En principio, la raíz de la palabra cultura alude a cultivo, es decir, a lo que se siembra y recolecta para beneficio de todos.
Parece un asunto de palabras pero es mucho más que eso: de un tiempo para acá, se ha vuelto práctica común la utilización del término cultura para referirse a comportamientos que, por definición, están situados en las antípodas de una expresión que tiene en si misma una connotación positiva.
“Cultura de la muerte”, “cultura de la violencia”, “cultura mafiosa” o “cultura de la ilegalidad” son apenas algunas entre las decenas de frases acuñadas para referirse las tantas lacras que nos aquejan.
¿En qué momento el vocablo cultura perdió su acepción positiva, para convertirse en una suerte de etiqueta multiusos que le da legitimidad incluso a lo peor? Porque la utilizan por igual los académicos, los periodistas, los políticos y los gobernantes, personas de las que, al menos en teoría, se espera sean las encargadas de marcarle el rumbo a una sociedad.
En principio, la raíz de la palabra cultura alude a cultivo, es decir, a lo que se siembra y recolecta para beneficio de todos. Su sentido es también el de acervo o legado de lo mejor que la humanidad ha creado en su paso por la tierra. La música, la ciencia, la literatura, les leyes, la tecnología, las religiones, la gastronomía y el arte en general son entonces parte de ese gran huerto cultivado por todos y heredado a través de la educación.
De modo que debemos estar frente a algo muy grave para que de un momento a otro hayamos empezado a asumir como corrientes, expresiones que reflejan no solo una aceptación tácita, si no la práctica cotidiana del mensaje que llevan a cuestas, con el endeble argumento de que se trata de una “ cultura”.
De ese modo podemos justificar la supresión física de nuestros contradictores, la corrupción que forma parte de los hábitos diarios de los funcionarios de más bajo rango hasta los de más alto nivel jerárquico, las trampas en cada uno de nuestros pasos y, en fin, la creencia de que arrasar con todo y con todos es apenas la manifestación humana de los insondables atavismos que garantizan la conservación de las especies.
“Darwinismo social” llaman a esto último los más cínicos, omitiendo de paso un pequeño detalle: que el proyecto de civilización apunta precisamente a crearle reglas del juego a la bestia que nos habita, como bien lo planteara Tomas Hobbes en su Leviatán.
Entre esas reglas está, desde luego, el derecho de los otros a ocupar un lugar bajo el sol. A crearlas y consolidarlas han consagrado lo mejor de sus vidas cientos de personas que, a la luz o en el anonimato, vivieron y viven convencidas de que nociones como dignidad o derechos son mucho más que una abstracción o un simple capítulo en los tratados de teoría política.
Así que sería bastante saludable hacer un alto en el camino, para reflexionar acerca de lo pernicioso y costoso que pueden resultarnos esos hábitos que empiezan como un mero juego con las palabras y acaban por instalarse de manera inexorable en la realidad.