…si revisitamos la historia, encontramos que antes de los narcos mexicanos lo mismo hicieron los reyes asirios, los faraones egipcios y los emperadores aztecas.
“El día que la mataron/ Rosita estaba de suerte/ de tres tiros que le dieron/ no mas uno era de muerte”.
Así reza una de las estrofas de “El corrido de Rosita Alvirez”, una de las más célebres composiciones del cancionero popular mexicano.
El fragmento es una muestra de la inagotable dosis de humor negro que, durante siglos, nos ha servido a los latinoamericanos para sobrellevar las encrucijadas más amargas de nuestro destino. Ese humor es el mismo que permite ver, conviviendo en paz en el cementerio “Jardines de Humaya” ubicado en Cualiacán, Sinaloa, norte de México, las tumbas de “El Nacho” y “El jefe de jefes”, dos narcotraficantes que en vida fueron enemigos irreconciliables.
En ese cementerio, algunos mausoleos poseen línea telefónica, aire acondicionado, música ambiental, salas de espera y lujosos mobiliarios, según un informe publicado hace casi una década por la página de Internet de la BBC de Londres.
¿Declaración de principios pos mortem? ¿Excentricidad demencial de quienes durante buena parte de la vida sufrieron privaciones sin cuento y emprenden por esa vía un ajuste de cuentas con el mundo? ¿ puro mal gusto de las clases emergentes? ¿revancha contra las elites que nunca les hicieron un lugar en sus centros de reconocimiento social?
De todo un poco, pero también hay otras cosas. Como aquélla bien sabida de que durante millones de años el mundo no ha hecho otra cosa distinta a dar vueltas y por lo tanto no hay nada nuevo bajo el sol.
Sobre todo esto último, porque si revisitamos la historia, encontramos que antes de los narcos mexicanos lo mismo hicieron los reyes asirios, los faraones egipcios y los emperadores aztecas.
Todos a una se gastaron fortunas, y no pocas veces el patrimonio público, levantando tumbas colosales equipadas con todos los lujos del momento, en un intento por conjurar, aunque fuera desde la precaria solidez de los símbolos, la más inapelable de todas las certezas: que el tiempo nos arrasa y que la democrática muerte nos reduce a menos que nada.
“Los narcos, si pudieran, se enterraban dentro de sus camionetas Hummer”, le dijo el periodista Diego Osorno a la BBC, en la mencionada entrevista. También se enterraban con sus bienes más preciados los Incas y los Chibchas, al igual que las figuras de poder de pueblos expandidos por todo el planeta, en un último intento por prolongar en el otro mundo las dichas disfrutadas en su fugaz paso por la tierra.
Cuenta también el periodista que los albañiles del cementerio han construido tumbas varias veces más grandes que las casas donde habitan. Igual cosa aconteció con las pirámides egipcias, que según todas las evidencias fueron edificadas con el trabajo de miles de esclavos, que pusieron su cuota de sangre y sudor al servicio de la inmortalidad del Faraón.
A lo mejor estamos asistiendo, en el más depurado estilo de la canción popular mexicana, a una virulenta parodia de la pretensión de eternidad implícita en toda búsqueda del poder.
Pienso en el cadáver embalsamado de Lenin y en el periplo errático del cuerpo de Eva Perón. Recuerdo las inscripciones en latín escritas en las tumbas de muchos presidentes colombianos. Me inquietan las profundas raíces fetichistas de lo que llaman una velación en Cámara Ardiente. Aquí nada más, en la aldea, se construyen mausoleos al estilo griego y romano.
Así que después de todo, los narcos mexicanos no están haciendo nada distinto a reeditar, en clave de corrido y ranchera, la antigua obsesión humana por diferenciarse hasta en la muerte.
Un texto escrito el 18 de junio de 2018
El problema con tumbas, mausoleos, lápidas y epitafios es que casi siempre son dedicados por los deudos del difunto o las autoridades del momento. De allí que abunden las cursilerías y fealdades. Un compromiso feliz, me entero, fue el de la tumba de Moliere, quien además de su condición de actor (pecaminosa en su época) era un reconocido “libertino”, casi casi como un narco de ahora. Dos o tres curas se negaron a asistirlo en su lecho de muerte. Fue a parar a un cementerio donde lo registraron como “tapicero”, su presunto oficio en el padrón de la casa real. Un par de siglos después reapareció en el camposanto de Pere Lachaise, en un lugar destinado a los niños fallecidos antes del bautismo, con un epitafio memorable: “Aquí yace Moliere el rey de los actores. Ahora hace de muerto y de verdad que lo hace bien”. A su lado duerme La Fontaine, que no es mala compañía. El humorista y comediante irlandés/británico Spike Milligan, en una vena parecida, dictó su propio epitafio: “Te dije que estaba enfermo”.
“Hice lo que pude”, es un buen epitafio para cualquier obstinado, mi querido don Lado. Y, claro, en toda ilusión de eternidad alienta una gran dosis, no sólo de absurdo, sino de cursilería, tal como usted lo plantea . Por eso es bueno tener siempre a la mano aquella sentencia de Borges: ” Siempre, es una palabra que no debería estar permitida a los hombres”.
Un abrazo y mil gracias por el diálogo.
Gustavo