Adrianas al azar

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“Después de haber interpretado a Chopin, me siento como si hubiese llorado por unos pecados que nunca cometí y llevase luto por unas tragedias que no me atañen”.

Óscar Wilde

Sus ojos parecen caleidoscopios. Cristalinos, llenos de trocitos verdes, azules y cafés. La figura que presentan varía con el ritmo de la charla, con el sol debilitado que nos llega después de haber pasado los oscuros ventanales, con la fuerza que le imponen desde adentro las Adrianas.

Adriana la que declama

Cuando tenía quince años decidió que era el momento de derrotar a la timidez. Escogió el poema quince de Neruda, se paró frente a todos los estudiantes del colegio y lo recitó.

Lo hizo tan bien que, como premio, recibió las obras completas de Óscar Wilde y el mundo de los libros la abrazó. “Óscar Wilde me enamoró de la literatura”. Me gusta toda su obra, los poemas en prosa, El artista, La balada de la cárcel de Reading”.

Al final del bachillerato se decidió por Lingüística y Literatura.

Al final de Lingüística y Literatura, la decana, su ‘ángel de la guarda’, le ayudó a decidirse por la poetisa mexicana Rosario Castellanos como tema para su tesis de grado.

“Rosario enseña a las mujeres a ver la vida de otro modo. Hay un poema suyo que dice que debe haber otro modo de ser, otra manera de ser, diferente a la de Safo y Cleopatra, casi siempre víctimas sumisas; dice que debe haber otra forma de ser en la que la mujer sea independiente, en la que la felicidad no dependa del otro, que generalmente es el hombre”.

“Lee a Rosario Castellanos para que puedas entender a las mujeres”.

Nunca ha dejado de serle fiel a ese mundo que le entregaron como trofeo aquella tarde en que le dio mate a la timidez.

Adriana infiel

Se propuso ganar el Campeonato Nacional del 93 en homenaje a su amigo, el maestro Luis Antonio Escobar, muerto hace cerca de dos meses.

“Hacíamos canjes, él me enseñaba piano y yo le enseñaba ajedrez. Tenía un concepto heroico del ajedrez, decía que no le importaba sacrificar a la dama”.

“En el segundo Nacional que gané me mandó un telegrama muy lindo. Yo llegué al tablero a jugar la partida y allí lo encontré. Es la carta más linda que he recibido. Decía: ‘Tus amigos Luis Antonio, Chopin, Bach y Beethoven, te esperamos para tocar marcha triunfal a ‘cuatro manos’ ”.

“Si algo me ha hecho llorar son los conciertos de Chopin. Lloro y no me da pena decirlo. Si existiera Chopin, me habría enloquecido, habría sido infiel”.

“Llegué cansada a este campeonato. Tomaba hasta diez tintos en una partida, pero me sobrepuse. Había prometido ganar el torneo por alguien”.

“Murió hace un poco más de un mes. Era un enamorado de Cartagena. Donde esté, debe estar contento con mi triunfo. Más que un diálogo, siento su risa. Este campeonato fue un concierto de jugadas para él”.

Adriana inexpresiva

La primera impresión se produce en un amplio salón donde varias parejas de mujeres se enfrentan casi sin moverse.

La violenta quietud es observada por familiares, jueces y delegados. Algunos van de tablero en tablero fingiendo que analizan las jugadas. Algunos las analizan.

Muchas de esas mujeres están tensas, obsesionadas. Sólo en la mesa más lejana se observa un gesto de placidez. No es propiamente de placidez, pero en la cara de esa mujer parece todo más relajado.

Adriana Salazar juega la última partida de un campeonato que ha ganado desde el día anterior. Por sexta vez se ha coronado Campeona Nacional.

Su piel es más blanca que las fichas blancas. Tiene un vestido azul y blanco. Su nariz es recta y fina. Su boca es delgada y dibuja un gesto poco convincente de desagrado.

No sonríe, gesticula poco, hace tiempo que encontró un gesto neutro para mirar las fichas, para mirar el entorno mientras el juego termina.

A veces, mientras espera a que juegue su rival, se pone de pie, camina entre las mesas, analiza partidas, se agarra las manos por la espalda. Sus movimientos son lentos, delicados, seguros y leves. Su oscuro cabello cae hasta su espalda, lo surcan algunos relámpagos blancos.

Constantemente, caminando o sentada, pensando una jugada, toma entre sus manos su cabello y hace con sus dedos una cola de caballo para ventilar su cuello.

De pie, alejada de la mesa donde transcurre su partida, acepta con severa simpatía la entrevista para después de que termine.

En el momento en que el juego se complica, algo se agita dentro de su tranquilidad.

Adriana Salazar se cruza de brazos. Su cara sigue sin decir nada. Entrechoca sus zapatos negros bajo la silla y luego se los quita. Tiene los talones irritados. Es posible percibir el vaivén acezante de su respiración.

Adriana la del corazón acelerado

“Si no hubiera estado ahí habría tirado los zapatos lejos. Eso es lo más apasionante del ajedrez. Nada en el mundo te hace latir el corazón en estado de quietud. Tú lo oyes que va a diez mil. Es sentirse uno vivo”.           

“Hay partidas en que uno se siente feliz, cuando sacrificas piezas, cuando le ganas a alguien que no le has podido ganar y a veces hasta cuando pierdes”.

“Recuerdo un juego de Chiquinquirá, una niña hizo fantasías conmigo, y yo estaba feliz. Las partidas son como cajoncitos, como cosas aisladas. Más que las partidas uno recuerda los torneos”.

“A veces, cuando juegas, se apagan la luces; cuando hay ruido en el corazón, cuando uno no está bien con uno mismo. Si estás alegre contigo juegas bien”.

“Las piezas son movimientos que se proyectan. Son como los rayos láser, importa es lo que generan”.

“Perder una partida es accidental, no es tan trascendental. Es molesto pero ahí es donde se ve la fuerza de un jugador para superarse. Si mi mundo fuera únicamente el ajedrez al perder me moriría. Pero hay otras cosas importantes”.

“El triunfo, depende de la época, tiene su sabor distinto. Ayer, por ejemplo, que sabía que era campeona pensé: ‘Está bien’, pero era una alegría tranquila. Antes era todo un acontecimiento de mi vida. No quiero decir que no me dé alegría, sólo que es distinta la felicidad”.

Adriana frente al piano

Sentada frente a su piano, Adriana se permite aquellos gestos que se niega ante un tablero.

“Tengo una suerte impresionante. Cuando tenía 18 años quería comprarme un piano. Un piano es carísimo. A esa edad no se tiene dinero para comprar un piano”.

“Lloraba por no tener un piano”.

“Pensé que la solución era salir y comprar la lotería. Recuerdo la convicción. El vendedor me dijo que llevara más fracciones y yo le dije que sólo necesitaba para el piano”.

“Cuando llegué a casa le dije a mi mamá: ‘listo, ya voy a tener el piano’”.

“En mi casa se reían”.

“Gané el dinero preciso para comprarme mi piano”.

Sentada frente a su piano, es posible que sonría. Paseando con sus dedos por un mundo en blanco y negro es posible que sus ojos se entrecierren de alegría.


Adriana feliz

“Me hace feliz el trabajo con los niños. Trabajo en una academia de talentos. Es un trabajo en el que nadie te da trofeos pero se gana todos los días. Educando un niño no te puedes equivocar. El niño representa lo simple, sin premeditación, siempre dice la verdad, sin refutarte te dice cuándo te has equivocado, es posible aprender mucho de él”.

“Mi esposo y yo trabajamos con los niños. Él se llama Guillermo López Acevedo, es filósofo, trabaja en el área de desarrollo del pensamiento. Para tener hijos creo que hay que prepararse muy bien. Estamos en ese proceso”.

“El trabajo con el niño se basa en la autoconfianza. Si logro que sea seguro, independiente de pensamiento, está sobrado en la vida”.

“Dentro de poco voy a hacer una ponencia en Brasil sobre el ajedrez como recurso pedagógico. La formación no debe ser, como usualmente es, sólo dar información. Hay que crear habilidades mentales y el ajedrez ayuda a concentrarse, a memorizar, a calcular, desarrolla la tenacidad, el análisis, el orden en el pensamiento, la precisión”.

“Así como se hace gimnasia y nadie lo ve raro, también debe haber tiempo para el pensamiento. Lo que hago en la academia es darles el ajedrez como hubiera querido que me lo dieran a mí, con títeres, con juegos. En ningún momento el propósito es que sean campeones, pero algunos  de ellos están en camino de serlo”.

“La gente piensa que lograr un pensamiento lógico y analítico es matar la fantasía. La fantasía tiene un proceso, no se es fantasioso porque sí, se es fantasioso cuando se tiene experiencia, es falso que se cree con la mente vacía”.           

Adriana familiar

“Muchas personas influyen en mí. Mi esposo, lo que dice, la forma como ve la vida. Las cosas que dicen los niños. Pienso que no hay que buscar personas complejas, hay que ir a lo simple. El adulto se pasa la vida buscando lo simple”.

“Mucho de lo que soy se lo debo a mi familia. Ellos hacen fuerza por mí, me ayudan. Si yo no hubiera nacido en esa familia tal vez no sería lo que soy”.

“Cuando mi maestro de ajedrez se murió yo me estaba enloqueciendo. Se llamaba Eliécer Bojacá. Me entrenó los últimos seis meses de su vida, me hizo como ajedrecista”.

“Después de su muerte yo pensaba dejar el ajedrez. Un hermano me dijo que si no me parecía triste que, alguien que me había dado tanto, yo decidiera olvidarlo”.

Adriana contra la muerte

“La muerte no la entiendo, y como no la entiendo, prefiero vivir haciendo. Hacer, para mí, es una obsesión. Soy terca, metida en distintos campos”.

“Espero escribir algún día un libro sobre ajedrez”.

“En ajedrez me gustaría ser Gran Maestra, pero el medio no ayuda. Se demorará más de lo normal, pero llegará. No dejaré el ajedrez, lo practicaré hasta los 82 años, a los 83 me retiro. Es como decir que deje la literatura o que no vuelva a oír música”.

“En el trabajo, quisiera producir el programa exacto que ayude al pensamiento de los niños”.

“Sueño con frecuencia con los niños, el niño es lo mejor que se ha inventado. Los adultos también me caen bien… me caen bien porque hacen niños (mentiras es una broma pesada)”.

Adriana decidida a no perder

“Tengo un recuerdo muy significativo para mí. Tenía cuatro años. Recuerdo el lugar, recuerdo el momento y casi hasta la hora del día”.

“Pensé, me dije, me prometí que iba a vivir la vida bien, sin equivocaciones, haciendo algo positivo, algo fructífero”.

“Ese recuerdo me ha golpeado mucho”.

“Me pregunto por qué a los 4 años se me ocurrió pensar en eso. Es obvio que mi familia influyó, pero no por eso deja de ser extraño”.

“Me impactó tanto que aún lo recuerdo. Recuerdo la sensación, como cuando me siento en una partida y me digo voy a ganar. Estaba sola en la habitación, paradita, mirando nada. Era como una promesa”.

Adriana y el azar

“La suerte no es que uno haya nacido con suerte”, dice con gesto relajado. “Uno trabaja, uno labora y la suerte le llega”.

Atrás ha quedado la inexpresividad de la última partida. Al final, después de las tablas con Gloria Zapata, las jugadoras se han quedado discutiendo amablemente el juego, planteándose posibilidades.

Después, Adriana ha sonreído a las personas que se le acercan a felicitarla, oficialmente es la campeona. Ha permitido que le tomen fotos y finalmente ha caminado a la salita de la entrevista.

Allí, de espaldas a un mar que resplandece detrás de unos vidrios opacos, Adriana nos ha ido presentando las figuras que componen los azares de su vida.

Y después de las sonrisas, de las muecas divertidas, se detiene y dice: ‘¡Oye!, de verdad que tengo suerte’ y en sus ojos de colores se dibuja una figura diferente.

Texto publicado en el suplemento Dominical  de El Universal,
el 7 de noviembre de 1993

Profesor de Literatura: SUNY Oneonta. Escribidor: Santa María del Diablo, El origen del mundo, Un tal Cortázar, Un ramo de no me olvides, El país de los árboles locos.

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