Antología de marketing callejero

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Uno de los puntales de una estrategia publicitaria consiste, precisamente, en llamar la atención.


 

Ah, no hay nada como el ingenio de la gente común -especialmente en el ámbito de la comida criolla- a la hora de promocionar las bondades de sus productos o servicios. Uno puede quemarse las pestañas, todo el curso universitario, leyendo gruesos libracos de mercadotecnia y, sin embargo, no ser capaz de generar una nueva idea, marca o nombre que se pretenda fijar en la mente de los potenciales consumidores.

En el alma popular surgen interesantes muestras de creatividad espontánea o intuitiva que ya quisieran tener muchos profesionales del marketing. Por ejemplo, desde hace años me sigue intrigando a quién se le habrá ocurrido bautizar un potaje como “falso conejo”, de tal manera que hoy constituye un cotidiano plato de la gastronomía local. Si un visitante foráneo se toparía con un letrero que lo anuncia, mínimamente le picará la curiosidad por saber de qué se trata.

 

Foto por: José Crespo Arteaga

 

Uno de los puntales de una estrategia publicitaria consiste, precisamente, en llamar la atención. Si es usted el comensal a punto de ingresar, respire tranquilo, que tampoco le darán gato por liebre, como sugiere la propuesta. Porque no tiene nada de gatuno ni conejuno un apanado de carne vacuna, cocinado entre regios hervores de ají y pimienta en grano. Avisado queda.

Siguiendo con los curiosos apelativos, en este momento me vienen a la memoria los explosivos “cardan calditos” que se anuncian en mercados y otros puestos de comida especializada en vísceras, especialmente indicados para curar la resaca, aseveran sus refinados cultores. Auténticos manjares (si le creen a un borrachito recién recogido) son estos calditos que bien podrían ser confundidos con rabo de toro, ¿me ayudan?, que me he quedado aturullado.

 

Sopa de pulpito. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Pero más desconcertado me sentí el día que me topé con el primer humilde cartel de “se sirve pulpito”, habida cuenta de que Bolivia no tiene costas marítimas y pulpitos sólo he visto troceados en conservas como las sardinas. ¿Tan lejos había llegado la culinaria gallega?, creí preguntarme también. Menos mal que algún pariente me despejó la ignorancia: no quiero imaginar a qué sabe un cocido hecho con el culo de un animal. Estoy procurando ser recto,  ¿me siguen? ¿comprendes, Méndez?

En Bolivia, todo el mundo sabe de qué es un “sándwich de chola” (macanudo nombre para un sencillo emparedado, ojalá que a ningún imbécil se le ocurra hacer campaña para cambiarle por el correctísimo “mujer de pollera”), a menos que se las dé de finolis y otros cuentos de rancio abolengo. Sumamente oportuno y gracioso el juego de palabras de este cartel: “a todo chancho” como habrán podido adivinar equivale a ir “a toda pastilla”, “a todo trapo”, “a toda máquina” que bien se oyen en otras latitudes.

 

Sandwich de Chola. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Si todavía siguen dudando de qué es el manjar, ahí les cuento -mientras me acompañan salivando-, que es una buena pierna de cerdo adobada con ají y otras especias, asada lentamente al horno y servida en lonjas dentro de un pan suave, con una ensalada fresca donde no debe faltar el toque prodigioso de unas hojitas de quillquiña.  Lo que no sabía era que los paceños nos habían copiado la receta ¿o será al revés? Espero que no nos enrollemos a todo chancho en una guerra fratricida por la denominación de origen.

¿Ustedes sabían que existen cholas argentinas, concretamente tucumanas? Me lo parecía, pero tremendo antojo me he llevado al ver a la cholita de roja pollerita mostrando pierna y, con esa sonrisa picarona, el plato está servido, acotaría un paisano de cabeza calenturienta. Ay, la decepción vino al rato cuando me acordé de que lo de  “ricas tucumanas” se refería a unas empanadas típicas de carne, similares a las jugosas “salteñas”, pero fritas en aceite. Iba a decir que el cartel se veía jugoso también pero se me acabó la inspiración al pensar en un “trancapecho” (otro sándwich que quita el aliento y no por razones placenteras).

 

Cholitas tucumanas. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Hay anuncios que en todas sus intenciones de mostrarse originales o darse aires de sofisticación yerran por completo, sobre todo considerando el entorno o contexto. Suena más lógico que un local sencillo de un barrio alejado lleve un cartel de “pollos Doña Juana” o algo similar. Lo de “fast food” y otros apelativos de alienante moda es cosa de ambientes donde se asientan los malls o patios de comida con luces de neón. Pero de todas maneras, no se puede negar que a veces lo cutre tiene cierto encanto: esa ruinosa fachada lila y el cartel con filigranas de verde irlandés son de lo más surrealista que he visto en mis andanzas por la ciudad.

Por el contrario, la sencillez artificial, no pocas veces, también chirría. Demasiadas filigranas para un cartel con aire rústico, denota contradicción y mal gusto. No me anima entrar a un local donde ponen “Mikuy” como marca de establecimiento. A secas, el nombre no sugiere nada, distinto sería si llevase “Mikhuna” que en buen quechua quiere decir “cosas de comer, yantar, comida, en suma”. Siendo hasta maliciosos, suena a “mi cuy” o conejillo de Indias. No me gusta para nada lo de “café cultural” otro risible modernismo como “café bistró”.

 

Café Mikuy. Foto por: José Crespo Arteaga

 

¿No se supone acaso, que los cafés son espacios de intercambio cultural o socialización, si se quiere? Además lo de “cultural” está tan manoseado que se presta a muchas confusiones y ambigüedades. Bien recuerdo que años atrás había un club nocturno que se ocultaba tras la etiqueta de “centro cultural”, con el logotipo copiado de los chocolates Mackintosh, para mayores señas.

Menos mal que sin pretensiones de ninguna clase, algunos reclamos publicitarios dan justo en el clavo. Así por ejemplo, me dio mucho gusto hallar un letrero sencillo y a la vez ilustrativo sobre una bicicletería. Para empezar, el anuncio no invadía la visual del transeúnte y tampoco estorbaba el paso como ocurre a menudo. En un arranque de ingeniosidad fue elaborado con materiales simples: una tapa metálica de turril soldada a un aro viejo de bicicleta, pulcramente decorada con letras brillantes y mensaje claro. Para terminar de colmar mi asombro, me encontré con un cartel pegado a la pared donde se advertía al cliente con sumo respeto.

 

Bicicletería Veloz. Foto por: José Crespo Arteaga

 

Y por si fuera poco, el bicicletero, hacía gala de modales al despedirse con un “gracias, el Veloz”. El detalle de las cholitas con bici es para enmarcar. Ya no se ven cosas así. Me dieron ganas de dejarle mi bicicleta, mi mochila, mi cámara, mi reproductor mp3, mi celular, mi corazón, para que me los compusiera de algún desperfecto al instante.

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