Por cortesía de la autora y de Sílaba Editores, compartimos con ustedes el capítulo I de la novela Camposanto, de la escritora colombiana Marcela Villegas, publicada en el 2018.
I
Mientras me habla, el neurólogo se mira las uñas. Se nota que está satisfecho consigo mismo. Con eficacia profesional me hace entender que mi mamá es una más entre cientos de pacientes, que no hay nada de original o de importante en su padecimiento. El médico nunca se dirige a mi mamá. A ella, que en este momento está rodeada de una especie de cápsula, no podría importarle menos. Las palabras caen a sus pies, inocuas.
—Deterioro cognitivo es cualquier cosa, doctor. ¿No le parece un diagnóstico muy ambiguo?
—Es verdad. Todos los síntomas de Elena, además de las imágenes del cerebro, sugieren alzhéimer. Pero solo hay una instancia en la que puede hacerse un diagnóstico definitivo.
—¿Cuál?
—La autopsia. Solo con una biopsia del cerebro podemos comprobar la presencia de las placas de proteína que caracterizan la enfermedad. Por lo pronto, vamos a iniciar el tratamiento que le estaba explicando.
Es un cabrón. Lo dice con tanta soltura que quién sabe cuántos cientos de veces lo ha repetido. Estuve a punto de decirle que claro, que por qué no la sacrificábamos de una vez en aras de la ciencia y su exactitud. Salimos del consultorio sin siquiera dar las gracias. Mi mamá se deja llevar con docilidad, y no parece entender que tiene una enfermedad que después de miles de rodeos indignos la va a arrastrar a la demencia y a morirse ahogada en sus propios mocos, podrida por su propia mierda. Agradezco en silencio que no entienda o que por piedad finja no entender.
No quiero contarle a nadie. Me imagino lo que van a decir y me da rabia. Sé que es egoísta y me tiene sin cuidado. Tengo cosas más importantes en qué pensar. El médico nos dio un folleto de instrucciones para el cuidado del paciente con alzhéimer. Una de ellas, “El paciente nunca debe quedarse solo”, nos resume en seis palabras el porvenir.
Llamo a Ligia y le explico que mi mamá está muy enferma. Que necesito que vuelva, pero que entiendo si no quiere hacerlo, porque va a ser muy difícil. “Cuente conmigo, niña”, me dice, y yo siento el peso de su generosidad sin aspavientos.
También hago arreglos para que la enfermera que cuidaba a mi abuelo vaya a acompañarla por las noches y los fines de semana, por lo menos mientras estoy fuera. Camino al aeropuerto me largo a llorar y el taxista me ofrece detenerse para comprar una botella de agua. La compasión más auténtica es la de los desconocidos.
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