A la pesca de oportunidades suculentas

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Como yo sólo soy padre de mis vicios, me celebré con uno de los más grandes que tengo: comiendo de lo lindo


 

El 19 de marzo se ha establecido como el Día del Padre en Bolivia, y a todos los padrecitos de este país los celebraron a toda fanfarria como si fueran las personas más valiosas del universo, para que no digan después que únicamente a las madres las miman en su día respectivo.

No faltaron los mariachis, temprano en la puerta de algún vecino para seguramente premiar su tremendo esfuerzo de contribuir a poblar el mundo, ni se olvidaron de las horas cívicas en algunas escuelas en nombre de los jefes de familia, y de paso los metieron a los profesores varones en el baile.

El Concejo Municipal condecoró a los tatas más longevos, como si fueran eucaliptos centenarios poniéndoles una plaqueta en el pecho. Desde luego que los comercios de tarjetería y tiendas de ropa hicieron su agosto, amén de los restaurantes y confiterías que en días especiales estrechan sus mesas para dar cabida a la ávida clientela. Luego dicen que a veces es inevitable pasar estrecheces. ¿Será por eso?

Como yo sólo soy padre de mis vicios, me celebré con uno de los más grandes que tengo: comiendo de lo lindo.

 

Entrante de mote de maíz con queso asado, detonante para abrir el apetito. Foto por José Crespo Arteaga

 

Por alguna afortunada coincidencia, esta semana me la pasé degustando pescado, en al menos tres sitios diferentes, de manera grata y gratuita, en casa de familiares. Y eso que no es Semana Santa.

Tengo algún raro sexto sentido para oler oportunidades en materia de gastronomía o, sencillamente, los dioses me han bendecido con un aprecio particular por la comida que hace que mis parientes y amistades me inviten periódicamente. Pero entremos en materia de una vez.

 

Llajua, yuca y limón (centro), la trilogía infaltable para acompañar un buen pescado. Foto por José Crespo Arteaga

 

Arranqué la semana disfrutando de un Sudado de pescado, que tía Anita preparó diligentemente con tiernas truchas que su hijo trajo de la ultima incursión a los más cristalinos manantiales de las faldas del Sajama, la montaña más alta de Bolivia, que aun con el frío reinante en sus páramos circundantes, las caminatas y la pesca son una maravillosa experiencia que los pulmones agradecen por ese oxígeno tan puro y renovador.

Así que no puede haber pescado más inspirador que el capturado en la cima de los Andes.

El “sudado” consiste en una cocción al vapor, previo rellenado del pescado con cebolla picada y ciertas hierbas aromáticas; posteriormente se lo envuelve en papel aluminio para protegerlo de la temperatura elevada del horno, logrando de esta manera que la carne no se seque y conserve su consistencia jugosa y sedosa que, al momento de hacerla pasar por el paladar, la sensación sea inolvidable.

Ni tres días después, ya estaba muy encarrilado, con las ganas listas para acometer otro platillo de pescado. Confieso que podría comer pescado todos los días, de las mil formas que sea.

Se dio la casualidad de que en casa de otros parientes, el almuerzo iba también por esos rumbos, con unos selectos filetes de trucha salmonada que se sazonaban en el horno entre medallones de cebolla blanca y tomates. Pero como entrante sirvieron un criollo mote de maíz con aguacate y queso asado. Esa combinación del queso tostado con el maíz cocido tiene la virtud de seguir acrecentando el apetito a niveles elevadísimos.

Probé un soberbio bocado de la trucha rosada y sabía a delicatesen genuina. Ni limón ni nada que pudiera estropear su pureza. Pero cuando me llevé una cucharada de la ensalada a la boca, el mundo se me puso patas arriba: aquel humilde mote (cocido) de trigo pelado, engalanado con pizcas de pimentón rojo, cilantro explosivo y perfumosa albahaca era la combinación perfecta para que el cerebro enloqueciera de placer.

Por un instante me olvidé del pescado y de todo lo demás.

 

Trucha salmonada con medallones de cebolla y tomate. Foto por José Crespo Arteaga

 

Finalmente, el día establecido como el Día del Padre en Bolivia pensé que lo pasaría sin pena ni gloria. Así fue hasta que por la noche un alma solidaria me invitó a su mesa. Adivinaron, pescado era la cena. Qué ni modo ni ocho cuartos, había que agradecer la agradable circunstancia, máxime en este país sin costas, donde los peces y frutos de mar no son lo acostumbrado en los menús.

Unos neutrales lomitos de surubí que previamente habían sido maridados en jugo de limón, comino, ajo y otras especias, que con el rebozado de harina y la fritada correspondiente alcanzaban la suficiente sabrosura para desterrar otro mito sobre su insípida consistencia.

Daban ganas de repetir, si no fuera por la noche traicionera. Con la guarnición de unas dulces y exóticas yucas amarillas la velada fue plena y satisfactoria. Un postre sobrio y fin de la cuestión. Que esta semana me acompañó la suerte, ¡seguro!

 

La sobriedad del surubí se engalana con los destelleos dorados de la yuca. Foto por José Crespo Arteaga

 

PS. En mi distracción por disfrutar las suavidades del Sudado de trucha, se me olvidó sacarle la foto correspondiente. Valgan mis excusas.

 

Bitácora del Gastronauta. Un viaje por los sabores, aromas y otros amores

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