Borges, las Habas y un vicio mío

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Con las habas sucede algo parecido a la discusión organoléptica entre la cerveza de botella y la de barril, ya saben: “lo mismo, no más que diferente”.


 

Extraída de: La Vanguardia.

 

Es pasado el mediodía, esperando que la tarde muera. Adoro las mañanas. Lo mío es levantarse temprano y desayunar como se debe, bien peinado y sobre una mesa. Llevar unos huevos fritos o jamón a la cama me parece de lo más asqueroso, ni en mi luna de miel, oiga. ¡Puto Hollywood! que ha introducido el mal gusto no sólo a la cocina sino hasta la alcoba. Después del desayuno puedo hacer cualquier cosa titánica, incluso acompañar a una persona lenta. Me saca de quicio la gente –menos la anciana-que parece arrastrar las patas. Deploro las tardes, principalmente por el calor. Si retorno a casa ya no tengo energía para volver al centro de la ciudad y a sus calles abarrotadas. Ni por un helado de canela. Borges decía alguna vez: “prefiero los atardeceres, las mañanas me derrotan”. Suena razonable, él estaba en el crepúsculo de su vida. Yo no estoy ni a la mitad de la mía, sin embargo, en las tardes me siento más viejo y agotado que el maestro argentino, no hay quién me levante de mi cama o sofá, ni con grúa.

Ahora mismo estoy apoltronado sobre el sofá con el cuenco humeante de habas cocidas en su cáscara, no en vaina, la diferencia es elemental, ya sabrán de lo que digo. Ah, miro The Office, una de mis comedias surrealistas para pasar el rato, si algún detallista se pregunta, es la versión americana. La inglesa no la conozco todavía, el humor british no goza de popularidad por estos lados, ni por toda la brillante desfachatez de Ricky Gervais. No importa que pierda algún diálogo de lo que estoy viendo, es más importante el rito de saborear mis habas. Con Tarkovski o Terrence Malick, más vale tener un termo de café a mano.

Es de vital importancia saber diferenciar la manera de cocerlas como fundamental distinguir qué pantuflas llevará el Papa en cada audiencia. Con las habas sucede algo parecido a la discusión organoléptica entre la cerveza de botella y la de barril, ya saben: “lo mismo, no más que diferente”.  Prueben a cocerlas enteras en legumbres, y por otro lado solo con la cáscara interna. En ambos casos con una pizca de sal. Me juego a todo que tienen distinto sabor. Y eso que vale para hervirlas cuando las vainas están frescas o recién recogidas. Las habas secas o maduras, por supuesto que saben totalmente distintas una vez cocidas por el mismo método.

 

Extraída de: El Observador.

 

Las habas más dulces, más frescas, más grandes, las he probado en las alturas de Tiraque, camino antiguo a Santa Cruz, en mi época de estudiante universitario. Cuando aún conservábamos el entusiasmo de la secundaria, cuando ninguno no había sido todavía uncido al yugo marital o lo que se le pareciera. En esos años dorados, solíamos ir de pesca al sitio más lluvioso de Bolivia, el parque nacional Carrasco, un enorme bosque frio y umbroso donde mora el esquivo Jukumari u oso de anteojos (en mi vida no he sentido tanta inquietud y escalofríos descendiendo al monte, a pie, mientras anochecía).

A medio camino, hay un sitio donde mujeres campesinas montan unos puestos de comida. Papas cocidas, huevos duros, habas y quesillos, un solo platillo aguarda a todo viajero. En los alrededores verdean los sembradíos oscuros de los habales, combinados con los papales que florecen en hermoso tono violeta, un singular espectáculo en la monotonía de la puna. Imagínense con el frio que hace en la carretera, tomar un descanso para estirar los pies adormecidos y a continuación ser tentado por alguna vendedora que ofrece su fuente de habas cocidas, a cada cual más humeante, de la chacra, directo a la boca apenas intermediado por un fogón a leña. Ahí está la clave, es la leña o el agua mineralizada de altura. O el aire puro y bravío. O qué sé yo.

Naturalmente, yo solía aprovisionarme casi exclusivamente de habas. Llegando al desvío, bajábamos del taxi exprés o microbús. Cargados de pesadas mochilas emprendíamos el descenso de unos 15 kilómetros para llegar al bosque y armar nuestras carpas. En el trayecto nos zampábamos las habas antes de que se enfriasen por completo, tirando las cáscaras como los personajes de los hermanos Grimm. Y éramos felices, aunque nos costaba una inmensidad pescar una sola trucha en el impetuoso rio, y para variar, la lluvia arruinaba nuestras fogatas a menudo.

 

Foto: José Crespo Arteaga.

 

Como ven, hay mil formas de preparar habas: frescas o secas, cocidas o tostadas, o asadas al vapor, bajo tierra a la manera hawaiana. Eso sí, siempre con cáscara. Peladas totalmente solo sirven para la sopa o para un pejtu de habas. En los pueblos, solemos acompañar el almuerzo con granos cocidos, especialmente maíz y habas, como en otros lados se acostumbra hacer uso del plátano o de la yuca. De chico, a la hora del recreo, en vez de golosinas compraba bolsitas de habas secas retostadas en aceite: con cáscara y sin cáscara, siempre era un placer crocante. Verdadero vicio, aunque luego mi boca se resentía por el exceso de sal. En los supermercados españoles, me sentía un perro pavloviano cuando divisaba bolsas mezcladas de granos tostados: habas, arvejas, maíz y porotos. Los españoles adoran las pipas de girasol, a mí me daba pereza tener que lidiar con semillas tan pequeñas.

Hoy, la cosa no ha cambiado sustancialmente. Sólo que mi ritual ha evolucionado, ya no estoy para esos trotes de ir masticando a toda mandíbula. Queda la calma de mi sala, corre video y tomar mi tazón humeante de habas. Otros se atiborran de palomitas de maíz, pero comen como autómatas. Yo disfruto cada grano, sin prisa, sin pausa.

Ya que viene al tema -para justificar la alusión abusiva a Borges- me hace recordar un poema insípido que muchos atribuyeron a su inspiración y por el cual corrieron ríos de tinta, incluso lo vi publicado en algunas antologías. Hablo de ese bodrio conocido como “Instantes”, y comienza más o menos así:

 

Si pudiera vivir nuevamente mi vida/en la próxima trataría de cometer más errores (…..) Iría a más lugares a donde nunca he ido/ comería más helados y menos habas/tendría más problemas reales y menos imaginarios…

 

Lo único que sé, quienquiera haya cometido semejante atentado estético, es un solemne literato de rancia escuela. O un viejo flatulento de club social que atribuye a las habas las causas de sus dolencias. Rezo para que el muy calavera esté muy bien enterrado.

 

Contamos historias desde otras formas de mirarnos.

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