hacia sus hijos. Había dado un paso (la casa estaba a 1.234 metros del centro de la explosión) cuando algo la levantó y la mandó como volando al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa.
Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; lodo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: «¡Mamá, ayúdame!», y vio a Myeko, la menor —tenía cinco años— enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella, abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que no veía ni escuchaba a sus otros niños.
Durante los últimos días antes de la bomba, el doctor Masakazu Fujii, un hombre próspero y hedonista que en ese momento no tenía demasiadas ocupaciones, se había dado el lujo de dormir hasta las nueve o nueve y media, pero la mañana de la bomba había tenido que levantarse temprano para despedir a un huésped que se iba en tren. Se levantó a las seis, y media hora después partió con su amigo hacia la estación, que no estaba lejos de su casa, pues sólo había que atravesar dos ríos. Para cuando dieron las siete, ya estaba de vuelta en casa: justo cuando la sirena sonó su alarma continua.
Desayunó; entonces, puesto que el día comenzaba a calentarse, se desvistió y salió a su porche a leer el diario en calzoncillos. Este porche —todo el edificio, en realidad— estaba curiosamente construido. El doctor Fujii era propietario de una institución peculiarmente japonesa: un hospital privado, un hospital de un solo doctor. La construcción, encaramada sobre la corriente vecina del río Kyo, y justo al lado del puente del mismo nombre, contenía treinta habitaciones para treinta pacientes y sus familiares —ya que, de acuerdo a la tradición japonesa, cuando una persona se enferma y es recluida en un hospital, uno o más miembros de su familia deben ir a vivir con ella, para bañarla, cocinar para ella, darle masajes y leerle, y para ofrecerle la infinita simpatía familiar sin la cual un paciente japonés se sentiría profundamente desgraciado—.
El doctor Fujii no tenía camas para sus pacientes, sólo esteras de paja. Sin embargo, tenía todo tipo de equipos modernos: una máquina de rayos X, aparatos de diatermia y un elegante laboratorio en baldosín. Dos tercios de la estructura descansaban sobre la tierra y un tercio sobre pilares, encima de las fuertes corrientes del Kyo. Este alero (la parte en la cual vivía el doctor Fujii) tenía un aspecto extraño; pero era fresco en verano, y desde el porche, que le daba la espalda a la ciudad, la imagen de los botes de turismo llevados por la corriente del río resultaba siempre refrescante.
El doctor Fujii había pasado momentos ocasionales de preocupación cuando el Ota y sus ramales se desbordaban, pero los pilotes eran lo bastante fuertes, al parecer, y la casa siempre había resistido.
Durante cerca de un mes el doctor Fujii se había mantenido relativamente ocioso, puesto que en julio, mientras el número de ciudades japonesas que permanecían intactas era cada vez menor y cada vez más Hiroshima parecía un objetivo probable, había comenzado a rechazar pacientes, alegando que no sería capaz de evacuarlos en caso de un ataque aéreo. Ahora le quedaban sólo dos: una mujer de Yano, lesionada en un hombro, y un joven de veinticinco años que se recuperaba de quemaduras sufridas cuando la metalúrgica en la que trabajaba, cerca de Hiroshima, fue alcanzada por una bomba.
El doctor Fujii contaba con seis enfermeras para atender a sus pacientes. Su esposa y sus niños se encontraban a salvo: ella y uno de sus hijos vivían en las afueras de Osaka; su otro hijo y sus dos hijas vivían en el campo, en Kyushu. Una sobrina vivía con él, igual que una mucama y un mayordomo. Tenía poco trabajo y no le importaba, porque había ahorrado algún dinero. A sus cincuenta años, era un hombre sano, cordial y calmado, y le agradaba pasar las tardes con sus amigos, bebiendo whisky —siempre con prudencia—, por el gusto de la conversación. Antes de la guerra había hecho ostentación de marcas importadas de Escocia y los Estados Unidos; ahora lo satisfacía plenamente la mejor marca japonesa, Suntory.
El doctor Fujii se sentó sobre la estera inmaculada del porche, en calzoncillos y con las piernas cruzadas, se puso los lentes y comenzó a leer el Asahi de Osaka. Le gustaba leer las noticias de Osaka porque allí estaba su esposa. Vio el resplandor. Le pareció —a él, que le daba la espalda al centro y estaba mirando su diario— de un amarillo brillante. Asustado, comenzó a levantarse. En ese instante (se encontraba a 1.416 metros del centro) el hospital se inclinó a sus espaldas y, con un terrible estruendo de destrozos, cayó al río. El doctor, todavía en el acto de ponerse de pie, fue arrojado hacia adelante, fue sacudido y volteado; fue zarandeado y oprimido; perdió noción de todo por la velocidad con que ocurrieron las cosas; entonces sintió el agua.
El doctor Fujii apenas había tenido tiempo de pensar que se moría cuando se percató de que estaba vivo, atrapado entre dos largas vigas que formaban una V sobre su pecho como un bocado suspendido entre dos palillos gigantescos, vertical e inmóvil, su cabeza milagrosamente sobre el nivel del agua y su torso y piernas sumergidos. A su alrededor, los restos de su hospital eran un surtido desquiciado de trastos rotos y de materiales para aliviar el dolor. Su hombro izquierdo le dolía terriblemente. Sus lentes habían desaparecido.
En la mañana de la explosión, el padre Wilhelm Kleinsorge, de la Compañía de Jesús, se hallaba en condición algo frágil. La dieta japonesa de guerra no lo había alimentado, y sentía la presión de ser extranjero en un Japón cada vez más xenófobo: desde la derrota de la Patria, incluso un alemán era poco popular. A sus treinta y ocho años, el padre Kleinsorge tenía el aspecto de un niño que crece demasiado rápido: delgado de rostro, con una prominente manzana de Adán, un pecho hueco, manos colgantes y pies grandes. Caminaba con torpeza, inclinado un poco hacia delante.
Todo el tiempo estaba cansado. Para empeorar las cosas, había sufrido durante dos días, junto al padre Cieslik, una diarrea bastante dolorosa y urgente de la cual culpaban a las judías y a la ración de pan negro que los obligaban a comer. Los otros dos sacerdotes que vivían en la misión de Nobori-cho —el padre superior La Salle y el padre Schiffer— no habían sido afectados por la dolencia.
El padre Kleinsorge se levantó a eso de las seis la mañana en que cayó la bomba, y media hora después —estaba un poco aletargado por su enfermedad— comenzó a dar misa en la capilla de la misión, un pequeño edificio de madera estilo japonés que no tenía bancos, puesto que sus feligreses se ponían de rodillas sobre las acostumbradas esteras japonesas, de cara a un altar adornado con sedas espléndidas, bronce, plata, bordados finos. Esta mañana, lunes, los únicos feligreses eran el señor Takemoto, un estudiante de teología que vivía en la casa de la misión;
el señor Fukai, secretario de la diócesis; la señora Murata, ama de llaves de la misión y devotamente cristiana; y sus colegas sacerdotes. Después de la misa, mientras el padre Kleinsorge leía las oraciones de Acción de Gracias, sonó la sirena. Suspendió el servicio y los misioneros se retiraron cruzando el complejo de la misión hacia el edificio más grande. Allí, en su habitación de la planta baja, a la derecha de la puerta principal, el padre Kleinsorge se cambió a un uniforme militar que había adquirido cuando fue profesor de la escuela intermedia Rokko, en Kobe, un uniforme que le gustaba llevar puesto durante las alarmas de bombardeo.
Después de una alarma, el padre Kleinsorge solía salir y escudriñar el cielo, y al salir esta vez se alegró de no ver más que el solitario avión meteorológico que sobrevolaba Hiroshima todos los días a esta misma hora. Seguro de que nada iba a pasar, regresó adentro y junto a los otros padres desayunó con un sucedáneo de café y su ración de pan, la cual le resultó especialmente repugnante bajo las circunstancias. Los padres conversaron durante un rato, hasta cuando escucharon, a las ocho, la sirena de despeje. Entonces se dirigieron a diversas partes del edificio.
El padre superior La Salle se quedó de pie junto a la ventana de su habitación, pensando. El padre Kleinsorge subió a una habitación del tercer piso, se quitó toda la ropa, excepto sus interiores, se acostó en su catre sobre su costado derecho y comenzó a leer su Stimmen der Zeit.
Después del terrible relámpago —el padre Kleinsorge se percató más tarde de que el resplandor le había recordado algo leído en su infancia acerca de un meteorito que se estrellaba contra la tierra— tuvo apenas tiempo (puesto que se encontraba a 1.280 metros del centro) para un pensamiento: una bomba nos ha caído encima. Entonces, durante algunos segundos o quizás minutos, perdió la conciencia.
El padre Kleinsorge nunca supo cómo salió de la casa. Cuando volvió en sí, se encontraba vagabundeando en ropa interior por los jardines de hortalizas de la misión, sangrando levemente por pequeños cortes a lo largo de su flanco izquierdo; se dio cuenta de que todos los edificios de los alrededores se habían caído, excepto la misión de los jesuitas, que tiempo atrás había sido apuntalada y vuelta a apuntalar por un sacerdote llamado Gropper que le tenía pavor a los terremotos; se dio cuenta de que el día se había oscurecido; y de que Murata-san, el ama de llaves, se encontraba cerca, gritando: «Shu Jesusu, awaremi tamai! ¡Jesús, señor nuestro, ten piedad de nosotros!».
En el tren que llegaba a Hiroshima desde el campo (donde vivía con su madre), el doctor Terufumi Sasaki, cirujano del hospital de la Cruz Roja, iba recordando una desagradable pesadilla que había tenido la noche anterior. La casa de su madre estaba en Mukaihara, a cincuenta kilómetros de la ciudad, y llegar al hospital le tomó dos horas en tren y tranvía. Había dormido mal toda la noche y se había despertado una hora antes de lo acostumbrado; se sentía lento y levemente afiebrado, y alcanzó a pensar en no ir al hospital. Pero su sentido del deber lo obligó finalmente, así que tomó un tren anterior al que tomaba casi todas las mañanas.
El sueño lo había asustado particularmente porque estaba relacionado, por lo menos de manera superficial, con cierta actualidad molesta. El doctor tenía apenas veinticinco años y acababa de completar su entrenamiento en la Universidad Médica de Oriente, en Tsingtao, China. Tenía su lado idealista, y lo preocupaba la insuficiencia de instalaciones médicas de la región en que vivía su madre. Por su propia iniciativa y sin permiso oficial alguno había comenzado a visitar enfermos de la zona durante las tardes, después de sus ocho horas en el hospital y cuatro de trayecto. Recientemente se había enterado de que la multa por ejercer sin permiso era severa; un colega al cual había consultado al respecto le había dado una seria reprimenda. Él, sin embargo, había seguido haciéndolo.
En su sueño estaba junto a la cama de un paciente, en el campo, cuando irrumpieron en la habitación la policía y el colega al que había consultado, lo agarraron, lo arrastraron afuera y lo golpearon con saña. En el tren se había casi decidido a abandonar el trabajo en Mukaihara, convencido de que sería imposible obtener un permiso: las autoridades sostendrían que ese trabajo entraba en conflicto con sus labores en el hospital de la Cruz Roja.
Pudo conseguir un tranvía tan pronto como llegó a la terminal. (Después calcularía que si hubiera tomado el tren de siempre esa mañana, y si hubiera debido esperar algunos minutos a que pasara el tranvía, habría estado mucho más cerca del centro al momento de la explosión, y probablemente estaría muerto). Llegó al hospital a las siete y cuarenta y se reportó al cirujano jefe. Pocos minutos después subió a una habitación del primer piso y obtuvo una muestra de sangre de un hombre para realizar un test de Wassermann. Los incubadores para el test estaban en un laboratorio del tercer piso.
Con la muestra en la mano izquierda, sumido en esa especie de distracción que había sentido toda la mañana —acaso debida a la pesadilla y a la mala noche que había pasado—, comenzó a caminar a lo largo del corredor principal hacia las escaleras. Había dado un paso más allá de la ventana cuando el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como un gigantesco flash fotográfico. Se agachó sobre una rodilla y se dijo, como sólo un japonés se diría: «Sasaki, gambare! ¡Sé valiente!». Justo entonces (el edificio estaba a 1.508 metros del centro) el estallido irrumpió en el hospital. Los lentes que llevaba volaron; sus sandalias japonesas salieron disparadas de sus pies. Pero aparte de eso, gracias a donde se encontraba, no sufrió daño alguno.
El doctor Sasaki llamó a gritos al cirujano jefe, corrió a buscarlo en su oficina y lo encontró terriblemente herido por los vidrios. La confusión en el hospital era espantosa: tabiques pesados y trozos del techo habían caído sobre los pacientes, las camas habían sido volteadas, había sangre salpicada en las paredes y en el suelo, los instrumentos estaban por todas partes, los pacientes corrían de aquí para allá, gritando, y otros yacían muertos. (Un colega que trabajaba en el laboratorio al cual se dirigía el doctor Sasaki estaba muerto; un paciente al cual el doctor Sasaki acababa de dejar, que poco antes había tenido un miedo terrible a contraer la sífilis, estaba muerto). El doctor Sasaki era el único doctor en el hospital que no estaba herido.
El doctor Sasaki, convencido de que el enemigo sólo había alcanzado el edificio en el cual se encontraba, consiguió vendas y comenzó a envolver las heridas de los que estaban dentro del hospital; mientras tanto, afuera, en Hiroshima, ciudadanos mutilados y agonizantes comenzaban a dar pasos vacilantes hacia el hospital de la Cruz Roja, dando inicio a una invasión que haría que el doctor Sasaki se olvidara de su pesadilla por mucho, mucho tiempo.
El día en que cayó la bomba, la señorita Toshiko Sasaki, empleada de la Fábrica Oriental de Estaño (y que no era parienta del doctor Sasaki), se despertó a las tres de la mañana. Tenía más quehaceres que de costumbre. Su hermano Akio, de once años, había llegado el día anterior aquejado de serias molestias estomacales; su madre lo había llevado al hospital pediátrico de Tamura y se había quedado a acompañarlo. La señorita Sasaki, de poco más de veinte años, tuvo que preparar desayuno para su padre, un hermano, una hermana y para ella misma;
y —puesto que, debido a la guerra, al hospital no le era posible dar comidas— tuvo que preparar las de un día entero para su madre y su hermano menor, y todo eso a tiempo para que su padre, que trabajaba en una fábrica haciendo tapones plásticos para los oídos de los artilleros, le llevara la comida de camino a la planta. Cuando hubo terminado, limpiado y guardado los utensilios de cocina, eran casi las siete. La familia vivía en Koi, y a la señorita Sasaki la esperaba un trayecto de cuarenta y cinco minutos hasta la fábrica de estaño, ubicada en una parte de la ciudad llamada Kannon-machi (ella estaba a cargo de los registros de personal en la fábrica). Salió de Koi a las siete; tan pronto como llegó a la planta, fue con otras chicas al auditorio. Un notable marino local, antiguo empleado, se había suicidado el día anterior arrojándose a las vías del tren —una muerte considerada lo suficientemente honorable como para merecer un servicio funerario que tendría lugar a las diez de la mañana en la fábrica de estaño—. En el amplio zaguán, la señorita Sasaki y las otras arreglaban los preparativos para la reunión.
Esta labor les llevó unos veinte minutos.
La señorita Sasaki regresó a su oficina y tomó asiento frente a su escritorio. Estaba bastante lejos de las ventanas a su izquierda; detrás de ella había un par de altas estanterías que contenían todos los libros de la biblioteca de la fábrica: el personal del departamento las había organizado. Ella se acomodó, metió algunas cosas en un cajón y movió unos papeles. Pensó que antes de comenzar a hacer entradas en sus listas de contratos, despidos y reclutamientos en el ejército, conversaría un rato con la chica de su derecha. Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada de miedo, clavada en su silla durante un largo momento (la planta estaba a 1.462 metros del centro).
Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. El cielo raso se derrumbó de repente y el piso de madera se desplomó y cayó la gente de arriba y el techo cedió; pero lo principal y lo más importante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella fueron barridas hacia delante, los libros la derribaron y ella quedó con su pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momento de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros.