Este libro es un estremecedor estudio publicado por la Universidad Santo Tomás, a finales del año pasado con autoría del sociólogo, Omar Eduardo Rojas, Coronel (r) de las fuerzas militares y el investigador Fabián Leonardo Benavides, cuya reseña en el periódico inglés The Guardian, trajo a mi mente la tragedia de Marina, señora que conocí hace dos años, víctima como otras madres de La Virginia, de ejecuciones extra judiciales o “falsos positivos” en la persona de su hijo Fernel de 26 años.
Marina me contó cómo su hijo y otros amigos vecinos desaparecieron, por varios días después de haber comentado, ilusionados, que estaban pendientes de una oferta de trabajo muy buena en el Quindío.
Pasaron los días, sin saber nada de ellos y muy preocupadas las familias empezaron a buscarlos hasta cuando se enteraron, por el periódico Crónica del Quindío, que en la morgue de Armenia se encontraban cuatro cadáveres que respondían a los datos de ese grupo y que al parecer habían sido dados de baja por el ejército, en combates con el frente 50 de las FARC-EP.
La noticia causó incredulidad y extrañeza. Tenían que estar equivocados, los estaban confundiendo, esos que mencionaban como guerrilleros, no podían ser ellos. Fernel, el hijo de Marina había pagado servicio militar en zonas de conflicto y tenía una lesión producida en combate precisamente con las FARC.
Estos jóvenes eran muchachos tranquilos, muy conocidos en el vecindario, sin problemas y sin antecedentes. Cuando sus familiares los fueron a identificar, los encontraron vestidos de camuflado… ¿Cómo así? ¿Ah que horas? ¿Cuándo y por qué? No se cansaban de preguntar las atribuladas madres y sus familias.
El 31 de marzo del 2008 el diario El Tiempo registró la muerte de 14 jóvenes de Risaralda, ocho de La Virginia, que empezaron a desaparecer en el mes de enero en grupos de tres y cuatro, y en situaciones muy similares, lo que llevó a suponer ejecuciones extra judiciales, noticia que fue negada de manera categórica por el Comandante de la Octava Brigada del Ejército. El párrafo del periódico que mencionaba el nombre del hijo de Marina decía:
“El 17 de enero a la medianoche salieron Carlos Arturo Velásquez, Fernel Andrés Londoño Tabares y Juan Carlos López Gaviria. Al día siguiente, la Octava Brigada informó que “después de 15 días de seguimiento e inteligencia fueron dados de baja tres guerrilleros del Frente 50 de las Farc que pretendían secuestrar a un profesional de la región”. Estos hechos se dieron en Calarcá (Quindío).*[1]
Ante la insistencia de las familias y vecinos que negaban alguna vinculación de estos jóvenes con grupos al margen de la ley, y que declararon sobre su comportamiento como trabajadores de la construcción en Pereira y Cartago, que nunca se habían ausentado del vecindario, y que incluso tenían excelentes recomendaciones de los que habían sido sus patrones, el Comandante de la Octava Brigada respondió, en el mismo artículo del diario El Tiempo citado arriba que:
“ese es siempre argumento de las familias en el sentido de que sus allegados no tienen actividades ilegales. Están todas las investigaciones penales y disciplinarias, estos jóvenes tenían armas, los procedimientos tácticos jurídicos fueron realizados con Policía Judicial, hubo transparencia en las investigaciones, como siempre ha sido nuestra política”*[2].
Marina llora cuando habla sobre las declaraciones del militar porque considera que lo que hicieron con su hijo fue un crimen atroz y la peor infamia fue que, justo quienes tenían la obligación de garantizar la vida y la seguridad de los ciudadanos, no solo los asesinen sino que para justificar su delito, acaben de esa manera con su buen nombre.
Pues bien, el libro que reseña The Guardian y otras investigaciones como la de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos CEEU, han recogido pruebas que demuestran que la tragedia de mi amiga Marina es la que han vivido madres, hermanas y esposas o compañeras, de más de 10.000 jóvenes asesinados bajo esta modalidad de ejecuciones extrajudiciales, perpetradas por agentes del Estado contra jóvenes de estratos populares que, reclutados con falsas promesas de trabajo, los llevaban a zonas de conflicto para asesinarlos y presentarlos como guerrilleros dados de baja en combate, mostrando a la opinión pública resultados en la guerra contra las FARC-EP y obteniendo por ello, recompensas, reconocimientos, condecoraciones, permisos y otras prebendas.
Esta práctica se dio principalmente en los dos períodos de gobierno del Presidente Álvaro Uribe Vélez y en el marco de la “Seguridad democrática” política bandera de su gobierno, como lo demuestra la juiciosa investigación realizada por el Coronel (r) Omar Rojas y su coautor, Fabián Leonardo Benavides a través de un amplio trabajo de campo en distintos departamentos del país, de análisis de fuentes escritas y orales, de contrastación de informaciones judiciales y periodísticas, y de entrevistas a familiares de las víctimas y a miembros de las fuerzas militares condenados por estos hechos.
Se explica también esta práctica de los “Falsos positivos” en los contextos de:
- Negar como lo hizo siempre Uribe Vélez, la existencia de un conflicto armado de carácter social y afirmar que lo que existía en el país era una simple amenaza terrorista y criminal contra la población civil. Así mismo, la negativa a reconocer a las FARC-EP como organización alzada en armas contra el Estado porque esto significaba reconocerles un status de beligerancia de acuerdo con el Protocolo II Adicional a los Convenios de Ginebra.
- El convencimiento de que podía vencer a las FARC-EP con la fuerza del Estado, mediante una política de “mano fuerte” y el apoyo militar, tecnológico y de inteligencia de los Estados Unidos.
Esa convicción fue desarrollando una ideología guerrerista expresada en formas, slogans, símbolos y actitudes que se fueron popularizando para justificar y legitimar la violencia contra las FARC-EP como causantes de todos los males del país, y de esta manera, invisibilizar las acciones de los paramilitares y las prácticas de los falsos positivos, hasta el punto de que muchos sectores de la opinión pública llegaran a considerar estas repudiables acciones, como mecanismos válidos para acabar con la subversión, el terrorismo y la delincuencia organizada. Es lo que Johan Galtung denomina “violencia cultural”.
Por fortuna las cosas cambiaron y la justicia ha investigado estos crímenes y ha encarcelado a más de mil militares, desde coroneles, capitanes, tenientes, sargentos hasta soldados, aunque no ha tocado a los generales ni a los altos funcionarios que exigieron dichas prácticas para demostrar que estaban ganando la guerra. La Corte Penal Internacional está investigando esos casos en los que la justicia del país no ha actuado. Al respecto los Articulos 5, 8 y 27 del Estatuto de Roma, dicen sobre estos crímenes de guerra:
“El Estatuto será aplicable por igual a todos sin distinción alguna basada en el cargo oficial. En particular el cargo oficial de una persona, sea jefe de Estado o de gobierno….. en ningún caso lo eximirá de responsabilidad penal ni constituirá per se motivo para reducir la pena.”
El numeral 2 de este mismo Artículo 27 establece: “Las inmunidades y las normas de procedimientos especiales que conlleve el cargo oficial de una persona, con arreglo al derecho interno o al derecho internacional, no obstará para que la Corte ejerza su competencia sobre ella.”
De ahí, y ante lo que se viene con la Jurisdicción Especial para la Paz y sus componentes de la Comisión de la Verdad y Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, se explica la oposición y el interés del Centro Democrático en
“recuperar la patria y volver trizas ese maldito papel que llaman Acuerdo de Paz”.*[3]
[1] Diario El Tiempo, marzo 31 de 2008
[2] IBIDEM
[3] Palabras de Fernando Londoño Hoyos en Convención del Centro Democrático