Los sueños de una generación entera de niños son redondos como el balón que muchos de ellos abrazan al dormir, en reemplazo de los viejos muñecos de peluche.
Parecía la versión animada de un relato de los hermanos Grimm: el gran padre Pato, ataviado con la parafernalia del entrenador de fútbol, conducía la bandada de patitos, todos entre los siete y los diez años de edad, hacia el bus que los aguardaba al otro lado de la calle.
Este hombre tendrá dificultades para armar su equipo de niños: todos quieren ser el número 10, pensé mientras los miraba pasar, enfundados en sus camisetas rojas y amarillas con el número de James Rodriguez a la espalda.
Por lo visto este equipo no tendrá un sufrido arquero, un tenaz defensa centro, un laborioso volante mixto o un solitario delantero en punta. Nada de eso: en Colombia el cielo tiene hoy número propio, al punto de que un vendedor de lotería me contó que los billetes terminados en ese dígito se agotaron una vez conocido el traspaso del goleador del mundial al Real Madrid hace ya cuatro años.
Para algunos seres humanos los más caros sueños personales tienen todavía un sentido trascendente. Son algo así como una espiral que conduce a la plenitud del ser. Pero esos especímenes son cada vez más escasos: con la consolidación del consumo como fase extrema del capitalismo, esa plenitud adquirió forma material.
El sentido de la vida se redujo así a la posesión de objetos que, al devaluarse y perecer exigen una constante renovación para que su propietario no pierda valor ante la mirada de los otros.
Ese bello juego que una vez fue el fútbol no escapa a esta condición. Monopolizado por un cartel llamado FIFA y sus filiales nacionales, fue cooptado a su vez por los poderosos fabricantes de artículos deportivos. El caso más patético lo vivimos el día de la final del mundial de Brasil, cuando le fue otorgado un inmerecido trofeo como mejor jugador del campeonato a Lionel Messi, por manifiesta imposición de la firma Adidas, patrocinadora del evento y del jugador.
Hoy más que nunca, gracias a los resultados de la selección de fútbol y el traspaso de la mayoría de sus jugadores a clubes prestigiosos, los sueños de una generación entera de niños son redondos como el balón que muchos de ellos abrazan al dormir, en reemplazo de los viejos muñecos de peluche.
Por eso mismo, se hace urgente una reflexión que vaya más allá de las cuentas que los periodistas deportivos, encandilados por el resplandor del poder, repiten una y otra vez sobre las alucinantes sumas pagadas por los propietarios de los equipos por jugadores que, en contraprestación, garantizan una multiplicación de las ganancias en venta de camisetas, derechos de televisión, contratos de publicidad y boletería de ingreso a los estadios.
Tal como sucede con el narcotráfico, aquí también es fácil caer en la fascinación del dinero rápido y ganado a montones. De allí a una distorsión grave de los criterios de valoración media un solo paso.
Padres de familia, maestros, líderes de opinión y medios de comunicación deberían emprender una reflexión sobre ello. Para empezar, tendríamos que enseñarles a los pequeños que los logros de sus ídolos no se dieron por arte de magia. Son el resultado de un talento natural, claro, pero también de días, meses y años de entrenamientos, disciplina, rigor y privaciones.
Pero además deberíamos recordarles que no todos pueden llegar a la cima y eso no significa el fin del mundo. Y lo último, pero no menos importante, que el deporte, la música, la actuación y otras actividades sacralizadas por el negocio del entretenimiento pueden ser un fin en sí mismas, es decir, un camino para alcanzar cierta forma de plenitud y no un simple medio para hacerse millonario en un abrir y cerrar de ojos, como creen muchos padres y traficantes de jugadores.
En un escenario donde primen la mesura y la lucidez, los sueños redondos de esta generación tendrían menos probabilidades de convertirse en pesadillas cuando se den de narices con la dura realidad.