Paul Lafargue
Paul Lafargue (Santiago de Cuba, 15 de enero de 1842-Draveil, 26 de noviembre de 1911) fue un periodista, médico, teórico político y revolucionario franco-español de origen cubano. Aunque en un principio su actividad política se orientó a partir de la obra de Proudhon, el contacto con Karl Marx (del que llegó a ser yerno al casarse con su segunda hija, Laura) acabó siendo determinante. Su obra más conocida es El derecho a la pereza. Nacido en una familia franco-caribeña, Lafargue pasó la mayor parte de su vida en Francia, aunque también pasó periodos ocasionales en Inglaterra y España. A la edad de 69 años, Laura y Lafargue se suicidaron juntos, llevando a cabo lo que desde hacía tiempo tenían planeado.
Capitulo Uno
Texto extraído de: El derecho a la pereza.
(Refutación del derecho al trabajo de 1848) de Paul Lafargue
Un dogma desastroso
«Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos.»
Lessing
Una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista. Esa locura es responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad. Esa locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda del trabajo, que llega hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su prole.
En vez de reaccionar contra tal aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas, han sacro-santificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; hombres débiles y despreciables, han querido rehabilitar lo que su Dios había maldecido.
Yo, que afirmo no ser cristiano, ni economista, ni moralista, apelo a lo que en su juicio hay del de Dios; a los sermones de su moral religiosa, económica, librepensadora, a las espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista. En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación orgánica.
Comparad los purasangre de los establos de los Rothschild , servidos por una legión de bímanos, con las pesadas bestias normandas, que aran la tierra, acarrean el abono y transportan la cosecha a los graneros. Mirad al noble salvaje que los misioneros del comercio y comerciantes de la religión no han corrompido aún con sus doctrinas, la sífilis y el dogma del trabajo, y mírese a continuación a nuestros miserables sirvientes de las máquinas.
Cuando en nuestra Europa civilizada se quiere encontrar un rastro de la belleza nativa del hombre preciso ir a buscarlo en las naciones donde los prejuicios económicos no han desarraigado aún el odio al trabajo.
España, que, ¡ay!, también va degenerando, puede aún vanagloriarse de poseer menos fabricas que nosotros prisiones y cuarteles; pero el artista goza al admirar al audaz andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como un tronco de acero; y nuestro corazón se estremece oyendo al mendigo, soberbiamente arropado en su capa agujereada, tratando de amigo a los duques de Osuna. Para el español, en quien el animal primitivo no está atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes.
Al igual que los griegos de la gran época que no tenían más que desprecio por el trabajo: solamente a los esclavos les estaba permitido trabajar; el hombre libre no conocía más que los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Fue aquel el tiempo de un Aristóteles, de un Fidias, de un Aristófanes; el tiempo en que un puñado de bravos destruía en Maratón las hordas del Asia, que Alejandro conquistaría rápidamente.
Los filósofos de la Antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esta degradación del hombre libre; los poetas cantaban la pereza, ese regalo de los dioses: “O Melibae, Deus nobis hoec otia fecit” . Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza:
«Contemplad cómo crecen los lirios de los campos; ellos no trabajan, ni hilan, y sin embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su gloria, no estuvo más espléndidamente vestido».
Jehová, el dios barbudo y de aspecto poco atractivo, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad. ¿Cuáles son, en cambio, las razas para quienes el trabajo es una necesidad orgánica?
Los auverneses en Francia; los escoceses, esos auverneses de las islas británicas; los gallegos, esos auverneses de España; los pomerianos, esos auverneses de Alemania; los chinos, esos auverneses de Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las clases que aman el trabajo por el trabajo?
Los campesinos propietarios, los pequeños burgueses, quienes, curvados los unos sobre sus tierras, sepultados los otros en sus negocios, se mueven como el topo en la galería subterránea, sin enderezarse nunca más para contemplar a su gusto la naturaleza.
Y también el proletariado, la gran clase de los productores de todos los países, la clase que, emancipándose, emancipará a la humanidad del trabajo servil y hará del animal humano un ser libre; también el proletariado, traicionando sus instintos e ignorando su misión histórica, se ha dejado pervertir por el dogma del trabajo. Duro y terrible ha sido su castigo. Todas las miserias individuales y sociales son el fruto de su pasión por el trabajo.
Capitulo Dos
Texto extraído de: El derecho a la pereza.
(Refutación del derecho al trabajo de 1848) de Paul Lafarge
Bendiciones del trabajo
En el año 1770 apareció en Londres un escrito anónimo bajo el título An Essay on Trade and Commerce (Un ensayo sobre la industria y el comercio), que en aquella época hizo cierto ruido.
Su autor, un gran filántropo, se indignaba porque: «(…) a la plebe manufacturera inglesa se le había metido en la cabeza la idea fija de que, como ingleses, todos los individuos que la componen tienen por derecho de nacimiento el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier país de Europa.
Esta idea puede ser útil respecto a los soldados, porque estimula su valor; pero cuanto menos estén imbuidos los obreros de las manufacturas de tal idea, tanto mejor será para ellos mismos y para el estado. Los obreros no deberían nunca considerarse independientes de sus superiores.
Es extremadamente peligroso alentar tales caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde tal vez las siete octavas partes de la población poseen muy poca o ninguna propiedad.
La cura no se completará hasta que los pobres de la industria se resignen a trabajar seis días por la cantidad que ahora ganan en cuatro». Así pues, un siglo antes de Guizot ya se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como freno a las nobles pasiones del hombre. «Cuanto más trabajen mis pueblos, menos vicios tendrán —escribía Napoleón desde Orterode—.Yo soy la autoridad…, y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, pasada la hora del servicio divino, se reabrieran los negocios y volvieran los obreros a su trabajo.»
Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que ella engendra, el autor de An Essay on Trade and Commerce propuso encerrar a los pobres «en casas ideales de trabajo» (ideal workhouses), que se convertirían en «casas de terror, donde se obligaría a trabajar catorce horas diarias, de modo que, descontando el tiempo de las comidas, quedarían siempre doce horas de trabajo llenas y enteras».
Doce horas de trabajo por día; he ahí el ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra! Los talleres modernos se han convertido en casas ideales de corrección; donde se encarcela a las masas obreras, donde no sólo se condena a trabajos forzados de doce y catorce horas diarias a los hombres, sino también a las mujeres y a los niños.
¡Y decir que los hijos de los héroes de la época de la Terreur se han dejado degradar por la religión del trabajo hasta el punto de aceptar, en 1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a doce horas por día! Proclamaban como un principio revolucionario el derecho al trabajo.
¡Vergüenza para el proletariado francés! Solamente esclavos podían ser capaces de semejante bajeza. Veinte años de civilización capitalista necesitaría un griego de los tiempos antiguos para concebir tanta degradación. Si los dolores de los trabajos forzados y las torturas del hambre han caído sobre el proletariado en mayor cantidad que las langostas de la Biblia, es porque él las ha llamado.
El mismo trabajo que en junio de 1848 reclamaron los obreros con las armas en la mano, lo han impuestos ellos a sus familias; ellos han entregado a los barones de la industria sus mujeres y sus hijos Con sus propias manos han demolido su hogar doméstico, con sus propias manos han agotado la leche de sus mujeres. Las desgraciadas, embarazadas y amamantando a sus bebés, han tenido que ir a las minas y a las manufacturas a partirse el lomo y a agotar sus nervios.
Ellos, con sus propias manos, han destrozado la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza para los proletarios! ¿Dónde están! aquellas comadres osadas, alegres y amantes de la diva botella, ¿de quienes hablan nuestras fábulas y nuestros viejos cuentos? ¿Dónde están aquellas mujeres despreocupadas, siempre tratando, siempre cocinando, siempre sembrando la vida, generando la alegría, pariendo sin dolor hijos sanos y vigorosos?
¡Hoy tenemos a las niñas y las mujeres de las fábricas, enfermizas flores de colores pálidos, de sangre descolorida, de estómago arruinado, de miembros languidecidos!… El placer robusto es para ellas desconocido y no sabrían contar alegremente cómo salieron del cascarón. ¿Y los niños? ¡Doce horas de trabajo a los niños! ¡Oh miseria! Todos los Jules Simón de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, todos los Germiny de la jesuítica, no habrían podido inventar un vicio más atrofiante para la inteligencia de los niños, más corruptor de sus instintos ni más destructor de su organismo que el trabajo en la atmósfera viciada del taller capitalista.