En el aparataje suntuario de la arepa, un carboncillo rebelde escapa
Cada mañana, mientras los borrachos descansan en la paz de sus catres, y los trabajadores comienzan la temible jornada en los caminos mojados, soñolientos y dejados del centro, que a esa hora se asemejan bastante a los pueblitos más olvidados en el tiempo, la dama rigurosa que se repite cada tres cuadras en ciertos sectores de la ciudad, sale inflexible, pese a la lluvia apabullante o a la azarosa brizna que desafía las calles, victoriosa en la soledad de las noches que alegremente muere ante el mojado desafío que ya no se atreve a contestar.
Es una lucha ciega, sin víctimas, incontestada, que se repite cada día y en el que las gotas alebrestadas son incapaces de abatir la tranquilidad de la noche, impasible y que ya no desea un diálogo con nada ni con nadie.
A esa hora, la rigurosa señora, sombrero blanco que se asemeja a la lejana figura de un chef francés, rostro pálido, incapaz de una sonrisa, imbatible a mitad de cuadra de cualquier cuadra de esta ciudad, posee un itinerario fácil de aprender: levantar una sombrilla ruinosa para ocultarse del sol que llegara en instantes, o que cobijará a los madrugadores visitantes, con sus chanclas y miseria que quieren endulzar con chocolate y queso, a la espera de esta masa salada que se denomina arepa.
Es el primer objeto suntuario de aparataje que exige la venta de este producto: carbón, sombrilla rota, parrilla, una mesa adornada con mantel plástico y figuras de sandías, dos sillas, de las cuáles una tiene que estar debidamente rota, como prediciendo el border line de la fatalidad que se anuncia a todo aquel que atreva a sentarse allí; una china, pajiza, artesanal, incolora, que decora las manos adustas de la mujer, cuyo protocolo la ubica entre los 40 y 60 años, manos gruesas que contrastan con la fina delicadeza del acto de achinar el carbón para dar forma a la apreciada arepa.
En la esquina de aquellas cuadras se ubica siempre el mismo sujeto: hombre viejo de barriga prominente o en promesa de ello, barba descuidada de tres o cuatro días, mirada vigilante pese al lento movimiento que le obligan los años, chaquetas vetustas caídas en desgracias y que parecen acomodarse sobre la espalda y la barriga del gordete personaje, como una suerte de acumulación de telas en las que ya no es posible distinguir entre el cuerpo y los trapos que lo cubren.
Se podría tratar –nadie lo ha pensado aún- de una estrategia de aumento artificial de tamaño para intimidar a los ladroncillos y recogedores de basura que ocasionalmente se atreven a pasar por delante de su mirada vigilante, que no lo pierde de vista hasta que los rigores de la edad se lo impiden, entonces los personajillos se le confunden con tinieblas, nieblas, o no los pueden diferenciar de un buen y amable poste.
Al otro lado de la calle, en el aparataje suntuario de la arepa, un carboncillo rebelde escapa, pero tiene un rumbo definido, se acerca a la esquina del vigilante, se deja seducir por el viento benevolente, como acariciando la calle en formas imaginarias inexplicables, bordea el cuerpo regordete, y finalmente se acomoda, rebelde desde el principio, en la barba malograda del inflexible hombre.
El hombre, fiel a su deber, no se inmuta por el carbón impertinente, no lo amerita, no lo merece. Difícilmente, y eso sin que el carbón se percate, es digno de un rápido movimiento de nariz que estremece sus cachetes por un instante, y el carbón, sin tiempo de reaccionar, cae inflexible al lúgubre suelo, destino final de una rebeldía de la que nadie sabe, pero que se repite todos los días como la lluvia, la mañana, la señora, la sombrilla y el vigilante.