En el drama central de El mercader de Venecia, se nos cuenta la historia de Antonio, el comerciante obligado a pagar con una libra de carne extraída de su propio cuerpo la deuda contraída con un prestamista judío.
Guardadas proporciones y de una forma tan sutil que se nos presenta disfrazada de hedonismo y bienestar, los seres humanos de estos tiempos nos vemos empujados cada vez más a sufragar con fragmentos del propio cuerpo el pagaré que no hemos firmado con las corporaciones que en un abrir y cerrar de ojos se apoderaron de ese mercado constituido por los anhelos, las obsesiones, los miedos y las veleidades de las personas.
Basta con echar una mirada a cualquier catálogo comercial para darse cuenta de que no hay un solo órgano del cuerpo humano que no cuente al menos con media docena de productos dirigidos a limpiarlo, redondearlo, afilarlo, depilarlo, encogerlo, agrandarlo, embellecerlo o camuflarlo.
Te quiero de la cabeza a los pies, es la consigna de los que se disputan ese mercado.
Tintes para el pelo, remedios infalibles para la caspa o la calvicie. Artefactos para rizar las cejas o para quitar los pelos de las orejas. Brillo para los labios, cremas para esconder las imperfecciones del cutis, líquidos para el mal aliento. Sustancias para restablecer la blancura de los dientes, estructuras metálicas para enderezarlos aunque no estén torcidos. Líquidos para endurecer las uñas, cremas para ablandarlas. Limas para suavizar la aspereza de los codos, ungüentos para demoler los callos.
Pero paremos aquí antes de que el último lector se nos aburra. ¿A cuento de qué tanta fórmula mágica para corregir los descuidos de la naturaleza? ¿No dizque éramos la criatura más perfecta de la creación?
Lo éramos, antes de que los mercaderes de Venecia y de todas partes descubrieran que somos en realidad una canasta de supermercado ambulante, ansiosa de ser llenada con toda clase de cosas casi siempre inútiles, para ser vaciada a la mayor velocidad posible y llenada de nuevo siguiendo la lógica del deseo siempre insatisfecho.
En el principio las cosas funcionaron dentro de lo que algunos filósofos llamaron “El reino de la necesidad”… hasta que un día aparecieron los publicistas, enviados por no se sabe quien, para sembrar las mentes de deseos y terrores mientras sus empleadores llenaban el mundo de conjuros para satisfacerlos y neutralizarlos.
Fue entonces cuando emprendieron el asalto final, asesorados por expertos en la conducta humana así como por científicos que se dedicaron a explorar cada resquicio del cuerpo y de la mente, en busca de algún temor sin remedio o de una ilusión sin satisfacer.
En ese momento algún genio perverso recordó que de niños nos dormían con canciones de cuna y de inmediato se dio a la tarea de inventar ese engendro conocido en inglés con el nombre de Jingle, una tonada digna de una estirpe de idiotas que por eso mismo fue capaz de convertirnos en una tropa sumisa y despojada de todo sentido crítico, convencida de que lucir una camisa con un lagarto pegado al lado del corazón nos hace distintos e incluso mejores que los demás.
En la parte final de El Mercader de Venecia, la lucidez parece recuperar su lugar en el mundo.
Pero nosotros, tan lejos de Dios y de Shakespeare, caminamos sin voluntad y sin juicio hacia ese lugar donde, con seguridad, alguien ya le ha puesto precio al último fragmento de nuestro pellejo.