Cuando terminó sus estudios en la Normal Superior, Lucila tuvo claro que lo suyo serían los libros: su lectura, su cuidado, su difusión.
Personas como huertos
A esta altura del camino tiene dos residencias. Una en Petrópolis, Brasil y la otra en Filadelfia, Estados Unidos.
Aunque lo de residencia es un decir, porque esta mujer se la pasa dándole vueltas al mundo, compartiendo con quienes quieran escucharla su convicción de que la lectura es el único camino para ampliar la mente, comprender a los otros y sus circunstancias y de ese modo emprender la auténtica transformación de las cosas.
“Aunque al principio las cosas sean así de chiquiticas”, dice y el entusiasmo le saca chispas de los ojos al tiempo que sus manos dibujan un universo imaginario en el que los humanos aprenden al fin el sentido último de la solidaridad y la convivencia.
“Se trata de aprender a ser parseiros, compañeros de viaje, compinches, cómplices en esta aventura incomparable de estar vivos”, insiste y ya es el cuerpo entero el que se deja llevar por una oleada de entusiasmo.
Ya cumplió setenta y un años pero no se notan. Esa energía vital la llevó con el paso del tiempo a trabajar en el viejo Colcultura, a convertirse en consultora de las Naciones Unidas y de distintas entidades del sector público y privado en varios países.
El objetivo ha sido el mismo: convencer a los gobiernos y a los ciudadanos de que en la educación, la ciencia y la cultura está la base de las grandes transformaciones.
“El primer gran error consiste en creer que esas grandes transformaciones tienen que ver con el tamaño de las ciudades, los países, las regiones o los continentes. Pero la experiencia me dice que es al revés: los cambios deben empezar por lo más pequeño. Por uno mismo, por la familia, la escuela, la calle. Solo así podremos entender la singularidad de los otros y asumir que solo desde el respeto a esa condición es posible mejorar las cosas”.
Se llama Lucila Martínez Cáceres. Nació en Bucaramanga, pero se crió en fincas cafeteras de Duranía y Bochalema, Norte de Santander. Su padre, José Salvador, era funcionario de la Federación de Cafeteros y la inició desde muy niña en los secretos de la semilla, de la siembra, de la germinación, y del cuidado, conceptos claves en lo que sería el sendero de su vida, luego de graduarse como maestra en la Escuela Normal Superior de Bucaramanga en 1966.
Vestida toda de rojo hasta los pies, parece una llamita moviéndose entre un auditorio de bibliotecarios llegados a Pereira desde los catorce municipios de Risaralda.
Lucila ha sido invitada al Encuentro Nacional de Bibliotecas de las Cajas de Compensación, que en 2018 tiene como sede a Cartagena.
El lema del evento no podía ser más ilustrativo: Bibliotecas sólidas para comunidades líquidas.
La firmeza y la movilidad. Dos claves para entender el mundo que habitamos.
A su paso por Risaralda, Lucila visitó los municipios de Marsella y Quinchía. Allí se reencontró con dos territorios claves en la vida de la gente: las músicas y la comida.
“Usted no sabe lo que es volver a escuchar Los guaduales, del maestro Jorge Villamil, en medio de guaduales auténticos que se mecen al fondo. Es una manera de revisitar la infancia. Lo mismo sucede con la comida, con la arepa tostada y guarnecida con queso y chicharrón, así como la comemos en Santander. Y me alegra sobremanera que al fin los colombianos estemos aprendiendo a preparar buen café. No puede ser que durante décadas presumiéramos de cultivar el mejor café del mundo mientras nos bebíamos el peor.
Y ¿sabe qué? Esos cambios son producto del conocimiento, de la apertura mental. Y esas cosas solo son posibles si la gente lee. Los libros, las historias que nos cuentan producen unos efectos en la mente de los que no siempre somos conscientes, pero los resultados aparecen más tarde o más temprano. Por eso siempre digo que un ser humano es como un huerto ambulante: uno planta en él un libro, una semilla, una idea y no tardarán en aparecer los frutos. Cada vez que en algún lugar del mundo me preguntan: y leer¿ para qué? Respondo siempre lo mismo, independiente del idioma: Pues leer para vivir.”
¡Toquémonos!
Cuando terminó sus estudios en la Normal Superior, Lucila tuvo claro que lo suyo serían los libros: su lectura, su cuidado, su difusión. Con ayuda de una beca se hizo Licenciada en Bibliotecología de la Universidad de Antioquia. De allí seguiría un Master en Bibliotecología y Ciencias de la Información, en el Pratt Institute de Nueva York.
Con esas herramientas, participó en la creación de la Red Colombiana de Bibliotecas Públicas, adscrita a Colcultura. Esa experiencia la condujo a ser secretaria de la Sección para América Latina y el Caribe de la Federación de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas entre 1997 y 1984. De manera paralela desempeñó el cargo de Secretaria General del Centro para el Desarrollo del Libro y la Lectura en América Latina y el Caribe (CERLALC)
“Con esos elementos ya poseía lo que en portugués se denomina un garfo, un tenedor, una herramienta indispensable para intervenir en el mundo. Porque no basta con la sensibilidad, con las buenas intenciones. El garfo permite hacer las cosas de una mejor manera. No deja de resultar absurdo que nos gastemos fortunas buscando vida inteligente en otros planetas mientras hacemos más bien poco para volvernos más inteligentes a nosotros mismos.
“Por eso otra expresión que me encanta es tocarse. Al menos en portugués está llena de matices. Tocarse quiere decir conmoverse, motivarse, entusiasmarse, conectarse. En suma, conectarse con las grandes y pequeñas corrientes de la vida. Y nada mejor que la lectura para despertar, para aprender a ser. Y ser, en su sentido más amplio, demanda comunicarse con los otros. Si no leemos, permaneceremos encerrados en la habitación diminuta de nuestros propios egos.
Pero si permitimos que los libros nos abran puertas y ventanas al universo descubriremos a los otros. A los próximos. Y solo con ellos podemos emprender el camino del respeto y la solidaridad. Como consultora de Petrobrass y a través del trabajo con los obreros en las zonas de explotación de petróleo pude liderar tareas de transformación en las que los libros jugaron un papel fundamental”.
Eso dice Lucila y, no sabe bien por qué, esas imágenes le traen de vuelta a la memoria letras enteras de canciones de Chico Buarque y de Ari Barroso, dos grandes del cancionero popular brasileño.
Aparte de canciones populares en otros idiomas. Porque, además del español, domina el inglés, el italiano, el francés y el portugués.
Una historia de amor ilustrada
Con su destino de andariega a cuestas, rondaba por Nueva York como consultora de la UNESCO cuando se cruzó en su camino con Gian Calvi, un italiano que, entre otros oficios, era ilustrador y escultor. Lucila ya tenía a su haber un matrimonio, un divorcio y una sed insaciable de mundo.
“Cuando encontré a Gian sentí que nuestros mundos se complementaban, de modo que nuestro posterior matrimonio no solo fue un hecho conyugal sino creativo. Su vitalidad, su imaginación inagotable fueron un complemento para una voluntad de trabajo que me llevaba a dormir solo cuatro horas, porque me llamaban de todas partes. Resulta admirable ver cómo personas adineradas de muchos lugares del mundo quieren devolverle a la sociedad parte de lo ganado y se preguntan por el sentido de su responsabilidad social y por los alcances del desarrollo sustentable.
“A modo de ejemplo, Gian y yo no solo les brindábamos aportes académicos: ante todo les mostrábamos ejemplos. En nuestra casa de Petrópolis plantábamos cada árbol, cada planta, cada cantero del huerto con nuestras propias manos. En esa ciudad a noventa kilómetros de Río de Janeiro, montaña adentro, mi esposo y yo edificamos no una casa, sino nuestro camino de vuelta a las cosas esenciales de la vida. Las mismas cosas que había aprendido de mi padre en las fincas de Norte de Santander.
La clave de todo está en aprender a ser, insistimos siempre. Lo demás llega por añadidura. Con esa certeza, y a través del programa Criancas criativas, del que soy Directora y Cofundadora, editamos ciento cuarenta libros para niños, complementados con diseños animados de sus propios cuentos y muñecos de sus personajes.”
Desde que llegó a Brasil, en 1985, Lucila Martínez ha sido a la vez protagonista y testigo de grandes cambios en una sociedad marcada por la desigualdad desde el comienzo de su historia. Los contrastes entre el estado de Sao Pablo, con su dinamismo empresarial y la pobreza secular del nordeste alentó durante muchos años el pesimismo en amplios sectores de la sociedad brasileña. Sobre ese modelo, aprendió que para impulsar proyectos uno debe hablar tanto con las comunidades de base como con los presidentes, ministros y gerentes del sector privado encargados de tomar las grandes decisiones.
“En general, cada persona vive cercada en la parcela de sus propios intereses y rara vez levanta la cabeza para mirar el mundo. Es una perspectiva muy pobre y el cambio solo puede darlo el acceso a la cultura, a la ciencia, a las artes. Es en ese punto donde el papel de las bibliotecas públicas cobra su auténtica dimensión. Éstas últimas no pueden ser solo el lugar que las personas buscan información cuando no necesitan cumplir con un compromiso académico. Ese es un concepto completamente medieval: un grupo de monjes con la mirada perdida en sus manuscritos, mientras afuera pasa la vida. La realidad es que la biblioteca pública tiene que ser un gran dinamizador de cambios sociales, políticos, culturales y económicos”.
Lucila y Gian lo entendieron así. Por eso su vida en común fue una historia de amor ilustrada en la que la poesía, el arte y el razonamiento se hicieron una sola fuerza capaz de motivar, de tocar vidas para que el viejo sentido de la camaradería, del valor del trabajo en común, recobrara toda su dimensión.
“En el fondo, a pesar de las grandes diferencias en todos los campos, desde Irán hasta México y desde Chile hasta Suecia, pasando por África, los seres humanos tenemos un patrimonio común que es la cultura. Uno corre un poco el ropaje de las etnias, de las lenguas, de las religiones, y de repente brilla el diamante que nos hermana: lo humano. El sentido de las luchas frente al infortunio, de la imaginación como punto de partida para resolver problemas grandes y pequeños, del valor de la dignidad.
Esas cosas están latentes en las comunidades. Se trata de despertarlas y contribuir a su desarrollo para hacer del mundo un lugar más amable con todos. Hasta el momento de su muerte, Gian compartió esa mirada y la convirtió en ilustraciones, en historias pintadas y dibujadas que le permiten a quien se asoma a ellas mirarse a sí mismo y mirar el mundo de otra manera. Por eso creo que uno debe mantenerse activo hasta el momento de su muerte. Es la única manera de no apagarse antes de tiempo”.
Vestida de novia
Cuando contempla las plantas florecidas de su casa finca jardín en Petrópolis, Lucila evoca la imagen de su madre, Teresa Cáceres, doblada sobre su máquina Singer en la que cosía vestidos de novia para completar el presupuesto familiar. La lectura de los figurines de donde la madre tomaba los modelos fue uno de sus primeros contactos con la palabra escrita. A su manera, esas revistas contaban otras historias de hadas y príncipes azules convencidos de que la felicidad los aguardaba al otro lado del altar.
Rebelde a su modo, en sus dos matrimonios Lucila se negó vestir traje de novia. Ese espíritu indómito se lo transmitió a los hijos que tuvo con sus dos maridos. Y siempre, en todo momento, los libros y las bibliotecas estuvieron presentes.
“A esta altura del camino, estoy convencida de que los libros les dieron autonomía y sentido crítico para pensar, ser y hacer con criterio y autonomía. Los tres pilares sobre los que construimos nuestro trasegar en el mundo. Esa es la idea que les transmito a los líderes comunitarios y a los capitanes de empresa. Son valores que igual sirven para resolver un problema de aguas residuales en el vecindario o para crear una empresa que con el paso de los años pueda tener impacto en el mundo entero. Principios que apliqué a mi paso por el Cerlalc, la Unesco, Colcultura y en los servicios de consultoría o acompañamiento del lugar del mundo donde me llamaran”.
Su casa es el mundo
De vuelta a casa en Brasil o en Filadelfia, se consagra a viejas liturgias que la devuelven a lo más esencial de su vida.
Lo primero es la memoria de una vida compartida al lado de Gian Calvi.
Lo segundo es contactarse a través de Intenet con sus hijos y sus nietos desperdigados por distintos lugares de la tierra.
Lo otro es escuchar esas óperas de Verdi que le han ayudado a comprender tantas cosas de la vida.
Y lo último pero no menos importante: cuidar con sus propias manos las pequeñas huertas caseras que cultiva donde quiera que llegue. Allí están los brotes azafranados de la zanahoria, el granate intenso de la remolacha, el amarillo de las uchuvas.
Porque las plantas de su huerto se le parecen tanto a las personas.