Los críticos de la Ilustración lo advirtieron en su momento: la racionalidad absoluta es también una forma de locura.
¿Alguna vez les ha pasado que la lectura de un libro no los deja dormir? Sucede que por estos días despierto a medianoche y me dirijo como un sonámbulo a la biblioteca con el propósito de consultar asuntos tan dispares como:
Los números primos
Los números transfinitos
La decantación de los minerales
Los viajes en globo aerostático
La Revolución mexicana
La disolución del imperio austrohúngaro
La sodomía como forma de la experiencia mística
La revolución rusa de 1905
El mundo paralelo donde habitan los muertos
El universo de cuatro dimensiones
La faceta mortífera de la luz
La cábala
La capacidad de estar en dos sitios al mismo tiempo, conocida como bilocación
Los arcanos mayores del Tarot
El tráfico de armas
Los años que precedieron a la primera guerra mundial
La explotación minera en las fronteras de Estados Unidos y México
La composición química y física del espato de Islandia
Como supongo que su paciencia tiene un límite suspendo aquí la relación de ingredientes- son muchos más- con los que se cuece la novela Contraluz (Against the day), de Thomas Pynchon, esa especie de hombre invisible de las letras que una vez enviara a un cómico a reclamar un premio literario que le había sido otorgado.
El relato empieza con una descripción de Los Chicos del Azar, una cofradía de jóvenes despreocupados y expertos en meterse en líos, planeando sobre el escenario donde se desarrolla la Exposición Mundial de Chicago, un evento considerado por muchos como el gran hito de la revolución industrial.
Viajan a bordo de un dirigible bautizado con el elocuente nombre de Inconvenience donde los acompaña un perro agudo y mordaz llamado Pugnax. Tras abandonar Chicago visitan el Londres del final de la era victoriana; los Balcanes donde se desatará la carnicería de la primera guerra mundial; la gélida Islandia cuna de extrañas leyendas; la estepa rusa donde al parecer acaba de caer un meteorito y las ruinas de una extraña ciudad subterránea ubicada en Asia Central.
Para los místicos pitagóricos no existe diferencia alguna entre los números y la experiencia religiosa: las dos son formas de acercarse al misterio, es decir, al abismo. A la frecuentación de esos abismos dedican la vida los erráticos y algunas veces lúcidos personajes de esta novela. De hecho, algunos de ellos piensan que existe algo así como un lenguaje críptico, un código de la redención.
Así como los cabalistas creen que el nombre secreto de Dios yace oculto en cuatro letras conocidas con el nombre de Tetragrammaton, Yashmeen, la más misteriosa de las mujeres que habitan la obra, está convencida de que no hay diferencia alguna entre el orgasmo y las visiones prodigadas por las intuiciones matemáticas. Por eso el propio cuerpo y el de los otros son apenas un instrumento para acercarse al rostro velado de su divinidad.
Los críticos de la Ilustración lo advirtieron en su momento: la racionalidad absoluta es también una forma de locura. Y algunos personajes de Contraluz lo sospechan todo el tiempo. Ya se trate de los hermanos Traverse, algo así como una familia de pistoleros sabios, o de los anarquistas que pretenden borrar del mapa a los poderosos del planeta. En todos ellos alienta la idea de que tras el capitalismo y la técnica, las mayores expresiones de la racionalidad moderna, subyace el propósito de suprimir lo humano.
De hecho, en las lógicas de esos dos mundos, las personas son meros instrumentos, como lo recita todo el tiempo Vibe Scardale, algo así como la personificación del capital. No por nada es el resumen de lo que los Traverse y otros utopistas quisieran erradicar de la faz de la tierra. Todos ellos parecen hacer suya la consigna del troyano Eneas en la Eneida de Virgilio: “Solo hay una salvación para los vencidos: no esperar salvación alguna”.
Pero no solo Los Chicos del azar ostentan la condición del Judío Errante. De hecho, todos los personajes de la novela están signados por el desarraigo. Desde los magnates para los que la única patria es el dinero, hasta esa legión de espías, científicos, buscadores de oro, magos, traficantes y toda suerte de aventureros que conforman el coro de esta perturbadora saga. Todos, sin excepción, huyen o van en busca de algo. Es decir, como todos los seres humanos. Solo que para los protagonistas de esta historia que es en realidad muchos relatos cruzados, los goces escasos y los sufrimientos sin límites siempre vienen por duplicado.
Y aquí entra en juego el espato de Islandia. Se trata de una calcita transparente romboédrica cuya particularidad óptica consiste en la doble refracción: produce imágenes duplicadas de los objetos. El curioso mineral deviene entonces metáfora del destino. Siempre existe la sospecha de una puerta hacia una realidad paralela en la que las cosas fueron, son o pueden ser de otra manera. La clave está en la luz, o en el tiempo, que es uno de sus avatares y por eso, a su modo, todos buscan el método para arrebatarle sus secretos. Para ello eligen muchos caminos: el dolor, la poesía, los números, el sexo, la utopía, la, magia, el poder, el crimen, el dinero, la intriga… o la muerte que puede significar no el final sino el principio de todo.
Las 1320 páginas de Contraluz suponen un viaje al extremo de las obsesiones de Pynchon: la mente como un territorio lleno de iluminaciones y por lo tanto de peligros. Las múltiples formas de poder como expresión suprema del mal. Los Estados Unidos como habitáculo de la locura. El sexo como una frágil y al final inútil vía de redención. El capitalismo en tanto instrumento de alienación. La estupidez sin remedio de la masa. El sinsentido de la Historia. Los precarios consuelos del amor. En fin, que nada humano es ajeno a la ácida y delirante pluma de este autor que, entre otras cosas, se formó como ingeniero y por lo tanto sabe que, en muchos sentidos, la gran literatura es también un arte numérico.