La tragedia, para los atenienses, entró a sus vidas porque conmovía el espíritu humano: el coro cuestionaba al público.
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Trag-oedia que significa “el canto del macho cabrío”
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Desde su aparición, la tragedia griega, singularmente, fue humana: celebraba el sacrificio de Dionisio, y celebra la vida y la muerte a través de la conmoción del espíritu humano. Acciones, en tanto, ceñidas a una manifestación religiosa.
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Alrededor de los siglos V y VI a. C., los cantos en honor a Dionisio, el nacido dos veces, se establecían, tal vez, en las calles de Grecia, donde todo se ensombrecía por el ritmo de los coros llevados a un tiempo preciso. La primera tragedia se remonta, en efecto, al año 534 a.C., llevada por Pisístrato: narra la victoria de Atenas sobre los invasores persas.
Se perpetuó, al parecer, remotamente en el recuerdo del pueblo porque se conserva.
Tespis, pues, agrega al coro un actor que, tras una máscara, crea un diálogo con los integrantes del coro. Dialogan actor y coro, equilibrados, por encima de una multitud asombraba, concedidas a la confusión.
Aquí, la tragedia empieza a mostrar sus primeros rasgos, en todas sus formas, a dibujar desde la oscuridad una criatura que palparía el misterio de los hombres. Seguidamente, aparece Esquilo, Sófocles y Eurípides, en ese orden, figuras que, prontos a tocar el corazón del hombre, permanecieron, poco a poco, con sus obras en la memoria de un pueblo, cuyo mar al menos, llevaba verdades.
Esquilo, entre tanto, compuso 91 obras y solo se conservaron siete. Proveniente de la ciudad de Eleusis –lugar donde la lluvia y los truenos eran un misterio–, cerca a Atenas, el trágico cierta vez fue a consultar el Oráculo de Delfos, para visionar su futuro. Allí, la profecía fue rotunda: “Morirás aplastado por una casa.”
Esquilo, entonces, se retiró a vivir al campo, lejos de las casas para eludir su muerte. Un día, mientras recorría los caminos que, de cierto modo, tenía tallado en la planta de los pies, un águila que volaba por los cielos, dejó caer de repente una tortuga que llevaba en sus garras sobre la cabeza de Esquilo.
El golpe lo descalabró, el peso de la sabiduría cayó sobre él, porque mostró a través de Prometeo la fragilidad de Zeus –el águila de vuelo perplejo–. Murió el trágico, por lo visto, llevando a la acción la revelación del Oráculo.
Entregar la verdad, pues, es zambullirse en una muerte que, como el destino, está en las entrañas del hombre.
Precisamente, en la estructura de la tragedía, Esquilo dotó a los personajes de un dolor y sentimiento de culpa que, uno a uno, son llevados a un camino de purificación, es decir, a la catarsis. Y a su vez, dentro de la estructura trágica, agrega un actor más.
Así, sumando actores, llegamos a Sófocles que, siguiendo la cuerda templada de su espíritu, da los acabados a la estructura de la tragedia introduciendo un actor más. Escribió, en efecto, ciento treinta obras, que a través de la sucesión de días, se conservan en la actualidad siete tragedias.
En absoluto, aquí, la tragedia ya era el animal perfecto según Alfonso Reyes. Para conformar el grupo de los tres trágicos nos falta, desde luego, Eurípides, de quien se conservan dieciocho obras, contando Reso.
La tragedia, para los atenienses, entró a sus vidas porque conmovía el espíritu humano: el coro cuestionaba al público, en un sentido, donde leía sus emociones y se las narraba tan hondamente que, en ciertos aspectos, destemplaba las fibras que revisten el corazón.
En el género trágico, pocas veces vemos la acción: la imaginamos. Cuando muere Antígona, después de quebrantar las leyes de Creonte y seguir las leyes humanas, lo vemos a través de los ojos de otro, un personaje nos cuenta. Nos llegan, en consecuencia, las noticias pero no vemos el hecho.
Todo se cuenta, al parecer, por boca de otros. Los trágicos, entonces, ejercían los contrastes: Antígona es, a primera vista, la dualidad: lucha por enterrar a su hermano, pero si lo ejecuta está en contra de la ley del pueblo.
Pero, cualquiera que sea el costo, Antígona es humana y entrega la vida a lo que palpita: da sangre de su corazón a lo que nace y sigue su extraña geometría:
Antígona: Afirmo que lo he hecho y no lo niego.