Si bien llovió toda la mañana de manera persistente en ciudad capital, no puedo decir lo mismo de Quillacollo, que es valle bajo y, además, apostada en provincia, aunque a unos escasos once kilómetros.
Qué será, qué será que toda vez que toca celebrar el cumpleaños del tío Freddy, siempre nos llueve. Llevo la cuenta varios años. Por comodidad, por razones prácticas, su familia suele agasajarle siempre un sábado, ya sea unos días antes o poco después de su onomástico.
Como sea, lo curioso es que ese bendito sábado elegido, se desata el cielo en forma de chaparrón o se manifiesta con lluvia menuda pero duradera. El sábado 27 no fue la excepción, y el quisquilloso de San Pedro y sus huestes celestiales nos quisieron aguar la fiesta una vez más.
Como de costumbre, mis primos habían armado unas sombrillas junto a las mesas en medio del jardín, ese espacio de verde pastura donde se alternan un enorme papayo (con algunos frutos a punto de madurar), un fragancioso limonero y unos arbustos con espléndidas cucardas floreciendo.
Mejor decorado para una tarde agradable no podía haber. Y natural, lo más rescatable, como un pequeño refugio, considerando que toda la vivienda está rodeada de enormes fachadas y muros de ladrillo. Y tener unos limones al alcance de la mano para poder preparar los chuflays era el colmo de la felicidad.
Con una tarde soleada la jornada hubiera sido apoteósica. Pero no pudo ser.
Si bien llovió toda la mañana de manera persistente en ciudad capital, no puedo decir lo mismo de Quillacollo, que es valle bajo y, además, apostada en provincia, aunque a unos escasos once kilómetros. Como alguna vez dije, difícilmente me dejo caer en dominios provincianos, ni por sus mocitas en flor, a no ser que detecte el rastro oloroso de algo cocinándose, que para eso mi nariz de sabueso no me falla.
A mediodía salió el sol en Cochabamba. Tomamos una sobria sopa a modo de almuerzo, en casa, previendo que nos aguardaba un banquete opíparo en Quillacollo.
Mi tía, la anfitriona se esmera tanto que nunca nos ha defraudado en la sazón peculiar que le pone a la comida en estos casos. Apenas pusimos pie en su living, nos recibió con unos deliciosos coctelitos de tumbo (curuba), que cumplieron con la fantástica misión de aperitivos.
Pero primero llovió y volvamos al cauce del relato.
Con las temperaturas subiendo, a eso de las tres de la tarde, abandonamos ciudad capital con el semblante risueño y ligeros de ropas (no se vayan a creer que casi desnudos, ja), y a los pocos kilómetros nos metíamos en la avenida laberíntica de la feria de autos que cada sábado estorba el paso hacia Quillacollo, en una de las rutas que no debíamos haber utilizado ese día. Pero lo hicimos y estuvimos rezongando un rato en medio de bocinazos.
Como era lógico tardamos más de la cuenta en llegar a destino. Nos recibió un mediano aguacero a manera de bienvenida, al tiempo que esquivábamos algunos charcos de las calles de ciudad Quillacollo, sede de la más milagrosa Virgen, aseguran sus devotos que cargan piedrecillas con la esperanza de que se transformen en dinero y otros bienes. Ojalá esas piedritas rellenaran sus baches y demás inoportunos huecos, es el milagro que le pido a la “mamita de Urkupiña”, por mi lado.
Hombre de poca fe como soy, no creo que se me cumplan mis deseos.
A lo que le tengo inquebrantable fe, es a la atmósfera aromática de unas viandas desplegadas, calientes y humeantes que invitan a asomarse a la mesa inmediatamente. Y en casa de tío Freddy, en cuanto llamaron a servirse, cesaron al unísono todas las charlas y alguna anécdota se quedó invariablemente en el aire.
Con religiosa disciplina, los comensales hicieron turno alrededor de la mesilla del bufet. Tal profusión de colores despertaba los instintos ancestrales por la comida, y a más de uno le habrá asaltado la idea de probarlo todo.
Y es que otra cosa no se podía pensar al ver esa maravillosa muestra de gastronomía local que iba desde unas papas asadas con cáscara, unos suaves camotes de pulpa dulce y un revuelto de chuño con crema de leche y cilantro, por un lado.
De plato central, ya podía uno escoger entre el tradicional Lechón al horno, adobado en salsa de ají o decantarse por unas suculentas costillitas de cerdo con miel, que uno de los hijos, recién llegado de España había preparado.
Completaban guarniciones de arroz graneado y fideo con verduras a disposición del cliente, tal cual decimos. Pero la ensalada de verdolaga con quesillo hacía la diferencia, tanto que se vaciaba pronto la bandeja que la contenía. Una delicia de la naturaleza, elaborada con una humilde hierba muchas veces despreciada. Los más tradicionalistas apostaban a la ensalada Solterito, a base de cebolla, tomate y queso fresco desmenuzado.
Eso sí, la enjundiosa Llajua no podía faltar -que, según el tono de su picor, es para espíritus bravos, aseguran-, como en todo acontecimiento valluno. Y así nos pasamos toda la tarde, con lluvia o sin lluvia, ¡qué importa!, celebrando los 81 lozanos años de mi tío Freddy, palqueño de cepa, pero quillacolleño a la fuerza, por avatares de la vida.
PS. Naturalmente, no podía faltar el homenaje musical a mi tío, que recién este 31 de enero estará de cumpleaños.
Glosario gastronómico:
Chuflay. | trago típico de Bolivia elaborado a base de un cuarto de singani (aguardiente de uva), hielo, gaseosa Ginger Ale y una rodaja de limón. |
Chuño | papa deshidratada y luego secada al sol para una mejor conservación. A la hora de cocinarlo se lo remoja previamente y por el proceso del hervido adquiere un color negruzco. De sabor neutral y algo terroso, resulta ideal para combinarlo con guisos picantes y otros diversos preparados. |
Llajua | salsa picante que acompaña las comidas, hecha con la molienda de locotos (chiles) y tomates, y aderezada con hierbas aromáticas o cebollita picada. |