El libro del que compartimos un fragmento hoy, fue ganador del Premio al Libro Periodístico: Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar. Contra el poder. Alberto Donadío y el periodismo de investigación de Juan Serrano
Contra el poder. Alberto Donadío y el periodismo de investigación
Juan Serrano
Sílaba Editores y Ceper Uniandes
Páginas: 260
2019
Prólogo de María Teresa Ronderos
Ganador del Premio al Libro Periodístico
Premio Nacional de Periodismo Simón Bolivar
Para el jurado, este reportaje biográfico de un joven periodista y abogado sobre un veterano periodista y abogado que da sabias lecciones sobre el oficio de investigar merece el máximo reconocimiento por varias virtudes. Primera, su prosa de gran precisión y riqueza verbal, apuntes irónicos y aciertos metafóricos que facilitan al lector la comprensión de áridos casos judiciales, los cuales narra con sostenida tensión.
Segunda, el valor a la hora de hacer revelaciones que pueden incomodar a algunos poderosos, lo que muestra a Juan Serrano como un periodista tan independiente como su biografiado. Tercera, la ingente y rigurosa labor investigativa que lo llevó a desandar caminos de reportería del propio Donadío para luego tomarse el trabajo de contrastar las voces con los documentos.
Y cuarta, porque como biógrafo, Serrano hace un retrato psicológico lleno de matices del personaje, y manteniendo el respeto y la admiración por él, no cae en el elogio fácil ni en el panegírico.
Este libro recoge la trayectoria de uno de los pioneros del periodismo investigativo en Colombia y permitirá que las nuevas generaciones conozcan su legado y reconozcan su independencia y espíritu crítico, valores cada vez más escasos en el medio.
En Colombia, donde hay déficit de biografías y memorias periodísticas, Contra el poder resulta imprescindible, más aun por ocuparse de quien recibió el Vida y Obra de este Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar 2018 en una afortunada casualidad que no quisimos castigar, puesto que este libro ya estaba en impresión cuando se otorgó el reconocimiento a Donadío.
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El robo a El Tiempo
Fragmento
A comienzos de 1987, poco antes de retirarse del periódico El Tiempo, Alberto Donadío se llevó a escondidas el archivo de la Unidad Investigativa. Tarde en la noche, con la redacción desierta, fue vaciando a cuentagotas los archivadores de la oficina de la Unidad y sacando en maletas los cientos de carpetas y sobres que había acumulado durante más de diez años de dedicarse, con un par de cómplices, a investigar y destapar ollas podridas de corrupción.
Fotos, recortes de prensa, expedientes judiciales, transcripciones de entrevistas, cheques, memorandos internos y hojas de apuntes: todo el material que alguna vez había servido para provocar renuncias, capturas, juicios; ganar premios de periodismo y crearle dolores de cabeza a los directivos del periódico.
Técnicamente, estaba robando propiedad de El Tiempo. Pero Donadío temía que al día siguiente de su salida aquella montaña de papeles fuera destinada sin más al tacho de basura y su asalto le parecía un necesario acto de salvación.
Los términos en los que se producía su renuncia al periódico estaban lejos de ser los mejores. La revista Semana reportó en su sección de Confidenciales que el retiro de Donadío de la Unidad Investigativa se daba por cuanto quería “dedicarse a escribir un libro”.
Eso era solo parte de la verdad.
En efecto, su salida de alguna forma le allanaba el camino para emplearse de lleno en un trabajo que desde hacía cuatro años venía haciendo durante horas extras y robándole a destajo tiempo al periódico.
Para ese momento se había embarcado en la investigación de la biografía de Gustavo Rojas Pinilla, el segundo libro que escribiría a cuatro manos con la periodista santandereana Silvia Galvis.
El nuevo proyecto era más ambicioso que el primero y requería de unos meses para sumergirse entre documentos históricos, las más de mil fotocopias sobre el dictador que junto con Silvia habían conseguido en el Archivo Nacional de Washington y en oficinas públicas locales.
Donadío habló con Juan Manuel Santos, subdirector de El Tiempo en aquel entonces, le pidió una licencia por medio año. Pero le fue negada: ya no tenía derecho a más licencias. Para el futuro presidente de Colombia estaba claro que Donadío estaba menos interesado en seguir en el periódico que en trabajar en sus libros, y por eso no tenía mayor sentido seguir dilatando un desenlace que se veía inevitable.
La negativa del subdirector precipitó la renuncia del reportero, pero lo cierto es que en su decisión de marcharse pesó también su desgano para continuar allí, resultado de varios años de mantener una tirante relación con Hernando y Enrique Santos Castillo, los dos hermanos que manejaban los hilos del principal periódico del país.
El ambiente de hostilidad que reinaba entre ellos y Donadío había tenido un nuevo pico algunos meses atrás, en septiembre de 1986. Silvia y él acababan de publicar su primer libro juntos, Colombia nazi, sobre los coletazos y repercusiones de la Segunda Guerra Mundial en el país.
En Washington habían hallado una serie de comunicaciones del Departamento de Estado, de acuerdo con las cuales dos expresidentes, Eduardo Santos y Alfonso López Pumarejo, habían otorgado su visto bueno a la presencia de tropas norteamericanas en territorio colombiano en el eventual caso de una amenaza nazi en la región.
Aquello no habría tenido nada de inusual, un simple acto de colaboración bélica entre dos países aliados, de no haber sido porque los términos del beneplácito presidencial ignoraban el procedimiento constitucional que pone en cabeza del Senado de la República la potestad de autorizar el desembarco de tropas extranjeras.
Era una chiva periodística de bajo impacto. Al fin y al cabo, habían pasado más de cuarenta años desde el fin de la guerra, y el que dos mandatarios colombianos ya fallecidos hubieran aceptado brincarse la Constitución no pasaba de ser un mero detalle histórico, una simple curiosidad solo apreciable entre entendidos que recordaran los ribetes antiamericanistas del discurso de López Pumarejo y la reputación de hombre apegado a la ley de Santos Montejo.
Hernando Santos no lo vio de esa forma. Le pareció inaceptable que un reportero de su periódico hubiera ido a hurgar en archivos extranjeros para luego escribir cosas que distorsionaban la imagen de dos estadistas liberales.
El 2 de septiembre reconvino a Donadío en su oficina y delante suyo despotricó sobre el libro. Lo calificó de antiliberal, antisantos, antilópez, antinorteamericano y pronazi.
Sin haber sacudido del todo su malestar con la reprimenda, a los seis días dedicó el editorial para criticar la mala fe –según él– de Donadío y Galvis.
La pareja de investigadores, escribió, cegados por sus “sentimientos políticos íntimos”, quisieron, “hábil y mañosamente”, desdibujar a dos personas que “la historia ya consagró y el país y el liberalismo colocaron en el pedestal de los colombianos ilustres”. “Alberto Donadío y Silvia Galvis –sigue el editorial del 8 de septiembre– olvidaron el tema y desfogaron su antipatía, antiliberal y antiamericana. Los lectores del libro acaban pensando, según lo afirmado por los periodistas, cuánto mejor hubiera sido el triunfo del nazismo y no la victoria aliada. Quienes vivieron esa época, cuando la dignidad colombiana alcanzó grandes alturas, piensan en lo equivocado de ciertas investigaciones si ellas se hacen con tan mala leche”.
Choques de ese tipo eran habituales allí adentro. Los tres integrantes de la Unidad Investigativa –Gerardo Reyes, Daniel Samper y Alberto Donadío– se comportaban como ruedas sueltas dentro de la redacción, que si bien les representaban premios y le otorgaban prestigio al periódico dentro de los lectores, eran un quebradero de nervios constante para los hermanos Santos Castillo.
Las visiones de unos y otros diferían sin remedio. Imbuidos por completo en el espíritu del Watergate, el trío de investigadores creía que no debía haber fronteras prohibidas ni personas intocables en su labor.
Para sus jefes, en cambio, el país no estaba preparado para ejercer el periodismo a la usanza gringa. Sus denuncias, por documentadas y sólidas que fueran, debían siempre analizarse bajo el parámetro de lo que resultara más conveniente para el país. La influencia que ejercía El Tiempo sobre la sociedad colombiana era inmensa, pensaban, al punto de que se había convertido en una especie de guardián de la institucionalidad; en un fusible esencial de la estabilidad nacional donde todo cuanto se publique debe estar supeditado al bien supremo de proteger las instituciones y evitar que el país se desmande.
A Donadío la actitud de sus jefes le resultaba inadmisible, de una obsecuencia con los poderosos incompatible con el periodismo.
En algunas ocasiones había hecho públicos sus malestares en cartas que enviaba al buzón del lector de El Espectador, un acto de franca insubordinación que irritaba a los Santos y que ponía bajo amenaza su frágil equilibrio laboral.
Para comienzos de 1987, luego de más de diez años de laborar en El Tiempo, el desgaste era notorio. Donadío trataba de ausentarse de la redacción lo más que pudiera y, cuando iba, lo hacía por lo general en horas de la noche. También comenzó a llevar a máquina un inventario de agravios, a consignar en cuartillas los detalles de todos los tropiezos que sufrían él y sus compañeros en su trabajo, por si algún día se decidía a contarlos.
No le faltaba razón a Juan Manuel Santos cuando notó que Donadío estaba volcado hacia sus libros.
Resignado, había encontrado en ellos una válvula de escape a sus frustraciones, una con la cual había podido experimentar la libertad de escribir lo que quisiera sin tener que cargar a cuestas el peso de la concordia nacional.
“Yo creo que Alberto se indignaba más con los Santos que con los funcionarios públicos –me dijo Gerardo Reyes en octubre de 2016–. Me imagino que era por ese sentimiento de impotencia, la autocensura que es indescriptible, cuando uno está entusiasmado con una investigación y viene alguien y dice: ‘Mire, esto no nos conviene en este momento’. O como llegaban ellos: ‘¡Están locos si creen que vamos a hacer esto!’, que era más al estilo de los Santos. Ahí sí perdía un poco la compostura. Y Daniel ni se diga. Él tuvo que dar muchas batallas incómodas por eso”.