De Pelé, Maradona y Messi no hablaré, porque ya se ha dicho todo sobre su origen alienígena.
Aprendí a amar el fútbol desde que mi abuela Ana María me regaló el primer talismán: una súper bola número cinco de puro cuero cosido a mano, que adquiría la textura del jabón y el peso de la piedra cuando arreciaba la lluvia.
Y fue el sacerdote Gabriel Osorio quien me enseñó a transportar y golpear el balón con la izquierda en la vieja cancha del colegio Deogracias Cardona.
Así que soy zurdo por partida doble: en el fútbol y en las ideas. Y fracasado también en ambos frentes. No pude hacer la revolución y a duras penas alcancé a integrar la pre-selección juvenil del colegio.
Pero me quedaron dos consuelos: el respeto por los espíritus disidentes y la devoción por esos volantes zurdos que todavía llevan el 10 a la espalda y parecen tocados por la gracia: para ellos, la pelota es una forma del milagro.
Así como, según los teólogos, el cielo está habitado por legiones de ángeles, hubo una época en la que ángeles terrestres abundaban en las canchas. El primero que vi en vivo y en directo fue Jorge Hugo Fernández, “La cancha”, un argentino bajito, colorado y algo regordete, dotado de una facultad sobrenatural para inventarse jugadas imposibles. La mitad de los goles de Javier Tamayo y Hugo Horacio Lóndero en el Atlético Nacional de mis amores nacieron en los botines de ese hombre.
De Pelé, Maradona y Messi no hablaré, porque ya se ha dicho todo sobre su origen alienígena.
De modo que continúo con mi santoral. El Beto Alonso en el River de Labruna. El maestrico Arboleda en el Pereira de los paraguayos. Ambos podían desbaratar la defensa del equipo contrario con un movimiento de cintura: un amague por allá, un freno por acá y sálvese quien pueda.
Pero hay más. El peruano Cubillas, el brasileño Zico y el colombiano Valderrama tenían gol y eso ya supone otro peldaño al cielo.
El brasileño Víctor Ephanor no gozó de fama internacional, pero los hinchas del Junior, del Medellín y del Barcelona de Ecuador lo añoran como uno de los más grandes. En el estadio de Pereira lo vi desesperar al equipo rival a gambeta limpia, antes de caer fulminado por la patada artera de un asesino serial, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Hubo otros que, sin portar el número mágico, jugaron como si lo llevaran.
Hablo del peruano César Cueto, a quién apodaban “El poeta de la zurda” y con eso queda dicho todo. ¿Y qué decir del flaco Oswaldo Ardiles, formado en la escuela de artes futbolísticas del Huracán argentino y figura en el mundial 78?
Del brasileño Sócrates, ese futbolista con nombre y espíritu de sabio, podemos decir que hizo parte de una selección a la que muchos evocamos como si hubiese sido campeona del mundo, aunque ese título siempre le fue esquivo.
Ustedes habrán notado que no aparecen europeos en este recuento. No sé. Tal vez Zidane; a ratos Del Piero y, de vez en cuando, Platini. Pero después de ver tanto fútbol estoy convencido de que esta forma particular de la belleza solo alienta en los genes latinoamericanos.
Llegados a esta altura del camino, me dispensarán si he omitido tantos nombres, pero ya lo advertí: los genios con el 10 a la espalda fueron legión y la añoranza no me da para tanto.