En un planeta que arde, a medida que flamea el carácter irascible de Donald Trump en Irán y aumenta la estulticia de Bolsonaro al acusar a Leonardo DiCaprio de dar dinero para incendiar el Amazonas, cada vez parece más un milagro o, si se prefiere, un efecto de lo real-maravilloso, morir de viejo.
La imagen de un pequeño koala que llega hasta una autopista a las afueras de Adelaide en Australia y le pide agua a un par de ciclistas, es conmovedora. El marsupial necesitaba calmar la sed de la huida y esta urgencia biológica lo obligó a entrar en contacto con esa especie que por décadas lo ha depredado a causa de su valiosa piel, gruesa y suave, apropiada para manufacturar abrigos y alfombras en las factorías londinenses.
Con su pelaje gris y su nariz en forma de cuchara, el koala parece retener en sus ojos vidriosos el ardor de las llamas que devoran su hábitat nativo, donde se alimenta de hojas de eucalipto. Su especie se ha reducido a la mitad de forma dramática. Sostienen los expertos que tendrán que pasar varias décadas para que algo de lo devorado por el fuego vuelva a su estado natural.
De nuevo el equilibrio en el ecosistema se rompe, como el fracking.
Primero fueron los bosques de Valparaíso en Chile. Luego fue el Amazonas y ahora son las extensas reservas de bosque australianas las que se extinguen bajo el fuego que se aviva con el intenso calor. Las noticias del mundo redondean, sin aspavientos, las cifras de la tragedia: 480 millones de animales muertos en 5 millones de hectáreas destruidas, algo así como la extensión de Bélgica. Más de veinte personas han perdido la vida y se calcula en docenas las desaparecidas.
Dejemos de lado el número de viviendas convertidas en cenizas.
Una nube de humo, proveniente de Oceanía, ha recorrido más de 12 mil kilómetros y ha sido vista en Chile y Argentina, a unos 6 mil metros de altura. El sol rojizo, en las profundidades del sur de América, denuncia su rastro como si se tratara de un mal presagio; no es precisamente el sol de los venados ni las imágenes para un especial de Discovery en busca de los supervivientes de los Andes.
Algo raro está pasando. Es bueno aclarar que no se trata del comienzo de un relato del realismo mágico. Para nutrir esa propensión nuestra a la desmesura y la hipérbole comparto más bien esta noticia:
el pasado 27 de diciembre, mientras los turistas hacían filas para ingresar al Bioparque Ukumarí a contemplar las rutinas perezosas de Mafalda y Yogui, una querida y fértil pareja de osos de anteojos, moría en Tanzania el rinoceronte hembra “más viejo del mundo”. Se llamaba Fausta. Este mamífero en vía de extinción llegó a la colosal edad de 57 años. Fausta murió de vieja y en una zona de conservación.
En un planeta que arde, a medida que flamea el carácter irascible de Donald Trump en Irán y aumenta la estulticia de Bolsonaro al acusar a Leonardo DiCaprio de dar dinero para incendiar el Amazonas, cada vez parece más un milagro o, si se prefiere, un efecto de lo real-maravilloso, morir de viejo.
Entre tanto, más de 10 mil camellos salvajes serán sacrificados por estos días en el sur de Australia, al interior de una reserva de pueblos aborígenes. Los camellos, que huyen de los incendios, buscan, desesperados, fuentes de agua en lugares habitados por el hombre. ¿No es acaso esta una particular versión de Jumanji a lo Mad Max: Fury Road? Solo que en lugar de combatir por apropiarnos de los camiones cisternas que transportan gasolina, las hordas de mamíferos empezaremos a pelear, como animales salvajes, por el agua: “Agua impura/que se escurre/ciega”, susurra Vicente Aleixandre.