Antojos |
Cada sábado tenemos la sección Antojos, un espacio para leer fragmentos de libros publicados por Sílaba Editores y reseñados en La cebra que habla.
Presento en esta ocasión cuentos y minicuentos concebidos a lo largo de mi vida. Algunos fueron publicados pero la mayoría han permanecido en estado larval. A muchos les he dado nueva forma y el conjunto lo he organizado en secuencia cronológica de acuerdo con la época de su primera concepción.
El autor
El masoquista espiritual
El café ya estaba desierto cuando arreció la lluvia. En el vaso quedaba un resto de cerveza y el hombre, que permanecía allí desde temprano, pensó que era dichoso a pesar de su miseria: ingresaba al mundo de los masoquistas espirituales porque la soledad era su pasión y su desgracia.
La mesera miró desconsolada el reloj mientras en el traganíquel sonaban las canciones que pagaron los últimos borrachos antes de retirarse. Por fin ella se acercó; transida de sueño, le pidió que pagara y explicó que ya no había más servicio. Él la miró como si la viera por primera vez, le dijo que aún faltaba música por sonar, y le rogó que le trajera una última cerveza. Ella accedió. Cuando el traganíquel quedó en silencio y se escuchó el retumbar de la lluvia en el tejado, ella volvió para insistir en la cuenta y él, sin ningún preámbulo, le propuso que se acostaran. Ella, acostumbrada a la escena, respondió con un bostezo.
El hombre aceptó la negativa, pagó y salió. Aún faltaba para el amanecer. Caminó por el centro de la calle solitaria sintiendo en el rostro los goterones helados. Desde el fondo de su mente surgió la escala musical: do, re, mi, fa, sol… Al principio fue un murmullo; cantaba al ritmo del caminar. Aceleró el paso y cantó con más volumen y a poco corría bajo la lluvia cantando a pleno pulmón.
Medellín, julio de 1962
Dios
Soy una mónada vibrante en la pantalla, una potencia dotada de conciencia, rodeada de mónadas semejantes. Para convertirme en acto, la pantalla debe quedar sintonizada en cierta frecuencia. Si fuera Dios, me sintonizaría a mí mismo, y no me importaría que las demás mónadas desaparecieran.
Casa de campo…
…Grande y antigua, de paredes gruesas de tierra, altos techos de tejas de barro cocido y puertas desvencijadas…
En aquella ladera coinciden tres vertientes de agua cristalina que bajan de la cordillera. Se abren en abanico, reciben el sol de la tarde y resuenan en una sinfonía de luces.
Pero la habitación principal está en la penumbra. Despierto y me doy cuenta de que la puerta ha quedado abierta. Algo o alguien se dispone a entrar y debo evitarlo. Me levanto para echarle cerrojo pero mis piernas se niegan a obedecer. Debo esforzarme, tengo que llegar a tiempo. Al fin, casi arrastrándome, alcanzo a sostener la batiente, pero aquella fuerza exterior empuja con vigor. Redoblo mi esfuerzo como si de ello dependiera mi vida y comprendo que cerrar es ya imposible. Aún aguanto unos instantes; decaen mis fuerzas, la puerta se abre y aquella cosa penetra en la habitación.
Afuera, las aguas aumentan su caudal. Retumban con ecos escalonados, envuelven la casa en velos ondulantes, tenues, vaporosos y se precipitan con horrible fragor por las cañadas.
He perdido la batalla: el suelo trepida, se resquebraja, las tapias se desmoronan, las corrientes todo lo arrastran. Cae la máscara de aquella belleza inefable del atardecer de luces y aparece la verdadera naturaleza del turbión que nos precipita por la pendiente oscura
y sin fondo.
Atosigado por el juego
Estoy frente al tablero. En cada casilla hay miles de alfiles, caballos, torres, peones, reyes, damas. Los hay blancos, negros, azules, rojos, de todos los colores. Una multitud de jugadores se agolpa a mi alrededor. Vociferan.
Mi tarea es averiguar cuáles piezas están activas, cuáles espacios están libres y cuáles son meros depósitos de piezas descartadas de juegos anteriores. Además, debo decidir a quién le toca jugar.